Fotografía: Alejandro Valencia-Tobón
Acerca de la competencia
La opinión hace parte de la facultad del ser humano de reflexionar y, a la vez, es el ejercicio de un derecho del que no siempre hacemos uso. Voy a opinar acerca de un término que es usado cada vez con más fuerza sin que, a mi parecer, se haya conceptualizado lo suficiente sobre el mismo: la competencia.
Yo he competido por ser el mejor y, en muy contadas ocasiones, lo he sido. Confieso que en esas oportunidades me enorgullecía por haber obtenido el premio, orgullo del que ahora me avergüenzo. Esa competencia no referida a pericia sino a contienda es, en mi opinión, una característica del individualismo, de la ausencia de solidaridad, así como de falta de aprecio por el otro o, lo que es lo mismo, desprecio por el otro. La academia de la lengua la define como “disputa o contienda entre dos o más personas sobre algo” u “oposición o rivalidad entre dos o más que aspiran a obtener la misma cosa.” Sin embargo, hemos llegado a convencernos de que no hay que ser aptos para desempeñarnos en algo sino mejores que el otro. Es decir, aptos para competir. Para competir y para ganar porque, de lo contrario, no tendría sentido habernos inscrito en la competencia. Entonces resulta que no hay que ser buenos ―simplemente buenos―, sino mejores que el otro, no importa que lo dejemos tirado. Pero si no es solamente a otro sino a varios, mejor todavía dejar el reguero. Así, más grande será el orgullo.
Nos hemos convencido tanto de la supuesta “cualidad positiva” de ser competentes ―es decir, rivales― que alentamos al hijo para que sea el mejor de la clase, no para que sea buen estudiante. No lo educamos para que haga las cosas bien sino para que las haga mejor que el otro, no importa que no estén tan bien. Después de haber cumplido con nuestro papel, como padres, de ser reproductores del concepto de competencia, el sistema educativo se lo estará repitiendo. Así, cuando se hace joven, él mismo sabe que hay que salirles adelante a sus compañeros, que debe luchar por ser el mejor bachiller. El colegio le dirá, en números, cuál es el mejor y cuál es el peor. Luego, él mismo querrá estar entre los primeros en las pruebas “del saber”. Más adelante, al presentar el examen de admisión, la universidad mostrará de manera cuantitativa cómo quedaron clasificados los aspirantes. Todo en números. Así podrá saberse quién está más “lleno” de conocimientos, no importa que todo se olvide al día siguiente del examen. De nuevo, una prueba de competencia que adquiere mayor significado si se ocupa los primeros lugares.
Pasado el examen, el joven inicia la “carrera”, que por cierto es como la llaman. Y si en esta carrera logra ser el mejor, también será premiado. El mejor, es decir, el que tenga más datos, más números a su favor. Ese será el más “competente”, el más capaz. Entonces no importa lo que haya qué hacer para lograrlo. Ahí es cuando aparece el tráfico de notas, el tráfico de títulos. Con el título en la mano se compite para ingresar a la empresa. El requisito para inscribirse en esta nueva carrera es haber ganado la anterior, no importa cómo. Así es como la misma sociedad se va encargando de que se mantenga en la mente que la competencia es fundamental para la vida. Por eso el joven, vuelto adulto, sabe bien que si logra emplearse también habrá que demostrar su capacidad para competir. Parece un simple manejo de términos, algo superficial, pero el fondo del asunto está bien distante de la superficie. Recuérdese que competir es contender, dejar al otro en el camino, verlo como un rival. Esto no nos lo dicen, pero está implícito, está en la mente, en el inconsciente para unos y en la conciencia para otros, para los más perversos. ¿A quién de nosotros, por ejemplo, le ha importado aquellos a los que les ganamos la carrera, esos que no lograron entrar a la empresa cuando nosotros sí? Con orgullo decimos: “Fui el primero entre cien”, y hasta aumentamos el número de competidores para que se nos crezca más este sentimiento. Alguna vez nos hemos preguntado ¿qué pasó con ellos? Lo importante entonces es que cada uno salve su pellejo. ¡Vaya manera de estar preparados para la competencia! ¿Por qué será que no hay empleo para todos? ¿Será que hay por ahí algún temor de que se acabe la “competencia laboral”?
Así que, al llegar a la empresa, estamos harto avisados de que hay que competir. Entonces no nos extraña que nos hablen de las “competencias” organizacionales, más que del desarrollo de habilidades para el desempeño. Incluso, así sea válida la utilización del término “competente”, sería más preciso decir qué tan hábil, diestro, idóneo se es para hacer algo. De esta manera no quedaría la posibilidad de tener que rivalizar con el otro para poder estar en la empresa.
Hay dos aseveraciones que pocos se atreverían a cuestionar: una, que las competencias son para los mejores. Otra, que el trabajo es para todos. ¿Qué relación puede haber entre estas dos expresiones? Pues, precisamente, que como no hay trabajo para todos, nos obligan a competir por él. Y, cuando el trabajo deja de ser un derecho para convertirse en una competencia, todos perdemos. Perdemos como individuos, como familia, como sociedad.
Si bien es cierto que no hay por qué quedarse con el otro cuando éste no llena las expectativas, por lo menos debería primar el derecho a ser escuchado. El derecho y la dignidad. Debería tenerse la suficiente entereza de llamar al otro para exponerle las diferencias y darle la oportunidad de corregir.
Los dichos populares encierran grandes enseñanzas, siempre se ha considerado así. Aquel que dice que “cuando señalas con un dedo, hay otros tres que te señalan a ti”, es bien contundente. Valdría la pena entonces hacer un ejercicio de reflexión respecto a quiénes podrían tener más derecho a permanecer en una empresa. Aun dando por caso que haya, entre las personas despedidas, algunas poco productivas, habría que ver lo que significa ese “escaso producido”, comparado con el gran derroche propiciado por quienes, paradójicamente, se jactan de ser “grandes competidores” mientras entregan patrimonios que no son suyos.
Yo opongo a la competencia, la solidaridad. Si no es la solidaridad lo que nos mueve en este mundo, ¿qué es entonces? A mí me causa un cierto sinsabor tanta indiferencia frente a estas injusticias. Tanta indolencia a la que nos hemos acostumbrado. Llega a tener tanto valor este concepto de competencia que, como en todo juego, hay que “eliminar” a quienes no satisfacen las expectativas. Así son las competencias. Es preciso hacer a un lado a algunos para que otros puedan seguir adelante. Los que quedan, pueden celebrar por haberse “ganado el puesto” y, de paso, se olvidan de los que salieron de la competencia. Si, por casualidad, nos los encontramos en la calle, hay que “sacarles el cuerpo”, no vaya a ser que nos contaminen. Habría que ver de qué lado está la podredumbre. Los que todavía estamos dentro creemos que la podredumbre es la que ha salido, y nos afincamos en ese engaño.
Yo he competido por ser el mejor y, en muy contadas ocasiones, lo he sido. Confieso que en esas oportunidades me enorgullecía por haber obtenido el premio, orgullo del que ahora me avergüenzo. Esa competencia no referida a pericia sino a contienda es, en mi opinión, una característica del individualismo, de la ausencia de solidaridad, así como de falta de aprecio por el otro o, lo que es lo mismo, desprecio por el otro. La academia de la lengua la define como “disputa o contienda entre dos o más personas sobre algo” u “oposición o rivalidad entre dos o más que aspiran a obtener la misma cosa.” Sin embargo, hemos llegado a convencernos de que no hay que ser aptos para desempeñarnos en algo sino mejores que el otro. Es decir, aptos para competir. Para competir y para ganar porque, de lo contrario, no tendría sentido habernos inscrito en la competencia. Entonces resulta que no hay que ser buenos ―simplemente buenos―, sino mejores que el otro, no importa que lo dejemos tirado. Pero si no es solamente a otro sino a varios, mejor todavía dejar el reguero. Así, más grande será el orgullo.
Nos hemos convencido tanto de la supuesta “cualidad positiva” de ser competentes ―es decir, rivales― que alentamos al hijo para que sea el mejor de la clase, no para que sea buen estudiante. No lo educamos para que haga las cosas bien sino para que las haga mejor que el otro, no importa que no estén tan bien. Después de haber cumplido con nuestro papel, como padres, de ser reproductores del concepto de competencia, el sistema educativo se lo estará repitiendo. Así, cuando se hace joven, él mismo sabe que hay que salirles adelante a sus compañeros, que debe luchar por ser el mejor bachiller. El colegio le dirá, en números, cuál es el mejor y cuál es el peor. Luego, él mismo querrá estar entre los primeros en las pruebas “del saber”. Más adelante, al presentar el examen de admisión, la universidad mostrará de manera cuantitativa cómo quedaron clasificados los aspirantes. Todo en números. Así podrá saberse quién está más “lleno” de conocimientos, no importa que todo se olvide al día siguiente del examen. De nuevo, una prueba de competencia que adquiere mayor significado si se ocupa los primeros lugares.
Pasado el examen, el joven inicia la “carrera”, que por cierto es como la llaman. Y si en esta carrera logra ser el mejor, también será premiado. El mejor, es decir, el que tenga más datos, más números a su favor. Ese será el más “competente”, el más capaz. Entonces no importa lo que haya qué hacer para lograrlo. Ahí es cuando aparece el tráfico de notas, el tráfico de títulos. Con el título en la mano se compite para ingresar a la empresa. El requisito para inscribirse en esta nueva carrera es haber ganado la anterior, no importa cómo. Así es como la misma sociedad se va encargando de que se mantenga en la mente que la competencia es fundamental para la vida. Por eso el joven, vuelto adulto, sabe bien que si logra emplearse también habrá que demostrar su capacidad para competir. Parece un simple manejo de términos, algo superficial, pero el fondo del asunto está bien distante de la superficie. Recuérdese que competir es contender, dejar al otro en el camino, verlo como un rival. Esto no nos lo dicen, pero está implícito, está en la mente, en el inconsciente para unos y en la conciencia para otros, para los más perversos. ¿A quién de nosotros, por ejemplo, le ha importado aquellos a los que les ganamos la carrera, esos que no lograron entrar a la empresa cuando nosotros sí? Con orgullo decimos: “Fui el primero entre cien”, y hasta aumentamos el número de competidores para que se nos crezca más este sentimiento. Alguna vez nos hemos preguntado ¿qué pasó con ellos? Lo importante entonces es que cada uno salve su pellejo. ¡Vaya manera de estar preparados para la competencia! ¿Por qué será que no hay empleo para todos? ¿Será que hay por ahí algún temor de que se acabe la “competencia laboral”?
Así que, al llegar a la empresa, estamos harto avisados de que hay que competir. Entonces no nos extraña que nos hablen de las “competencias” organizacionales, más que del desarrollo de habilidades para el desempeño. Incluso, así sea válida la utilización del término “competente”, sería más preciso decir qué tan hábil, diestro, idóneo se es para hacer algo. De esta manera no quedaría la posibilidad de tener que rivalizar con el otro para poder estar en la empresa.
Hay dos aseveraciones que pocos se atreverían a cuestionar: una, que las competencias son para los mejores. Otra, que el trabajo es para todos. ¿Qué relación puede haber entre estas dos expresiones? Pues, precisamente, que como no hay trabajo para todos, nos obligan a competir por él. Y, cuando el trabajo deja de ser un derecho para convertirse en una competencia, todos perdemos. Perdemos como individuos, como familia, como sociedad.
Si bien es cierto que no hay por qué quedarse con el otro cuando éste no llena las expectativas, por lo menos debería primar el derecho a ser escuchado. El derecho y la dignidad. Debería tenerse la suficiente entereza de llamar al otro para exponerle las diferencias y darle la oportunidad de corregir.
Los dichos populares encierran grandes enseñanzas, siempre se ha considerado así. Aquel que dice que “cuando señalas con un dedo, hay otros tres que te señalan a ti”, es bien contundente. Valdría la pena entonces hacer un ejercicio de reflexión respecto a quiénes podrían tener más derecho a permanecer en una empresa. Aun dando por caso que haya, entre las personas despedidas, algunas poco productivas, habría que ver lo que significa ese “escaso producido”, comparado con el gran derroche propiciado por quienes, paradójicamente, se jactan de ser “grandes competidores” mientras entregan patrimonios que no son suyos.
Yo opongo a la competencia, la solidaridad. Si no es la solidaridad lo que nos mueve en este mundo, ¿qué es entonces? A mí me causa un cierto sinsabor tanta indiferencia frente a estas injusticias. Tanta indolencia a la que nos hemos acostumbrado. Llega a tener tanto valor este concepto de competencia que, como en todo juego, hay que “eliminar” a quienes no satisfacen las expectativas. Así son las competencias. Es preciso hacer a un lado a algunos para que otros puedan seguir adelante. Los que quedan, pueden celebrar por haberse “ganado el puesto” y, de paso, se olvidan de los que salieron de la competencia. Si, por casualidad, nos los encontramos en la calle, hay que “sacarles el cuerpo”, no vaya a ser que nos contaminen. Habría que ver de qué lado está la podredumbre. Los que todavía estamos dentro creemos que la podredumbre es la que ha salido, y nos afincamos en ese engaño.