Ilustración: Maribel Flórez
Regalo de cumpleaños
Lo que hizo lo hizo muy despacio, después de haberlo planeado con todo detalle: primero fue hasta el mercado y escogió una botella de vino chileno, que era el que creía de mejor marca. Sintió que era la compra más justificada de las que había hecho en su vida. Después pasó a escoger unas flores: “estas son las más de su gusto”, pensó al observar un conjunto de rosas blancas empaquetadas con un papel celofán rojizo. Le pareció que era el ramo de flores más primoroso de todos los que había allí.
Fue hasta la caja registradora, pagó el vino y las flores, y se fue caminando, despacio, hasta su apartamento.
Cuando llegó, también la noche había llegado. Sin embargo, esto hacía parte del plan. Caminó hasta su habitación y puso la botella de vino sobre una mesita en la que había, además, un almanaque en el que estaba resaltada la fecha de ese día. Fue a la cocina, sin encender las luces, tomó dos copas y regresó a la habitación. Luego, encendió las tres velas de un candelabro de piso que decoraba el lugar y dispuso un espejo de cuerpo entero frente a su cama. Sirvió vino en las dos copas, sorbió un poco de una de ellas y luego dio media vuelta para ubicarse en posición contraria, frente al lugar en donde estaba. Saboreó el vino de la otra copa y sonrió, como recordaba que él lo hacía. Llevó esta copa a la mesita y, conservando la primera en la mano, se puso frente al espejo. La refulgencia del cristal emitía unos visitos luminosos que se movían conforme se movían también las llamas de las velas. Deslizó la copa, muy despacio, desde los labios hacia el mentón y siguió, rozando el cuello, hasta el sitio en donde su vestido tendía a abrirse por acción de los senos aprisionados. Liberó el botón que estaba justo en medio de sus pechos y las telas del vestido resbalaron hasta dejar ver, simétricamente, un par de medialunas correspondientes a sendas porciones de aréolas. Dejó la copa sobre la mesita y cruzó las manos para acariciarse los senos por entre el vestido que se resistía a dejar de cubrirlos. Hizo algunos movimientos circulares con las yemas de los dedos índices alrededor de las aréolas, hasta palpar que se levantaban los pezones y le alegró sentirlos así, erectos. Luego deslizó las palmas de las manos, todavía puestas en cruz, hacia los hombros, haciendo que la tela del vestido se enredara en el espacio comprendido entre los dedos pulgares e índices. Movió los hombros en forma circular y alternada, de tal manera que el vestido sedoso se fue resbalando. Sacó los brazos de las mangas y la prenda cayó al piso dejando al descubierto su cuerpo, en cuyos detalles hacía tiempo que no se fijaba. Acarició su vientre y luego sus partes íntimas, primero por sobre los interiores y después introduciendo las manos para sentir el contacto piel a piel. Terminó de desnudarse y miró su pubis, reflejado en el espejo. Lo acarició, enredando los vellos por entre sus dedos, como recordaba que él lo hacía, y luego llevó los dedos hasta los labios de la vagina, que estaba húmeda. Se extendió en la cama, cuan larga era, y continuó con las caricias y movimientos y pensamientos puestos en aquel día de un año atrás. Estuvo rato ocupada en esto y por un momento pensó que no iba a poder llegar hasta el final. Pero de pronto, sus movimientos empezaron a hacerse cada vez más involuntarios hasta sentir que su cuerpo convulsionaba, como sacudido por un gran temblor de tierra.
Luego se fue relajando y no supo más de ella hasta cuando unas líneas de luz entraron paralelas a través de la persiana. Al ver que ya había amanecido, se levantó con ligereza y no tardó mucho en estar dispuesta para salir. “Se lo diré todo”, pensó. “Sí: le diré cuanto he sufrido en estos meses y le hablaré también de la falta que me hace. De lo difícil que ha sido para mí estar sin él. Sé que me escuchará. Pero… ¿para qué hablarle de todo esto? Mejor será no atormentarlo. Le hablaré… le hablaré de su cumpleaños. Sólo eso: iré a desearle felicidades en su día y mejor que no se entere de mi desdicha, al menos por boca mía”.
Con la decisión tomada, la mujer cogió el ramo de rosas blancas y salió con paso ligero. Pensó que le haría bien la caminada y por ello no se detuvo a esperar un taxi. Caminó mucho, sin cansarse, queriendo llegar rápido, pero por sus propios medios. Finalmente, al llegar donde él, se detuvo. Estaba transida. “Hola”, le dijo. Hubo un silencio. “Vine… vine a decirte algo: ¿te acuerdas de hace un año, en tu cumpleaños? En ese día estuve pensando en un regalo para ti, que nadie más pudiera darte. Entonces… entonces fue cuando lo decidí: decidí darme. Me entregué a ti, completa, porque nadie más que yo podría entregarme. Y hoy… hoy vine a decirte que anoche, otra vez, hice el amor contigo. Te sentí penetrándome, como queriendo introducirte en mí. ¿Y sabes por qué? Porque todavía sigo prendada a ti. Ah, mira: te traje estas flores. Rosas blancas, como te gustan”. Después de decirle todo esto, la mujer se inclinó para dejar las flores sobre la tumba.
Fue hasta la caja registradora, pagó el vino y las flores, y se fue caminando, despacio, hasta su apartamento.
Cuando llegó, también la noche había llegado. Sin embargo, esto hacía parte del plan. Caminó hasta su habitación y puso la botella de vino sobre una mesita en la que había, además, un almanaque en el que estaba resaltada la fecha de ese día. Fue a la cocina, sin encender las luces, tomó dos copas y regresó a la habitación. Luego, encendió las tres velas de un candelabro de piso que decoraba el lugar y dispuso un espejo de cuerpo entero frente a su cama. Sirvió vino en las dos copas, sorbió un poco de una de ellas y luego dio media vuelta para ubicarse en posición contraria, frente al lugar en donde estaba. Saboreó el vino de la otra copa y sonrió, como recordaba que él lo hacía. Llevó esta copa a la mesita y, conservando la primera en la mano, se puso frente al espejo. La refulgencia del cristal emitía unos visitos luminosos que se movían conforme se movían también las llamas de las velas. Deslizó la copa, muy despacio, desde los labios hacia el mentón y siguió, rozando el cuello, hasta el sitio en donde su vestido tendía a abrirse por acción de los senos aprisionados. Liberó el botón que estaba justo en medio de sus pechos y las telas del vestido resbalaron hasta dejar ver, simétricamente, un par de medialunas correspondientes a sendas porciones de aréolas. Dejó la copa sobre la mesita y cruzó las manos para acariciarse los senos por entre el vestido que se resistía a dejar de cubrirlos. Hizo algunos movimientos circulares con las yemas de los dedos índices alrededor de las aréolas, hasta palpar que se levantaban los pezones y le alegró sentirlos así, erectos. Luego deslizó las palmas de las manos, todavía puestas en cruz, hacia los hombros, haciendo que la tela del vestido se enredara en el espacio comprendido entre los dedos pulgares e índices. Movió los hombros en forma circular y alternada, de tal manera que el vestido sedoso se fue resbalando. Sacó los brazos de las mangas y la prenda cayó al piso dejando al descubierto su cuerpo, en cuyos detalles hacía tiempo que no se fijaba. Acarició su vientre y luego sus partes íntimas, primero por sobre los interiores y después introduciendo las manos para sentir el contacto piel a piel. Terminó de desnudarse y miró su pubis, reflejado en el espejo. Lo acarició, enredando los vellos por entre sus dedos, como recordaba que él lo hacía, y luego llevó los dedos hasta los labios de la vagina, que estaba húmeda. Se extendió en la cama, cuan larga era, y continuó con las caricias y movimientos y pensamientos puestos en aquel día de un año atrás. Estuvo rato ocupada en esto y por un momento pensó que no iba a poder llegar hasta el final. Pero de pronto, sus movimientos empezaron a hacerse cada vez más involuntarios hasta sentir que su cuerpo convulsionaba, como sacudido por un gran temblor de tierra.
Luego se fue relajando y no supo más de ella hasta cuando unas líneas de luz entraron paralelas a través de la persiana. Al ver que ya había amanecido, se levantó con ligereza y no tardó mucho en estar dispuesta para salir. “Se lo diré todo”, pensó. “Sí: le diré cuanto he sufrido en estos meses y le hablaré también de la falta que me hace. De lo difícil que ha sido para mí estar sin él. Sé que me escuchará. Pero… ¿para qué hablarle de todo esto? Mejor será no atormentarlo. Le hablaré… le hablaré de su cumpleaños. Sólo eso: iré a desearle felicidades en su día y mejor que no se entere de mi desdicha, al menos por boca mía”.
Con la decisión tomada, la mujer cogió el ramo de rosas blancas y salió con paso ligero. Pensó que le haría bien la caminada y por ello no se detuvo a esperar un taxi. Caminó mucho, sin cansarse, queriendo llegar rápido, pero por sus propios medios. Finalmente, al llegar donde él, se detuvo. Estaba transida. “Hola”, le dijo. Hubo un silencio. “Vine… vine a decirte algo: ¿te acuerdas de hace un año, en tu cumpleaños? En ese día estuve pensando en un regalo para ti, que nadie más pudiera darte. Entonces… entonces fue cuando lo decidí: decidí darme. Me entregué a ti, completa, porque nadie más que yo podría entregarme. Y hoy… hoy vine a decirte que anoche, otra vez, hice el amor contigo. Te sentí penetrándome, como queriendo introducirte en mí. ¿Y sabes por qué? Porque todavía sigo prendada a ti. Ah, mira: te traje estas flores. Rosas blancas, como te gustan”. Después de decirle todo esto, la mujer se inclinó para dejar las flores sobre la tumba.