Ilustración: Hernán Marín
Escupitajos malditos
Capítulo 5
Capítulo 5
Giré la cabeza y entreabrí los ojos para dejar entrar apenas un hilo de luz.
Llegó hasta ellos la imagen de la torre de la iglesia…
Ante mi visita, la Rubia había decidido aplazar su salida. Al fin y al cabo, nada importante tenía por hacer o, al menos, nada que no pudiera posponerse. Habíamos permanecido tomados de las manos, y ahora estábamos sentados en un mueble, en la sala de la casa. Cuando la Rubia terminó su relato la interrogué de nuevo:
—Veo que has tenido vivencias muy interesantes, además de extrañas. Pero todavía no respondes a mi pregunta: ¿Por qué hablabas de mucho odio aprendido? ¿Qué querías decir con eso?
—Ya te lo voy a contar: hace un tiempo viví la experiencia más humillante que jamás me imaginé. Fue lo más horrible y vil que puede pasarle a una mujer. Yo estaba en una reunión, invitada por mi cuñado, luego de amadrinar a su hijo. Ya era tarde y sentía mucho sueño. Tal vez había tomado licor en exceso y sentía pesadez en los ojos, pero era consciente de lo que hacía.
—Tal vez no era exceso —le dije—, sino que no estás acostumbrada al licor ni tampoco a quedarte hasta muy tarde sin dormir.
—No sé qué pudo haberme afectado, pero lo recuerdo todo con detalle. Recuerdo que cerré los ojos para despertar. Apreté los párpados para que el sueño se fuera y luego los abrí más de lo necesario. Caminé hasta una mesita que había en el centro del salón y me serví un poco de vino. Tomé la copa y dejé caer algunos hielos en su interior. Vi como los cristales entraban dando vueltas y lamentándose, como queriendo anunciar lo que pasaría aquella noche, tan fría como la copa misma. Los observé sin entenderles lo que querían decirme.
Ella se quedó en silencio. Yo esperé. Entonces continuó su relato:
—Bebí largos tragos. Miré al hijo de mi cuñado que estaba dormido en el sofá: lo vi angelical; más ahora, cuando acababa de recibir el Sacramento de la Confirmación. Mi cuñado bajó el volumen de la música anunciando el final de la fiesta. Yo me despedí de él y luego observé a mi alrededor: aún quedaban algunas personas, ebrias en su mayoría.
—¿Tu cuñado no te invitó a quedarte?
—Sí: mucho. Pero, a pesar de la insistencia de él, decidí irme. Miré mi copa: también la mayor parte de los hielos se habían ido, quedando sólo unos pequeños cristales con un poco de líquido que tendía a transparentarse. Levanté la copa, sonreí a los pocos invitados que todavía estaban, bebí el último trago y salí, dejando la copa sobre la mesa.
—…
—Empecé a bajar las escalas con pies dudosos de dar los pasos, casi desconectados del cerebro; y la cabeza dándome vueltas. Me apoyé en los pasamanos y bajé lentamente, como si una pierna tuviera que esperar a la otra antes de continuar su recorrido. Bajé así, escala por escala, hasta llegar a la puerta. Cuando salí a la calle caía una llovizna y me alivió sentir la caricia del viento. Entonces decidí tomarme un trago en la taberna de enfrente, que aún permanecía abierta. Al cruzar la vía, sentí la llovizna como un sinnúmero de arenas cayendo sobre mi cabeza que se derretían luego para mojar mi cabello, mis ropas, mi cuerpo todo. Entré a la taberna, pedí un trago y recuerdo que lo pagué antes de tomármelo. Mis párpados se cerraron.
—Era obvio que estabas cansada —le dije, y al punto me sentí ridículo con mis intervenciones. La dejé que continuara. Desde ese momento, no hablé más.
—De pronto escuché que me llamaban: “Rubia, Rubia”. Entreabrí los ojos. Era el mesero quien me llamaba: “Despierte que ya vamos a cerrar”. Entonces me levanté de la silla. Aunque apenas sí podía dar los pasos, empecé a dirigirme hacia mi casa. Cuando había caminado como unas dos cuadras, me abordaron dos hombres: “¿Para dónde va, perrita?” El que tomó la iniciativa fue “Luisito”, jefe de una de las bandas del barrio. Al reconocerlo le dije: “¿Qué me va a hacer? Usted me conoce. Voy para mi casa”. “Siga que la vamos a acompañar” —me respondió el maldito.
—…
—Obedecí. Tenía miedo, mucho miedo. Había sido un día de confirmaciones: Dios no podía abandonarme. “Estás muy borrachita, perra” —me dijo el otro—. “Mejor se queda callado” —le reprendió “Luisito” en voz baja— “No sea que nos identifique a todos” creo que fue lo que dijo.
—…
—Caminamos hasta un solar en la parte alta del barrio. Los arbustos habían crecido desparramados por toda el área del terreno. Hacia el centro se levantaba un frondoso árbol que hacía más sombrío el lugar. La oscuridad de la noche sin luna y la llovizna que no dejaba de caer, se hicieron cómplices de los hechos. De pronto, alcancé a ver la figura de cinco hombres contra una pared, protegiéndose de la lluvia, al fondo del solar. Al instante llegó a mi cerebro la terrible imagen de una amiga a la que, unos meses atrás, habían encontrado violada y asesinada. Aquella imagen se derritió por el interior de mi cuerpo hasta salirme por los poros, erizándome la piel.
—…
—El maldito me tomó por el brazo, a la altura del hombro, y me condujo hacia el interior del solar. La abundancia de arbustos nos dificultaba el paso. Trastabillando por sobre la maleza, avanzamos hasta el árbol, cuyas raíces se esparcían a ras de la tierra… se esparcían a ras de tierra… como largos y fantasmagóricos dedos. Los otros hombres rodearon el lugar. Yo apenas alcancé a decir: “no me haga daño, por favor”. ¡Qué ilusa fui! En respuesta, me rasgó bruscamente el vestido y me hizo acostar en el piso húmedo. Una humedad que se me fue acomodando dentro, que me llegó hasta el cerebro para quedarse allí, como un frío recuerdo.
—…
—De espaldas al piso me arrastré ayudada de los codos, pero al apoyarme en una de las raíces resbalé perdiendo el impulso, lo cual fue aprovechado por “Luisito” para tirárseme encima. Me aprisionó contra el piso y al instante sentí un duro ardor que se me introdujo, rasgando por dentro. Un hondo quejido salió de mi garganta. Instintivamente traté de bajarme a aquel hombre-animal de encima pero mi fuerza no me alcanzó. El frío cañón de un revólver se estrelló contra mi sien, al tiempo que escuché la orden: “No se haga la guapa, perra, que se lo exploto”.
—…
—Supe que estaba perdida. Sentí asco del cuerpo jadeante de aquel animal y de aquello que me entraba y me salía, me entraba y me salía hasta cuando llegó aquel maldito escupitajo que sentí, más que dentro de mi cuerpo, dentro de mi alma: porque fue el alma misma lo que se me violentó aquella noche. Entonces, apenas sí salido éste, llegó el otro hombre-animal, y se me tiró encima, y el ardor se me introdujo, y el quejido salió de mi garganta, y llegó el jadeo y luego el escupitajo maldito. Y así, llegaron los otros y se fueron: uno a uno…Y así, las rabias se me fueron acumulando: una a una. Contra cada uno de los que se me trepaban, contra cada uno de sus falos… hasta que se fue el último…
—…
—Quedé allí, tendida. Dolores muchos se me introducían, como si todavía estuvieran sus asquerosas vergas dentro de mí. Las nubes seguían derritiéndose, formando hilos transparentes que bajaban para mojar mi rostro y ocultar las lágrimas que salían de mis ojos, cerrados por el dolor y la rabia. No había querido abrirlos. No había querido que ellos, mis ojos rabiosos, se encontraran con otros llenos de ansia, de deseo, de sadismo. Sentía odio, mucho odio. Por aquellos hombres. Por todo lo masculino. Por todos los hombres. Por su sexo.
—…
—Giré la cabeza y entreabrí los ojos para dejar entrar apenas un hilo de luz. Llegó hasta ellos la imagen de la torre de la iglesia. Allí, en aquel templo, había estado escasas doce horas antes orando por mi bienestar y por el de los jóvenes que eran confirmados ese día. Odié entonces también a Dios, porque Él no debió permitir semejante infamia. Me levanté con dificultad. Sentía como brasas penetrándome por la vagina, y los tallones de las raíces en mi espalda los sentía como latigazos. Me acomodé los trapos rasgados que quedaban de mi vestido y corrí lo que me faltaba para llegar hasta mi casa. Abrí la puerta y entré. Tiré a la caneca de la basura los trapos rasgados que quedaban de mis ropas. Los interiores también. Entré al cuarto de baño, abrí la ducha y dejé que el agua bajara hasta mi cuerpo y que lamiera mi piel y que lavara aquella asquerosidad pegajosa que se resistía a irse. Cuando me sentí limpia fui hasta mi cama y me tiré en ella a pensar y repensar, hasta decidirlo: lo diría todo. Detalle tras detalle.
—…
—Así lo hice: cuando amaneció fui a la policía y lo conté todo. Luego regresé a mi casa y me encerré. Quince días duró mi encierro. No volví a hablar. Estuve quince días mordiéndome la rabia. Una mañana alguien tocó a mi puerta. Durante esos días no había vuelto a responder al teléfono, ni a abrirle a nadie. Tampoco en esa oportunidad lo hice. Me quedé mirando hacia la puerta hasta ver un sobre que se deslizaba por debajo. Un temblor se apoderó de mí: no era normal que alguien me escribiera. Hacía tiempo que nada sabía de mis pocos amigos. Te confieso que, por un momento, sentí un alivio al pensar que aquella carta era tuya.
—Yo estaba viviendo mis propias adversidades… pero me aliviaba pensando en vos.
La Rubia trató de sonreír, pero su esfuerzo apenas le dio para una contorsión del rostro. De nuevo me sentí ridículo. Ella continuó:
—Tomé el sobre y leí el remitente: era de la Inspección de Policía. Lo abrí: querían que me presentara a un reconocimiento. Al día siguiente, muy temprano, me encontré sentada frente a un ventanal semitransparente. A mi lado el Inspector de policía daba órdenes a través de un micrófono: “Que pase el primer grupo”, dijo el Inspector. Un grupo de cinco hombres entró en fila al salón contiguo al que estábamos. Ellos se pararon frente a nosotros. Como yo estaba muy asustada por la posibilidad de que ellos me fueran a identificar miré al inspector, inquieta. Este me dijo:
“Tranquila, no pueden vernos: ¿reconoce a alguno de ellos?”. Recuerdo que moví la cabeza, negativamente. “El siguiente grupo”, ordenó el Inspector. Entraron otros cinco. Un aterrador escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Las imágenes de lo ocurrido aquella noche llegaron hasta mi mente, en tumulto, atropelladoras: el hombre tirándoseme encima, el ardor que me penetraba rasgando, el frío revólver en la sien, el jadeo, el escupitajo.
“¿Qué pasa?”, me preguntó el Inspector. “¿Reconoce a alguno de ellos?”
“Sí: el de camisa azul” —le dije— “Él es...”
—No dije más. No pude decir más.
Cuando la Rubia terminó de contarme aquella infamia se retiró, sollozando, y fue hasta su cuarto para tenderse en la cama. Yo la seguí: indeciso, entré tras ella, pero me quedé ahí, parado junto a la puerta. La había escuchado, tragándome las rabias. Quise hablar, maldecir, pero tenía algo en la garganta que me lo impedía o, por lo menos, que me impedía hablar largamente. Sólo tres palabras se me escurrieron, apenas moviendo los labios: “¡Hijos de putas!”, dije, y apreté los dientes.
Por mucho rato quedamos en silencio. Yo había avanzado hasta su cama y me senté a su lado, sin dejar de mirarla al rostro. Ella acostada, con los ojos cerrados y mordiéndose los labios, como evitando el llanto. Metida en ella. Luego dijo:
—Aún sigo pagando no sé qué. Todavía no me he repletado de rabias y creo que hasta cuando no termine de acumularlas a ellas, a las rabias todas, no podré liberarme de su carga. Sólo en ese después empezaré de nuevo a ser yo.
—Me duele verte así, sin la sonrisa que antes te iluminaba. Y tus ojos, antes contadores de alegrías, ahora veo que quieren contar pesares. ¡Cuánto quisiera ayudarte a aliviar tu melancolía!
—No soy la misma. No podré ser la misma. ¿Qué es lo que estoy pagando?
—No creo que estés pagando algo. Mejor pienso en lo contrario: estás aquí, ahora, porque tienes mucho por hacer. Y si no empiezas a hacerlo ya, también a partir de este momento vas a irte muriendo. La muerte es ausencia de deseos, de metas y, por el contrario, las metas nos dan la fuerza para seguir viviendo. Tú, a menos que quieras morir, no debes seguir viviendo con esa carga.
—Me duele mucho —dijo ella— haber sido abandonada allí por mi Dios.
—No creo que tu Dios, como dices, te haya abandonado. Si existe, no pudo haberlo hecho —le dije.
Luego le hablé de los posibles “errores” cometidos al ignorar el riesgo que corría, desplazándose sola por aquel lugar en horas nocturnas. Quería que dejara de condolerse a sí misma. Decidí persuadirla para que afrontara la situación como un hecho irreversible. Para que se perdonara, en caso de considerarse también culpable. Entonces le dije:
—Habla de ello siempre que puedas. Eso podría ser el inicio de tu curación.
—Tengo miedo, tengo mucho miedo —me dijo.
Yo la abracé y entonces la sentí trémula, fría, sin fuerzas…
Al cabo de un rato me dijo que la dejara sola. Entonces yo salí a caminar. Simplemente a caminar.
Llegó hasta ellos la imagen de la torre de la iglesia…
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Ante mi visita, la Rubia había decidido aplazar su salida. Al fin y al cabo, nada importante tenía por hacer o, al menos, nada que no pudiera posponerse. Habíamos permanecido tomados de las manos, y ahora estábamos sentados en un mueble, en la sala de la casa. Cuando la Rubia terminó su relato la interrogué de nuevo:
—Veo que has tenido vivencias muy interesantes, además de extrañas. Pero todavía no respondes a mi pregunta: ¿Por qué hablabas de mucho odio aprendido? ¿Qué querías decir con eso?
—Ya te lo voy a contar: hace un tiempo viví la experiencia más humillante que jamás me imaginé. Fue lo más horrible y vil que puede pasarle a una mujer. Yo estaba en una reunión, invitada por mi cuñado, luego de amadrinar a su hijo. Ya era tarde y sentía mucho sueño. Tal vez había tomado licor en exceso y sentía pesadez en los ojos, pero era consciente de lo que hacía.
—Tal vez no era exceso —le dije—, sino que no estás acostumbrada al licor ni tampoco a quedarte hasta muy tarde sin dormir.
—No sé qué pudo haberme afectado, pero lo recuerdo todo con detalle. Recuerdo que cerré los ojos para despertar. Apreté los párpados para que el sueño se fuera y luego los abrí más de lo necesario. Caminé hasta una mesita que había en el centro del salón y me serví un poco de vino. Tomé la copa y dejé caer algunos hielos en su interior. Vi como los cristales entraban dando vueltas y lamentándose, como queriendo anunciar lo que pasaría aquella noche, tan fría como la copa misma. Los observé sin entenderles lo que querían decirme.
Ella se quedó en silencio. Yo esperé. Entonces continuó su relato:
—Bebí largos tragos. Miré al hijo de mi cuñado que estaba dormido en el sofá: lo vi angelical; más ahora, cuando acababa de recibir el Sacramento de la Confirmación. Mi cuñado bajó el volumen de la música anunciando el final de la fiesta. Yo me despedí de él y luego observé a mi alrededor: aún quedaban algunas personas, ebrias en su mayoría.
—¿Tu cuñado no te invitó a quedarte?
—Sí: mucho. Pero, a pesar de la insistencia de él, decidí irme. Miré mi copa: también la mayor parte de los hielos se habían ido, quedando sólo unos pequeños cristales con un poco de líquido que tendía a transparentarse. Levanté la copa, sonreí a los pocos invitados que todavía estaban, bebí el último trago y salí, dejando la copa sobre la mesa.
—…
—Empecé a bajar las escalas con pies dudosos de dar los pasos, casi desconectados del cerebro; y la cabeza dándome vueltas. Me apoyé en los pasamanos y bajé lentamente, como si una pierna tuviera que esperar a la otra antes de continuar su recorrido. Bajé así, escala por escala, hasta llegar a la puerta. Cuando salí a la calle caía una llovizna y me alivió sentir la caricia del viento. Entonces decidí tomarme un trago en la taberna de enfrente, que aún permanecía abierta. Al cruzar la vía, sentí la llovizna como un sinnúmero de arenas cayendo sobre mi cabeza que se derretían luego para mojar mi cabello, mis ropas, mi cuerpo todo. Entré a la taberna, pedí un trago y recuerdo que lo pagué antes de tomármelo. Mis párpados se cerraron.
—Era obvio que estabas cansada —le dije, y al punto me sentí ridículo con mis intervenciones. La dejé que continuara. Desde ese momento, no hablé más.
—De pronto escuché que me llamaban: “Rubia, Rubia”. Entreabrí los ojos. Era el mesero quien me llamaba: “Despierte que ya vamos a cerrar”. Entonces me levanté de la silla. Aunque apenas sí podía dar los pasos, empecé a dirigirme hacia mi casa. Cuando había caminado como unas dos cuadras, me abordaron dos hombres: “¿Para dónde va, perrita?” El que tomó la iniciativa fue “Luisito”, jefe de una de las bandas del barrio. Al reconocerlo le dije: “¿Qué me va a hacer? Usted me conoce. Voy para mi casa”. “Siga que la vamos a acompañar” —me respondió el maldito.
—…
—Obedecí. Tenía miedo, mucho miedo. Había sido un día de confirmaciones: Dios no podía abandonarme. “Estás muy borrachita, perra” —me dijo el otro—. “Mejor se queda callado” —le reprendió “Luisito” en voz baja— “No sea que nos identifique a todos” creo que fue lo que dijo.
—…
—Caminamos hasta un solar en la parte alta del barrio. Los arbustos habían crecido desparramados por toda el área del terreno. Hacia el centro se levantaba un frondoso árbol que hacía más sombrío el lugar. La oscuridad de la noche sin luna y la llovizna que no dejaba de caer, se hicieron cómplices de los hechos. De pronto, alcancé a ver la figura de cinco hombres contra una pared, protegiéndose de la lluvia, al fondo del solar. Al instante llegó a mi cerebro la terrible imagen de una amiga a la que, unos meses atrás, habían encontrado violada y asesinada. Aquella imagen se derritió por el interior de mi cuerpo hasta salirme por los poros, erizándome la piel.
—…
—El maldito me tomó por el brazo, a la altura del hombro, y me condujo hacia el interior del solar. La abundancia de arbustos nos dificultaba el paso. Trastabillando por sobre la maleza, avanzamos hasta el árbol, cuyas raíces se esparcían a ras de la tierra… se esparcían a ras de tierra… como largos y fantasmagóricos dedos. Los otros hombres rodearon el lugar. Yo apenas alcancé a decir: “no me haga daño, por favor”. ¡Qué ilusa fui! En respuesta, me rasgó bruscamente el vestido y me hizo acostar en el piso húmedo. Una humedad que se me fue acomodando dentro, que me llegó hasta el cerebro para quedarse allí, como un frío recuerdo.
—…
—De espaldas al piso me arrastré ayudada de los codos, pero al apoyarme en una de las raíces resbalé perdiendo el impulso, lo cual fue aprovechado por “Luisito” para tirárseme encima. Me aprisionó contra el piso y al instante sentí un duro ardor que se me introdujo, rasgando por dentro. Un hondo quejido salió de mi garganta. Instintivamente traté de bajarme a aquel hombre-animal de encima pero mi fuerza no me alcanzó. El frío cañón de un revólver se estrelló contra mi sien, al tiempo que escuché la orden: “No se haga la guapa, perra, que se lo exploto”.
—…
—Supe que estaba perdida. Sentí asco del cuerpo jadeante de aquel animal y de aquello que me entraba y me salía, me entraba y me salía hasta cuando llegó aquel maldito escupitajo que sentí, más que dentro de mi cuerpo, dentro de mi alma: porque fue el alma misma lo que se me violentó aquella noche. Entonces, apenas sí salido éste, llegó el otro hombre-animal, y se me tiró encima, y el ardor se me introdujo, y el quejido salió de mi garganta, y llegó el jadeo y luego el escupitajo maldito. Y así, llegaron los otros y se fueron: uno a uno…Y así, las rabias se me fueron acumulando: una a una. Contra cada uno de los que se me trepaban, contra cada uno de sus falos… hasta que se fue el último…
—…
—Quedé allí, tendida. Dolores muchos se me introducían, como si todavía estuvieran sus asquerosas vergas dentro de mí. Las nubes seguían derritiéndose, formando hilos transparentes que bajaban para mojar mi rostro y ocultar las lágrimas que salían de mis ojos, cerrados por el dolor y la rabia. No había querido abrirlos. No había querido que ellos, mis ojos rabiosos, se encontraran con otros llenos de ansia, de deseo, de sadismo. Sentía odio, mucho odio. Por aquellos hombres. Por todo lo masculino. Por todos los hombres. Por su sexo.
—…
—Giré la cabeza y entreabrí los ojos para dejar entrar apenas un hilo de luz. Llegó hasta ellos la imagen de la torre de la iglesia. Allí, en aquel templo, había estado escasas doce horas antes orando por mi bienestar y por el de los jóvenes que eran confirmados ese día. Odié entonces también a Dios, porque Él no debió permitir semejante infamia. Me levanté con dificultad. Sentía como brasas penetrándome por la vagina, y los tallones de las raíces en mi espalda los sentía como latigazos. Me acomodé los trapos rasgados que quedaban de mi vestido y corrí lo que me faltaba para llegar hasta mi casa. Abrí la puerta y entré. Tiré a la caneca de la basura los trapos rasgados que quedaban de mis ropas. Los interiores también. Entré al cuarto de baño, abrí la ducha y dejé que el agua bajara hasta mi cuerpo y que lamiera mi piel y que lavara aquella asquerosidad pegajosa que se resistía a irse. Cuando me sentí limpia fui hasta mi cama y me tiré en ella a pensar y repensar, hasta decidirlo: lo diría todo. Detalle tras detalle.
—…
—Así lo hice: cuando amaneció fui a la policía y lo conté todo. Luego regresé a mi casa y me encerré. Quince días duró mi encierro. No volví a hablar. Estuve quince días mordiéndome la rabia. Una mañana alguien tocó a mi puerta. Durante esos días no había vuelto a responder al teléfono, ni a abrirle a nadie. Tampoco en esa oportunidad lo hice. Me quedé mirando hacia la puerta hasta ver un sobre que se deslizaba por debajo. Un temblor se apoderó de mí: no era normal que alguien me escribiera. Hacía tiempo que nada sabía de mis pocos amigos. Te confieso que, por un momento, sentí un alivio al pensar que aquella carta era tuya.
—Yo estaba viviendo mis propias adversidades… pero me aliviaba pensando en vos.
La Rubia trató de sonreír, pero su esfuerzo apenas le dio para una contorsión del rostro. De nuevo me sentí ridículo. Ella continuó:
—Tomé el sobre y leí el remitente: era de la Inspección de Policía. Lo abrí: querían que me presentara a un reconocimiento. Al día siguiente, muy temprano, me encontré sentada frente a un ventanal semitransparente. A mi lado el Inspector de policía daba órdenes a través de un micrófono: “Que pase el primer grupo”, dijo el Inspector. Un grupo de cinco hombres entró en fila al salón contiguo al que estábamos. Ellos se pararon frente a nosotros. Como yo estaba muy asustada por la posibilidad de que ellos me fueran a identificar miré al inspector, inquieta. Este me dijo:
“Tranquila, no pueden vernos: ¿reconoce a alguno de ellos?”. Recuerdo que moví la cabeza, negativamente. “El siguiente grupo”, ordenó el Inspector. Entraron otros cinco. Un aterrador escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Las imágenes de lo ocurrido aquella noche llegaron hasta mi mente, en tumulto, atropelladoras: el hombre tirándoseme encima, el ardor que me penetraba rasgando, el frío revólver en la sien, el jadeo, el escupitajo.
“¿Qué pasa?”, me preguntó el Inspector. “¿Reconoce a alguno de ellos?”
“Sí: el de camisa azul” —le dije— “Él es...”
—No dije más. No pude decir más.
Cuando la Rubia terminó de contarme aquella infamia se retiró, sollozando, y fue hasta su cuarto para tenderse en la cama. Yo la seguí: indeciso, entré tras ella, pero me quedé ahí, parado junto a la puerta. La había escuchado, tragándome las rabias. Quise hablar, maldecir, pero tenía algo en la garganta que me lo impedía o, por lo menos, que me impedía hablar largamente. Sólo tres palabras se me escurrieron, apenas moviendo los labios: “¡Hijos de putas!”, dije, y apreté los dientes.
Por mucho rato quedamos en silencio. Yo había avanzado hasta su cama y me senté a su lado, sin dejar de mirarla al rostro. Ella acostada, con los ojos cerrados y mordiéndose los labios, como evitando el llanto. Metida en ella. Luego dijo:
—Aún sigo pagando no sé qué. Todavía no me he repletado de rabias y creo que hasta cuando no termine de acumularlas a ellas, a las rabias todas, no podré liberarme de su carga. Sólo en ese después empezaré de nuevo a ser yo.
—Me duele verte así, sin la sonrisa que antes te iluminaba. Y tus ojos, antes contadores de alegrías, ahora veo que quieren contar pesares. ¡Cuánto quisiera ayudarte a aliviar tu melancolía!
—No soy la misma. No podré ser la misma. ¿Qué es lo que estoy pagando?
—No creo que estés pagando algo. Mejor pienso en lo contrario: estás aquí, ahora, porque tienes mucho por hacer. Y si no empiezas a hacerlo ya, también a partir de este momento vas a irte muriendo. La muerte es ausencia de deseos, de metas y, por el contrario, las metas nos dan la fuerza para seguir viviendo. Tú, a menos que quieras morir, no debes seguir viviendo con esa carga.
—Me duele mucho —dijo ella— haber sido abandonada allí por mi Dios.
—No creo que tu Dios, como dices, te haya abandonado. Si existe, no pudo haberlo hecho —le dije.
Luego le hablé de los posibles “errores” cometidos al ignorar el riesgo que corría, desplazándose sola por aquel lugar en horas nocturnas. Quería que dejara de condolerse a sí misma. Decidí persuadirla para que afrontara la situación como un hecho irreversible. Para que se perdonara, en caso de considerarse también culpable. Entonces le dije:
—Habla de ello siempre que puedas. Eso podría ser el inicio de tu curación.
—Tengo miedo, tengo mucho miedo —me dijo.
Yo la abracé y entonces la sentí trémula, fría, sin fuerzas…
Al cabo de un rato me dijo que la dejara sola. Entonces yo salí a caminar. Simplemente a caminar.