Ilustración: Hernán Marín
“Si una arepa hay, la dividimos para todos”
Pareciera que estas palabras las hubiera pronunciado la madre, protagonista de Las uvas de la ira, la preciosa novela de John Steinbeck*: “—No sé que hacer —decía la madre, con desconsuelo—. Tengo que dar de comer a la familia. ¿Qué voy a hacer con éstos?”
“Éstos” eran otros niños, ajenos a ellos, que estaban en un campamento de refugiados en el que también se encontraba la madre con su grupo familiar. Estos niños, hambrientos, miraban cómo ella repartía los alimentos a los suyos. Steinbeck lo relata así: “Los niños no apartaban la mirada de ella. Sus ojos iban mecánicamente de la olla al plato de latón que sostenía en la mano. Sus ojos seguían a la cuchara desde la olla al plato, y cuando ella pasó al tío John el plato humeante, los ojos siguieron al plato. El tío John metió la cuchara en el estofado y los ojos se alzaron con la cuchara. El tío John se echó a la boca un pedazo de patata y los ansiosos ojos se posaron en su cara, esperando ver cómo reaccionaba. ¿Estará buena? ¿Le gustará?”*
Esto es lo que, a toda costa, evitan las abuelas, que también son madres: el hambre. Esa era parte de la filosofía de Rosita. En ese sentido, ella era “medio” comunista dentro de su grupo familiar. Así fue como enfrentó sus días difíciles: pegando botones a camisas de otros para conseguir la “arepa” de la que todos habrían de comer. Usaba el término con el que se nombra uno de los alimentos típicos de Antioquia, para designar todo cuanto sirviera al gusto o al sustento.
Yo la ví partir esa “arepa”, bien que fuera alimento básico o meragolosina. Como dicen por ahí: “todos en la cama o todos en el suelo”. Por eso también se llenaba de orgullo siempre al decir que a sus hijos nunca les faltó, por lo menos, el “aguadepanela” para irse a estudiar. Para muchas familias esa “aguadepanela” es el mero “pan de cada día”, es “la arepa bajo el brazo” con la que, se supone, nacen los niños antioqueños. Esa es otra de las virtudes de las abuelas, de las madres: evitar el hambre en los hijos a toda costa. Haya lo que haya, por poco que sea, no hay quién se quede sin su ración, sobre todo si es de la familia. Su “comunismo” se queda encerrado en su grupo familiar. “Si una arepa hay, la dividimos para todos”: no era necesario que Rosita lo dijera. Todos fuimos testigos de ello.
*Steinbeck, John. Las uvas de la ira. Tomo 2. Bogotá: Casa Editorial El Tiempo, 2004. p.32
“Éstos” eran otros niños, ajenos a ellos, que estaban en un campamento de refugiados en el que también se encontraba la madre con su grupo familiar. Estos niños, hambrientos, miraban cómo ella repartía los alimentos a los suyos. Steinbeck lo relata así: “Los niños no apartaban la mirada de ella. Sus ojos iban mecánicamente de la olla al plato de latón que sostenía en la mano. Sus ojos seguían a la cuchara desde la olla al plato, y cuando ella pasó al tío John el plato humeante, los ojos siguieron al plato. El tío John metió la cuchara en el estofado y los ojos se alzaron con la cuchara. El tío John se echó a la boca un pedazo de patata y los ansiosos ojos se posaron en su cara, esperando ver cómo reaccionaba. ¿Estará buena? ¿Le gustará?”*
Esto es lo que, a toda costa, evitan las abuelas, que también son madres: el hambre. Esa era parte de la filosofía de Rosita. En ese sentido, ella era “medio” comunista dentro de su grupo familiar. Así fue como enfrentó sus días difíciles: pegando botones a camisas de otros para conseguir la “arepa” de la que todos habrían de comer. Usaba el término con el que se nombra uno de los alimentos típicos de Antioquia, para designar todo cuanto sirviera al gusto o al sustento.
Yo la ví partir esa “arepa”, bien que fuera alimento básico o meragolosina. Como dicen por ahí: “todos en la cama o todos en el suelo”. Por eso también se llenaba de orgullo siempre al decir que a sus hijos nunca les faltó, por lo menos, el “aguadepanela” para irse a estudiar. Para muchas familias esa “aguadepanela” es el mero “pan de cada día”, es “la arepa bajo el brazo” con la que, se supone, nacen los niños antioqueños. Esa es otra de las virtudes de las abuelas, de las madres: evitar el hambre en los hijos a toda costa. Haya lo que haya, por poco que sea, no hay quién se quede sin su ración, sobre todo si es de la familia. Su “comunismo” se queda encerrado en su grupo familiar. “Si una arepa hay, la dividimos para todos”: no era necesario que Rosita lo dijera. Todos fuimos testigos de ello.
*Steinbeck, John. Las uvas de la ira. Tomo 2. Bogotá: Casa Editorial El Tiempo, 2004. p.32