Ilustración: Miguel Torres
El espacio
Capítulo 8
Capítulo 8
Uno de los problemas mayores que tiene el novelista al presentar los hechos de sus personajes es la credibilidad de los mismos. La vida no requiere ser lógica, ni requiere de apoyos que la corroboren. Pero la novela sí.
Para lograr la credibilidad de los hechos hay toda una técnica profusa. El logro estará en que el lector no perciba la técnica, pero que sienta el influjo. (Escobar Velásquez, 2001: 318).
Uno de los apoyos que sostiene la narración de las acciones de los personajes es, sin duda, la descripción de los espacios en los que aquellos se mueven. Es decir, la narración, que se ocupa de las acciones, requiere necesariamente de un espacio en el que se desarrolle; un espacio dotado de un moblaje que ha de ser descrito para que aquellas puedan tener sentido. No sería posible entonces narrar sin describir, como sí puede hacerse lo contrario: así describe Escobar Velásquez el espacio que ocupa la plaza principal del pueblo en el que se desarrollan los hechos de Tierra de cementerio: “En los domingos la plaza se llenaba de bultos y de toldos y de bueyes y de mulas y de montañeros” (p. 129). Luego, en esa plaza, irán a narrarse innumerables acciones en las que basta con nombrar brevemente el toldo, o el bulto, o la presencia de montañeros, o, incluso, la soledad de la plaza, aún en día domingo, en complicidad con la posible acción violenta que va a ser narrada. Luego, nadie vio al asesino, aunque todos los postigos estén entreabiertos.
La descripción entonces se ocupa de los espacios, como la narración de las acciones. Espacios, acciones, personajes se requieren mutuamente, se relacionan, se confunden. "El espacio, lo mismo real que imaginario, se asocia e incluso se integra a los personajes; del mismo modo se confunde con la acción o el discurrir temporal" (Malraux, (s.f.) [citado por Bourneuf (1989: 123)]).
Y, por otro lado, la palabra puesta al servicio de la descripción, tiene el poder de crear la ilusión de la presencia de lo ausente, la ilusión de realidad. El poder de la palabra es tal que con ella pueden mostrarse las cosas que no se tienen a la vista. El mundo de la novela es un mundo que ha sido creado por el novelista, quien se esfuerza en el manejo de la palabra para que su narración sea creíble. El lector sabe que no es verdad, que lo que va a leer es mera ficción, pero se deja seducir por esta ilusión de realidad quizá porque también sabe, lo mismo que el escritor, que "la única obligación que de antemano podemos imponer a una novela, sin exponernos a la acusación de arbitrariedad, es que sea interesante" (James, H., 1993 [citado por Brizuela y Russo (p. 35)]). O quizá también esta seducción sea posible porque la forma discursiva del relato tiene sentido en tanto que guarda concordancia o, por el contrario, discordancia con la “realidad”. Lo creíble entonces no radica en el hecho de que la narración sea un reflejo fiel de la realidad sino en la inteligibilidad de la misma. El lector se adentra en la novela en busca del mundo que, sabe él, ha sido creado por el novelista.
Así, por ejemplo, el mundo creado por Juan Rulfo (1985) en Pedro Páramo es una ilusión de anti realidad que el lector asume como creíble, gracias al contrato de inteligibilidad implícito entre éste y el novelista. Son estos textos, como el que se transcribe a continuación, de los que se dice que deben leerse como si se hubieran soñado:
Nadie podría cuestionar la concordancia del espacio descrito por Juan Rulfo con la realidad, así como discordante con ésta es la acción narrada. Sin embargo, tampoco podría cuestionarse su inteligibilidad. Y esto, quizá, porque el diálogo sostenido entre el hijo de Pedro Páramo (un hombre vivo) y Damiana (una mujer muerta), se desarrolla en un espacio del cual el lector logra una clara representación. De todas maneras, la discordancia de un texto con la realidad implica el riesgo de no ser aceptado por el lector. Es un riesgo que corre el escritor a sabiendas de que, como lo dijera Henry James (1993) en El arte de la ficción: "La única razón de ser de una novela reside es su intento de representar la vida. Si abjura de tal intento, el mismo que vemos realizado en la tela de un pintor, el novelista llega a un desfiladero muy extraño". (James, H. 1993 [citado por Brizuela y Russo (p. 33)]).
Ahora bien, puesto que el espacio en la novela, a diferencia de la pintura, no puede ser mostrado a plenitud, el escritor guía al lector con descripciones sucesivas con las que va “pintando”, como con pincelazos, aquellos espacios por los que se mueven sus personajes. El reto para el escritor está en llegar a representar, a hacer visible, a mostrar aquello que no se ve. Su única herramienta son las palabras que, cual espejos, reflejan lo que está más allá. Es el poder de la descripción, que hace ver. Es lo que hace Borges (1978) en Emma Zunz: “El hombre la condujo a una puerta y después a un turbio zaguán y después a una escalera tortuosa y después a un vestíbulo (en el que había una vidriera con losanges idénticos a los de la casa en Lanús) y después a un pasillo y después a una puerta que se cerró” (p. 566). Tal como Borges, Escobar Velásquez describe de manera similar, en Cucarachita Nadie, los espacios por donde se mueven sus personajes en los que se realizará la acción. Aún la tan aparentemente nimia de raspar un fósforo, pero que tiene el importante propósito de mostrarle al lector todo cuanto se escuchaba en aquel lugar:
Hay en todos estos espacios una especie de complicidad con los personajes. Tanto en el pasaje de Pedro Páramo como en el de Emma Zunz y en el de Cucarachita Nadie, el espacio se identifica con el personaje: “las calles vacías” y “las ventanas de las casas abiertas al cielo”, pintadas por Juan Rulfo para describir el espacio en el que se encuentra el hijo de Pedro Páramo con Damiana, así como el zaguán, el pasillo y las puertas que se abren y vuelven a cerrarse que igual pinta Borges para describir el espacio por el que se desplaza Emma con aquel hombre, lo mismo que el hotelucho en el que atiende Cucarachita Nadie al tipo “urgido de sus glándulas al rebose”, son como un complemento directo del personaje, algo que se continúa con él. Del mismo modo, en referencia a las novelas que tienen un carácter sentimental o romántico, la tarde enlutada y la tempestad que se desata es un anuncio cómplice con algún desastre que habrá de ocurrir.
Queda pues dicho que el espacio en el que se mueven los personajes debe ser descrito para que la acción desarrollada pueda adquirir sentido. Y esto es algo con lo que todos los escritores mantienen, explícita o implícitamente, un común acuerdo. En Un hombre llamado Todero, el narrador describe una habitación larga, cuidándose de poner tan solo “un banco y una mesita” en el centro, para que la abundancia de objetos no fuera a estropear la acción que va a ser narrada más adelante, para cuyo desarrollo está el espacio central del salón:
Ahora sí, con el adecuado espacio descrito, unas páginas más adelante llega la acción que ha de ocupar el centro del salón: Milena llama a la puerta de Todero, éste la hace entrar y, luego de un corto diálogo en el que se hace palpable la soledad en la que ella se encuentra, ésta le habla con sinceridad: “Voy a seducirte”. “Magnífico”, dice Todero, y va por una botella de brandy. Entonces Milena le pide que traiga una radio: “Todero la trajo. Ella sintonizó una emisora de FM, y se fue al centro del salón. Apartó un banco y una mesita con perendengues, y tornó para sorber el brandy. Le dijo, yéndose al centro del salón: ‘voy a striptisiar’…” (p. 41).
Otro asunto es la manera como se lleve a cabo esta descripción: detalle por detalle hasta hacer conocer lo desconocido, o tan brevemente como con la unidad mínima del lenguaje, con sólo una palabra, como es el caso del nombre, común o propio, cuando se trata de un objeto, persona o lugar bien conocidos. La palabra taza o computadora se explica por sí sola. Así mismo, también es suficiente con mencionar las palabras New York, por ejemplo, para hacer presente la ciudad ausente. A pesar de su brevedad, en estos casos también está representado el espacio.
Para lograr la credibilidad de los hechos hay toda una técnica profusa. El logro estará en que el lector no perciba la técnica, pero que sienta el influjo. (Escobar Velásquez, 2001: 318).
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Uno de los apoyos que sostiene la narración de las acciones de los personajes es, sin duda, la descripción de los espacios en los que aquellos se mueven. Es decir, la narración, que se ocupa de las acciones, requiere necesariamente de un espacio en el que se desarrolle; un espacio dotado de un moblaje que ha de ser descrito para que aquellas puedan tener sentido. No sería posible entonces narrar sin describir, como sí puede hacerse lo contrario: así describe Escobar Velásquez el espacio que ocupa la plaza principal del pueblo en el que se desarrollan los hechos de Tierra de cementerio: “En los domingos la plaza se llenaba de bultos y de toldos y de bueyes y de mulas y de montañeros” (p. 129). Luego, en esa plaza, irán a narrarse innumerables acciones en las que basta con nombrar brevemente el toldo, o el bulto, o la presencia de montañeros, o, incluso, la soledad de la plaza, aún en día domingo, en complicidad con la posible acción violenta que va a ser narrada. Luego, nadie vio al asesino, aunque todos los postigos estén entreabiertos.
La descripción entonces se ocupa de los espacios, como la narración de las acciones. Espacios, acciones, personajes se requieren mutuamente, se relacionan, se confunden. "El espacio, lo mismo real que imaginario, se asocia e incluso se integra a los personajes; del mismo modo se confunde con la acción o el discurrir temporal" (Malraux, (s.f.) [citado por Bourneuf (1989: 123)]).
Y, por otro lado, la palabra puesta al servicio de la descripción, tiene el poder de crear la ilusión de la presencia de lo ausente, la ilusión de realidad. El poder de la palabra es tal que con ella pueden mostrarse las cosas que no se tienen a la vista. El mundo de la novela es un mundo que ha sido creado por el novelista, quien se esfuerza en el manejo de la palabra para que su narración sea creíble. El lector sabe que no es verdad, que lo que va a leer es mera ficción, pero se deja seducir por esta ilusión de realidad quizá porque también sabe, lo mismo que el escritor, que "la única obligación que de antemano podemos imponer a una novela, sin exponernos a la acusación de arbitrariedad, es que sea interesante" (James, H., 1993 [citado por Brizuela y Russo (p. 35)]). O quizá también esta seducción sea posible porque la forma discursiva del relato tiene sentido en tanto que guarda concordancia o, por el contrario, discordancia con la “realidad”. Lo creíble entonces no radica en el hecho de que la narración sea un reflejo fiel de la realidad sino en la inteligibilidad de la misma. El lector se adentra en la novela en busca del mundo que, sabe él, ha sido creado por el novelista.
Así, por ejemplo, el mundo creado por Juan Rulfo (1985) en Pedro Páramo es una ilusión de anti realidad que el lector asume como creíble, gracias al contrato de inteligibilidad implícito entre éste y el novelista. Son estos textos, como el que se transcribe a continuación, de los que se dice que deben leerse como si se hubieran soñado:
—…¿De modo que murió?
—Sí. Quizá usted debió saberlo.
—¿Y por qué iba a saberlo? Hace muchos años que no sé nada.
—Entonces ¿cómo es que dio usted conmigo?
—…
—¿Está usted viva, Damiana? ¡Dígame, Damiana!
Y me encontré de pronto solo en aquellas calles vacías. Las ventanas de las casas abiertas al cielo, dejando asomar las varas correosas de la yerba. Bardas descarapeladas que enseñaban sus adobes revenidos.
—¡Damiana! —grité—. ¡Damiana Cisneros!
Me respondió el eco: “…ana… neros…! ¡…ana… neros…!” (p. 37).
Nadie podría cuestionar la concordancia del espacio descrito por Juan Rulfo con la realidad, así como discordante con ésta es la acción narrada. Sin embargo, tampoco podría cuestionarse su inteligibilidad. Y esto, quizá, porque el diálogo sostenido entre el hijo de Pedro Páramo (un hombre vivo) y Damiana (una mujer muerta), se desarrolla en un espacio del cual el lector logra una clara representación. De todas maneras, la discordancia de un texto con la realidad implica el riesgo de no ser aceptado por el lector. Es un riesgo que corre el escritor a sabiendas de que, como lo dijera Henry James (1993) en El arte de la ficción: "La única razón de ser de una novela reside es su intento de representar la vida. Si abjura de tal intento, el mismo que vemos realizado en la tela de un pintor, el novelista llega a un desfiladero muy extraño". (James, H. 1993 [citado por Brizuela y Russo (p. 33)]).
Ahora bien, puesto que el espacio en la novela, a diferencia de la pintura, no puede ser mostrado a plenitud, el escritor guía al lector con descripciones sucesivas con las que va “pintando”, como con pincelazos, aquellos espacios por los que se mueven sus personajes. El reto para el escritor está en llegar a representar, a hacer visible, a mostrar aquello que no se ve. Su única herramienta son las palabras que, cual espejos, reflejan lo que está más allá. Es el poder de la descripción, que hace ver. Es lo que hace Borges (1978) en Emma Zunz: “El hombre la condujo a una puerta y después a un turbio zaguán y después a una escalera tortuosa y después a un vestíbulo (en el que había una vidriera con losanges idénticos a los de la casa en Lanús) y después a un pasillo y después a una puerta que se cerró” (p. 566). Tal como Borges, Escobar Velásquez describe de manera similar, en Cucarachita Nadie, los espacios por donde se mueven sus personajes en los que se realizará la acción. Aún la tan aparentemente nimia de raspar un fósforo, pero que tiene el importante propósito de mostrarle al lector todo cuanto se escuchaba en aquel lugar:
Caminó hasta la puerta de los pisos de arriba. La primera planta estaba ocupada por almacenes, y en el interior por depósitos. Todo el segundo y el tercero estaban adecuados para cuartos minúsculos, partidos de habitaciones mayores. Habían puesto canceles de madera delgada, y sobre ellos cartones. Los canceles no llegaban hasta el techo, y no era raro que a veces, parándose sobre la cama, alguno mirara para otro cuarto. Además, se sentía cuanto ocurría en los habitáculos vecinos: desde el crujido del lecho, que no era sólido, hasta el raspar de un fósforo (p. 43).
Hay en todos estos espacios una especie de complicidad con los personajes. Tanto en el pasaje de Pedro Páramo como en el de Emma Zunz y en el de Cucarachita Nadie, el espacio se identifica con el personaje: “las calles vacías” y “las ventanas de las casas abiertas al cielo”, pintadas por Juan Rulfo para describir el espacio en el que se encuentra el hijo de Pedro Páramo con Damiana, así como el zaguán, el pasillo y las puertas que se abren y vuelven a cerrarse que igual pinta Borges para describir el espacio por el que se desplaza Emma con aquel hombre, lo mismo que el hotelucho en el que atiende Cucarachita Nadie al tipo “urgido de sus glándulas al rebose”, son como un complemento directo del personaje, algo que se continúa con él. Del mismo modo, en referencia a las novelas que tienen un carácter sentimental o romántico, la tarde enlutada y la tempestad que se desata es un anuncio cómplice con algún desastre que habrá de ocurrir.
Queda pues dicho que el espacio en el que se mueven los personajes debe ser descrito para que la acción desarrollada pueda adquirir sentido. Y esto es algo con lo que todos los escritores mantienen, explícita o implícitamente, un común acuerdo. En Un hombre llamado Todero, el narrador describe una habitación larga, cuidándose de poner tan solo “un banco y una mesita” en el centro, para que la abundancia de objetos no fuera a estropear la acción que va a ser narrada más adelante, para cuyo desarrollo está el espacio central del salón:
La vivienda no era otra cosa que una pieza larga, sin divisiones. A un extremo se veía el taller, con la pared llena de herramientas suspendidas de clavos. Al otro lado un anaquel grande y rústico lleno de libros, y a un lado la cama, con toldo antimosquito (sic) como dosel. Pocos muebles. A un lado la cocina, con un infiernillo de petróleo (p. 35).
Ahora sí, con el adecuado espacio descrito, unas páginas más adelante llega la acción que ha de ocupar el centro del salón: Milena llama a la puerta de Todero, éste la hace entrar y, luego de un corto diálogo en el que se hace palpable la soledad en la que ella se encuentra, ésta le habla con sinceridad: “Voy a seducirte”. “Magnífico”, dice Todero, y va por una botella de brandy. Entonces Milena le pide que traiga una radio: “Todero la trajo. Ella sintonizó una emisora de FM, y se fue al centro del salón. Apartó un banco y una mesita con perendengues, y tornó para sorber el brandy. Le dijo, yéndose al centro del salón: ‘voy a striptisiar’…” (p. 41).
Otro asunto es la manera como se lleve a cabo esta descripción: detalle por detalle hasta hacer conocer lo desconocido, o tan brevemente como con la unidad mínima del lenguaje, con sólo una palabra, como es el caso del nombre, común o propio, cuando se trata de un objeto, persona o lugar bien conocidos. La palabra taza o computadora se explica por sí sola. Así mismo, también es suficiente con mencionar las palabras New York, por ejemplo, para hacer presente la ciudad ausente. A pesar de su brevedad, en estos casos también está representado el espacio.