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Cuando salí de Bello
A José Mapas, mi querido profesor de geografía.
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Yo perdí geografía colombiana cuando tenía como quince años de edad y cursaba, tal vez, tercer grado de bachillerato. Tenía un profesor al que le decíamos José Mapas porque podía situar en un mapa, con los ojos cerrados, cada lugar que nombrara. Él conocía a Colombia y al resto del mundo por estas herramientas, aunque no sé qué lugares pudo haber visitado realmente. Pero, cada vez que yo no podía responder por el sitio en donde quedaba tal o cual hoya hidrográfica, o el río al que ésta drenaba las aguas, o alguna de las cadenas montañosas, nevado o volcán del País, me decía: “Es que hay que salir de Bello”. Allí, en el municipio de Bello, fue en donde viví mi infancia y mi juventud y allí estudié y tenía mis amigos y después tuve mi novia, la misma que más tarde fue mi esposa.
La verdad es que José Mapas le decía lo mismo a todo aquel que no respondiera a su pregunta por algún lugar o que no supiera decir en qué sitio del País había, por ejemplo, estalactitas o estalagmitas. A ninguno de mis compañeros les importaba no haber salido de Bello a conocer cualquiera de las montañas, ríos o selvas colombianas que mencionaba José Mapas. Pero a mí se me iba metiendo en la cabeza la frasecita aquella. Sin importar en donde fuera a vivir más adelante, cuando estuviera más crecidito y pudiera hacerme cargo de mí mismo, a mí sí me interesaba salir para saber más, mucho más de lo que ya sabía de este territorio.
De la hidrografía del País yo conocía la quebrada La García, que pasaba cerca a mi casa; y de las formaciones montañosas, conocía el Cerro Quitasol, que se imponía como una gran muralla frente a cualquiera de las calles del barrio Playa Rica, en donde yo vivía. El mar lo había visto en alguna película y creía que todos los desiertos existían solamente en países muy exóticos en los que el único medio de transporte era el camello.
En cuanto al clima, sabía que teníamos tres: el templado, que era el propio; otro más frío, que sentí cuando estuve acampando en la cima del Cerro Quitasol; y uno más calientico, que era el de Vegachí, en donde mi papá tenía un sembrado de cacao, en un monte que era de su propiedad. Por eso, en cuanto a la agricultura del país, tenía bien sabido que se producía cacao y marihuana, no porque mi papá también la produjera sino porque muchos de mis amigos eran, como yo les decía y a ellos les causaba gracia, “mariguaneros”. Fueron ellos los que me contaron que estas plantas crecían hasta en el solar de sus casas. Aquel monte que tenía mi papá se llamaba “La esperanza” pero nosotros le decíamos, cariñosamente, “La finca”. Podría asegurar que, por esa época, casi ninguna de las personas que hacían parte de mi entorno social y familiar, conocían fincas con piscinas y yacusis y baños turcos. Esos lujos no nos eran comunes. Así que, cuando yo les hablaba a mis amigos de “La finca”, a ninguno de ellos se le ocurría pensar en esas extravagancias. La finca era eso y nada más: un monte al que nos gustaba ir, pero nada esperábamos de La esperanza por lo difícil que era entrar o salir de allá.
A veces, cuando José Mapas me decía que había que salir de Bello, me entraban ganas de decirle que yo sí había salido de Bello y hasta podría apostar a que él no conocía a Vegachí. Yo sí había ido hasta allá y sabía también de la flora y fauna colombianas. Tenía bien claro que en Vegachí se producía madera, de mala y de buena calidad. La primera la aserraba mi papá en su propio monte y la segunda la sacaba mi tío de contrabando porque, como era escasa, estaba prohibida su tala. Yo sabía también que esa zona del País era el hábitat de serpientes corales y mapanás, y estaba seguro de que José Mapas no las había visto. También podía asegurar que él no conocía a los osos perezosos ni a las gallinetas ni a las guaguas, cuya carne yo había saboreado, ni a los tigrillos, de los que yo conocía por lo menos la piel de uno que había en La finca, la cual mi papá tenía como trofeo por haber cazado al animal que se comió varias gallinas, que eran de la señora que le prestaba a él los servicios de cocinera y yo no sé de qué más.
Entonces yo sí sabía algo del país. También sabía, porque mi papá me lo contó cuando yo era un muchacho, que en Vegachí había brujas y que un día se le había aparecido una a él: me dijo que era negra, y entonces yo me imaginé la hermosa piel de la mujer chocoana; me contó que su cabello era crespo, largo y despeinado, y yo vi una hermosa cabellera ondeada por el viento; me dijo que era inmensamente grande, y yo pensé en una despampanante mujer de más de dos metros de altura; y me dijo también, pero en voz baja, que como ella estaba en pelota, también vio que era tetona. Ahí fue cuando yo me hice a la idea de que sus senos eran tan bellos como las hermosas montañas de las que me había hablado José Mapas, pero siendo estas gemelas. Él no me dijo si solamente la vio o si también hizo algo con ella; pero sí recuerdo que, por allá en mis rijosos años juveniles, yo deseaba que se me apareciera una a mí también, así como él la había visto.
Aunque por aquellos días colegiales no memoricé la geografía colombiana, sí guardé en mi memoria eso tan importante que me decía José Mapas: había que salir de Bello para conocer la geografía del país. Es más: creo que lo asumí como un reto. Un desafío que ha sido, quizá, uno de los mayores estímulos que he tenido en la vida. Él siempre estaba hablando de los volcanes, y los nevados, y los desiertos, ríos y selvas del país. Pero como yo no era muy estudioso que digamos, solamente me aprendí algunos de los nombres y me dije que algún día tendría que ver, con mis propios ojos, al río Amazonas para comprobar si era tan grande como decía mi profesor, y por lo menos algunos otros de los accidentes geográficos que él mencionaba.
Hasta que, un día, lo comprobé: vi que la inmensidad de este río es más de la que yo me imaginaba. Muchísimo más que la quebrada La García. Y navegué por él hasta comprobar que, además de Colombia, también pasa por Brasil, Perú y Ecuador, como lo decía José Mapas. Supe entonces que el Amazonas sí está en el extremo sur del país, así como cuando fui al Cabo de la Vela comprobé que está en el norte. También supe ya, por vistas no por oídas, de la imponencia del Cañón del Chicamocha y de la belleza de las tierras boyacenses. De las bajas temperaturas que se sienten en la Sierra Nevada del Cocuy y de las altas que tienen los pueblos ribereños del río Magdalena. Del mar que golpea a las tristemente célebres murallas de Cartagena y del que se entra al gofo de Urabá, en el oloroso Turbo. De los inmensos sembrados de caña de azúcar en el Valle del Cauca y de los naturales frailejones en el Páramo del Tolima. De la arena menuda que tiene el Desierto de la Guajira y de la humedad permanente que hay en las selvas del Chocó. He visto minúsculas ranas en las selvas del Amazonas e inmensas ballenas en el océano Pacífico. He sabido de la aridez de algunas tierras en el oriente santandereano y de la fertilidad de otras en el norte de Antioquia. Me asombraron los fantasmas naturales de arena del valle de este nombre en el desierto de la Tatacoa y las piedras labradas por el agua, al pie de la Sierra nevada de Santa Marta. Conocí el lugar en donde nace el río Medellín y en donde muere el Magdalena. Toqué las estalactitas y las estalagmitas en las Cavernas del Nus. Comí hielo del que produce la naturaleza arriba, en el volcán nevado del Cumbal, y pescado del que se saca abajo, en el río Cauca. Subí al Galeras, como decía José Mapas, para ver cómo sale la candela del cráter de un volcán, me maravillé con la hermosa laguna que hay arriba del volcán Azufral y lloré cuando llegué a la cima del Chiles, tal vez por haber hecho cumbre a pesar del riesgo que representó el ascenso en un día neblinoso.
También he recorrido muchos de los pueblos antioqueños en bicicleta, he sentido el soplo del aire caliente cuando se pedalea por las bajas tierras de La Pintada, del viento frío al llegar a la cumbre de Manizales y la fuerza que hay que imprimirle a esta maquinita entrando a Salento durante una lluvia torrencial.
Todo esto lo he conocido durante los cincuenta años que siguieron a esos quince, cuando no había salido de Bello. Entonces, si fuera posible, le diría a José Mapas que en este país sí hay volcanes, nevados, selvas, ríos y montañas como las que él decía. Y que, además, él tenía razón en la importancia de salir de Bello, o de cualquier otro lugar en donde uno viva, para maravillarse con tantos lugares fantásticos que hay en este país. Entonces, que ahora sí conozco gran parte de la magnífica geografía colombiana que él me pintó. Ah, pero en cambio, si pudiera, también le diría a mi papá que nunca pude conocer la magnífica geografía de una bruja como la que también él me pintó… aunque no pierdo la esperanza de verla algún día.