Ilustración: Hernán Marín
“¡Virgen del Carmen, Madre Bendita!”
Las abuelas, sobre todo las antioqueñas, son acérrimas creyentes: creen en Dios, creen en la Virgen, creen en cuanto santo aparece por ahí. Paradójicamente, también creen en brujerías, en enyerbados y en pócimas salvadoras. Igual visitan al médico que al yerbatero, al cura que al brujo. A veces, cuando las abruma la culpa por considerar que no han rezado lo suficiente, sintonizan en la televisión o en la radio canales o emisoras religiosas a la vez que siguen en sus quehaceres y conversan con quien esté al lado aunque ello les interrumpa los rezos. Pero eso se les perdona y eso se los perdona también el Dios de ellas, el que tengan, porque ninguna otra persona tan piadosa como las abuelas.
“¡Virgen del Carmen, Madre Bendita!”, una expresión que se les oye, ya sea como una manifestación de asombro, de impotencia, de goce, de dolor. Una invocación que se pronuncia por la fuerza de la costumbre ante cualquier hecho fortuito. Es un lugar común que ellas, las abuelas, pronuncian lo mismo como oración o como queja. Así, frente a un “machucón” en un dedo, por ejemplo, Rosita pudiera haber dicho: “¡Virgen del Carmen, Madre Bendita!”; y mi hijo, frente al mismo accidente, diría: “¡Ay, hijueputa!”. De esta manera, ambas expresiones se convierten en sendas interjecciones de dolor, solamente eso. Es decir que, para el primer caso, a nadie se le va a ocurrir pensar que la exclamación indica que alguien tiene una madre virgen, cosa sin sentido por demás, como tampoco en el segundo caso se va a entender que alguien tiene una madre puta.
“¡Virgen del Carmen, Madre Bendita!”, una expresión que se les oye, ya sea como una manifestación de asombro, de impotencia, de goce, de dolor. Una invocación que se pronuncia por la fuerza de la costumbre ante cualquier hecho fortuito. Es un lugar común que ellas, las abuelas, pronuncian lo mismo como oración o como queja. Así, frente a un “machucón” en un dedo, por ejemplo, Rosita pudiera haber dicho: “¡Virgen del Carmen, Madre Bendita!”; y mi hijo, frente al mismo accidente, diría: “¡Ay, hijueputa!”. De esta manera, ambas expresiones se convierten en sendas interjecciones de dolor, solamente eso. Es decir que, para el primer caso, a nadie se le va a ocurrir pensar que la exclamación indica que alguien tiene una madre virgen, cosa sin sentido por demás, como tampoco en el segundo caso se va a entender que alguien tiene una madre puta.