Relato de una confusa conversación
En una oportunidad quise escribir un cuento en el que se relatara una confusa conversación entre dos personas, pero sin que ninguno de los dos se percatara de la equivocada interpretación que le estaba dando a su interlocutor. Con este propósito, me dediqué a observar a las parejas que transitaban conversando a través del puente peatonal hacia la Estación Madera del tren metropolitano de Medellín, a la vez que hacía una elaboración mental de alguna disímil conversación que pudiera estar cursando entre los dos.
Luego de que escribí el relato Vestimenta inconfundible, se lo presenté al escritor Mario Escobar Velásquez, quien opinó: “La base de la escritura es escrutar el carácter del ser humano. Un cuento de este tipo tiene la estructura del chiste: por tanto, no cumple con lo anterior. Es relativamente fácil escribir este tipo de cuento”. Yo estuve de acuerdo con él, pero decidí no eliminarlo, sino que lo guardé como un simple ejercicio de escritura.
Vestimenta inconfundible
—¿Ya las viste?
—¿A quiénes?
—A ellas. Se reconocen por el vestido.
La mujer lo dijo sin indicar a alguien ni a sitio alguno, para que no fuera muy evidente su observación. El hombre se detuvo e hizo un recorrido con la vista por los alrededores de la estación del Metro: una pareja, hombre y mujer, caminaba adelante de ellos, pero él se dijo que no podía ser a esta pareja a quienes se había referido su amante. Dijo "A ellas", por lo que no podía hacer referencia a la pareja que se alejaba. Además, nada tenía de especial su vestido. Con disimulo, echó un vistazo alrededor del sitio y miró luego hacia arriba de las escaleras por las que acababa de bajar con su amante, después de cruzar el puente peatonal que unía la estación del Metro con el parque deportivo. Entonces las vio: allí, en las escalas superiores, alcanzó a ver el hábito blanquecino de dos monjas que conversaban sosteniendo sendos libros en sus manos y que él se figuró que eran biblias. No pudo verles la cara, por el contraluz formado por los rayos solares que chorreaban desde lo alto, cayendo sobre las espaldas de las religiosas. En ese momento, el hombre recordó que las había visto allí desde el extremo opuesto del puente, cuando él y su amante empezaron a atravesarlo. Entonces pudo responder a la pregunta de ella:
—Sí: ya las había visto desde cuando estábamos en el puente.
—¿Y qué te parecen?
—La verdad es que no me fijé bien. Pero no creo que haya nada raro en ellas puesto que es común que aparezcan por todos lados. En alguna oportunidad —continuó el hombre— me detuve a conversar con una aquí mismo. Fue una conversación muy interesante. Hablamos de su trabajo, de los días difíciles por los que tienen que pasar, sobre todo cuando se acercan a ellas algunos hombres que, en los últimos tiempos, las buscan como consuelo a sus recientes separaciones, o porque desean compartirles alguna congoja.
En tanto que el hombre le hablaba a su amante, ella se iba poniendo trémula y sus mejillas se iban ruborizando. En varias veces quiso hacer salir su voz, pero las palabras se le quedaron atrancadas en la garganta. El hombre, sin comprender muy bien lo que le pasaba a su compañera, siguió relatando aquel encuentro:
—Luego la acompañé hasta un conjunto residencial en donde, me dijo ella, acostumbraba ir para acompañar a un hombre que recién había enviudado. Le gustaba ir a consolarlo, según me dijo. Ella entró al conjunto de casas y yo me quedé mirándole su caminar, bien distinto al de las señoritas de ahora, que derrochan orgullo por todo su cuerpo. Claro que, antes de irse, me dijo que le gustaría tener un encuentro conmigo: "Ese es nuestro trabajo", me dijo. "Llenar el vacío de los hombres"
La mujer, tomando una gran bocanada de aire que pasó por su garganta haciendo un ruido igual al de los ahogados, levantó su mano derecha y la descargó con toda la fuerza que pudo sobre el rostro del hombre quien se cubrió con una de sus manos, en tanto que con la otra apenas pudo equilibrar su cuerpo que trastabillaba por el inesperado golpe. Cuando apenas pudo recuperarse por la súbita reacción de ella, la vio correr por entre los taxis que hacían turno para transportar a las gentes que acababan de llegar a la estación del tren. El hombre dio media vuelta para mirar hacia donde estaban las religiosas, y las vio en perfecta formación, tapándose la boca con la mano derecha, mientras con la izquierda sostenían la Biblia a la altura del pecho. Supo que lo habían visto todo. Luego pudo ver que también las miradas de muchos de los transeúntes se alargaban hasta él. Volvió a buscar a su amante con la mirada, y la vio que regresaba vuelta una fiera. Cuando llegó hasta él, le dijo:
—Vamos donde ellas. Necesito decirles lo que son.
—Pero... no entiendo. ¿Acaso qué son?
—¡Son unas mujerzuelas! ¡Eso es lo que son!
—¡Por Dios, mujer! ¿Cómo te atreves a afirmar semejante cosa?
—¿Y es que tienes otro término para definirlas?
—No sé lo que te pasa, pero yo no estoy dispuesto a acompañarte.
—¡Maldito hipócrita! Pues yo sola iré a decirles lo que son —le gritó ella, y emprendió carrera hacia tres jóvenes que estaban a medio vestir, sentadas en una de las bancas del parque.
Luego de que escribí el relato Vestimenta inconfundible, se lo presenté al escritor Mario Escobar Velásquez, quien opinó: “La base de la escritura es escrutar el carácter del ser humano. Un cuento de este tipo tiene la estructura del chiste: por tanto, no cumple con lo anterior. Es relativamente fácil escribir este tipo de cuento”. Yo estuve de acuerdo con él, pero decidí no eliminarlo, sino que lo guardé como un simple ejercicio de escritura.
Vestimenta inconfundible
—¿Ya las viste?
—¿A quiénes?
—A ellas. Se reconocen por el vestido.
La mujer lo dijo sin indicar a alguien ni a sitio alguno, para que no fuera muy evidente su observación. El hombre se detuvo e hizo un recorrido con la vista por los alrededores de la estación del Metro: una pareja, hombre y mujer, caminaba adelante de ellos, pero él se dijo que no podía ser a esta pareja a quienes se había referido su amante. Dijo "A ellas", por lo que no podía hacer referencia a la pareja que se alejaba. Además, nada tenía de especial su vestido. Con disimulo, echó un vistazo alrededor del sitio y miró luego hacia arriba de las escaleras por las que acababa de bajar con su amante, después de cruzar el puente peatonal que unía la estación del Metro con el parque deportivo. Entonces las vio: allí, en las escalas superiores, alcanzó a ver el hábito blanquecino de dos monjas que conversaban sosteniendo sendos libros en sus manos y que él se figuró que eran biblias. No pudo verles la cara, por el contraluz formado por los rayos solares que chorreaban desde lo alto, cayendo sobre las espaldas de las religiosas. En ese momento, el hombre recordó que las había visto allí desde el extremo opuesto del puente, cuando él y su amante empezaron a atravesarlo. Entonces pudo responder a la pregunta de ella:
—Sí: ya las había visto desde cuando estábamos en el puente.
—¿Y qué te parecen?
—La verdad es que no me fijé bien. Pero no creo que haya nada raro en ellas puesto que es común que aparezcan por todos lados. En alguna oportunidad —continuó el hombre— me detuve a conversar con una aquí mismo. Fue una conversación muy interesante. Hablamos de su trabajo, de los días difíciles por los que tienen que pasar, sobre todo cuando se acercan a ellas algunos hombres que, en los últimos tiempos, las buscan como consuelo a sus recientes separaciones, o porque desean compartirles alguna congoja.
En tanto que el hombre le hablaba a su amante, ella se iba poniendo trémula y sus mejillas se iban ruborizando. En varias veces quiso hacer salir su voz, pero las palabras se le quedaron atrancadas en la garganta. El hombre, sin comprender muy bien lo que le pasaba a su compañera, siguió relatando aquel encuentro:
—Luego la acompañé hasta un conjunto residencial en donde, me dijo ella, acostumbraba ir para acompañar a un hombre que recién había enviudado. Le gustaba ir a consolarlo, según me dijo. Ella entró al conjunto de casas y yo me quedé mirándole su caminar, bien distinto al de las señoritas de ahora, que derrochan orgullo por todo su cuerpo. Claro que, antes de irse, me dijo que le gustaría tener un encuentro conmigo: "Ese es nuestro trabajo", me dijo. "Llenar el vacío de los hombres"
La mujer, tomando una gran bocanada de aire que pasó por su garganta haciendo un ruido igual al de los ahogados, levantó su mano derecha y la descargó con toda la fuerza que pudo sobre el rostro del hombre quien se cubrió con una de sus manos, en tanto que con la otra apenas pudo equilibrar su cuerpo que trastabillaba por el inesperado golpe. Cuando apenas pudo recuperarse por la súbita reacción de ella, la vio correr por entre los taxis que hacían turno para transportar a las gentes que acababan de llegar a la estación del tren. El hombre dio media vuelta para mirar hacia donde estaban las religiosas, y las vio en perfecta formación, tapándose la boca con la mano derecha, mientras con la izquierda sostenían la Biblia a la altura del pecho. Supo que lo habían visto todo. Luego pudo ver que también las miradas de muchos de los transeúntes se alargaban hasta él. Volvió a buscar a su amante con la mirada, y la vio que regresaba vuelta una fiera. Cuando llegó hasta él, le dijo:
—Vamos donde ellas. Necesito decirles lo que son.
—Pero... no entiendo. ¿Acaso qué son?
—¡Son unas mujerzuelas! ¡Eso es lo que son!
—¡Por Dios, mujer! ¿Cómo te atreves a afirmar semejante cosa?
—¿Y es que tienes otro término para definirlas?
—No sé lo que te pasa, pero yo no estoy dispuesto a acompañarte.
—¡Maldito hipócrita! Pues yo sola iré a decirles lo que son —le gritó ella, y emprendió carrera hacia tres jóvenes que estaban a medio vestir, sentadas en una de las bancas del parque.