Ilustración: Hernán Marín
Un premio a la fidelidad
Capítulo 3
Capítulo 3
Alcancé a ver el copo de un árbol atravesado en la vía,
justo en el punto en donde la curva empezaba a enderezarse.
El gran gusano se deslizaba lento, moviendo su pesado cuerpo metálico en un vaivén interminable, rítmico, arrullador. De cuando en cuando, el tren dejaba salir su voz, bastante caminadora, que se adelantaba para anunciar su paso despacioso. Tan despacioso como para que pudiéramos guardar en la memoria cada montaña, cada árbol, cada flor que parecía que viajaran en dirección contraria, para quedarse todo ello en esas tierras que nos acogieron por más de cuatro años. Las dejábamos, obligados por las circunstancias. Allí, yo dejaba también parte de mí. Me iba sin querer irme, seguramente como muchos de los que viajaban en el tren conmigo. “¿Cómo pudo mi tía haber hecho lo que hizo?”, me preguntaba. “¿Qué interés podía tener ella al denunciarme?” Cualesquiera que fueran las respuestas a estas preguntas, lo mejor era evitar que mi abuela se enterara de su denuncia. Su corazón no andaba bien y creo que no resistiría si llegara a saberlo. Ya bastante había sufrido con mi encierro.
Entre mis planes inmediatos, estaba instalarme en la casa que le había pertenecido a mi familia por muchos años, cuyos inquilinos habían desocupado recientemente. Lo segundo, después de instalado, sería buscar a la Rubia: “¿Qué habría de ella?”, me preguntaba. Había algo que me hacía ir a buscarla, a pesar de que entre los dos existían puntos de vista irreconciliables. Yo, por ejemplo, no le veía sentido al matrimonio católico. No concebía el hecho de que para llegar a convivir con alguien tuviera que mediar el testimonio de un cura. Teníamos diferencias en cuanto a la concepción del ser humano, del mundo: ella, muy apegada a las creencias religiosas de la creación; yo, en cambio, consideraba que todo lo existente era producto de un proceso evolutivo de miles, millones de años. Sin embargo, quería saber qué había pasado con ella en todo este tiempo.
El tren continuaba su marcha. Allá, en lontananza, iba quedando el gran río, a donde ocasionalmente iba de pesca, y las montañas que recorrí tantas veces.
En el asiento de al lado viajaba mi abuela, quien mantenía los ojos cerrados. No dormía. También ella prefería permanecer callada. También ella dejaba parte de sí en esas tierras. Necesitaba elaborar su duelo.
A cada silla del vagón correspondía otra, ubicada al frente. En la de enfrente mío, con mis rodillas rozando casi las suyas, viajaba mi tía. Al lado de ella, y frente a mi abuela, estaba un hombre menudo, imberbe, cabello ensortijado y lentes redondos. Mi tía rompió el silencio:
—Bien lo había dicho yo. Si mi sobrino continuaba con sus extravagancias nos tendríamos que ir de allí. Usted se la buscó, sobrino. Ni lo debieron dejar salir de esa cochina cárcel. Así hubiera entendido. Así no nos tendría perjudicadas. Dígame una cosa: ¿ya sabe qué es lo que haremos en la ciudad?
—¡Déjelo tranquilo ya! —gritó mi abuela, mientras yo sentía una lluvia de miradas que cayeron sobre nosotros, que escrutaban, que juzgaban. Los tres que éramos el foco de aquellas miradas permanecimos en silencio. Cuando todo volvió a la normalidad, mi abuela continuó, en voz baja, dirigiéndose a mi tía:
—¿Qué saca con ello? ¿Qué es lo que busca? No lo fastidie más.
—¿Qué busco yo? ¡Qué buscaba él, yendo en contravía de todo! ¿Sabe qué buscaba usted, sobrinito?: que nos echaran de allá, ¡como a perros! —respondió mi tía, airada, a la pregunta de mi abuela y a la suya propia. A medida que iba hablando subía el tono de la voz, de manera que, sin percatarse de que nuevamente éramos el centro de atención, agregó:
—¿A dónde quería llegar él, con ese cuento de…
No pudo terminar la pregunta porque su voz fue ahogada por la del joven que estaba a mi lado quien, casi gritando, dijo, sin dirigirse a alguien en especial:
—Miren: ¡qué montañas!
Todos miramos por la ventanilla y volvimos la cabeza hacia el joven: nada había de especial en ellas. Más aún, parecían las mismas montañas que habían estado pasando, en dirección contraria, desde cuando partimos. Pero en ese momento el incidente perdió importancia pues la intervención del joven había coincidido con el ingreso al vagón de un par de hombres que se ubicaron uno en cada puerta. Habían ingresado, desde los vagones contiguos al nuestro, a través de las plataformas que unían a éste con los otros coches. Tenían cubierta la cabeza y parte del rostro con un pasamontaña, y portaban un pañuelo negro amarrado al cuello. Con ellos habían subido cerca de diez hombres más, en la última estación de parada, que se distribuyeron por todos los vagones a través de las plataformas. En todo el tren se escuchó un completo silencio de voces. Al momento, como protestando por aquellas voces acalladas, el tren lanzó un pitazo que, combinado con el chillido de las ruedas resbalando por los rieles, puso a vibrar los tímpanos de todos los pasajeros. La frenada tiró a la mitad de los pasajeros sobre la otra mitad, al tiempo que el resto nos sentimos jalados de la espalda. Yo apenas tuve tiempo de cubrir con mis manos la arremetida del voluminoso cuerpo de mi tía. Nunca la había tenido tan cerca, tan encima. “No sólo es pesada con sus comentarios”, recuerdo que pensé. Apenas pude voltear la cabeza vi cómo el joven, dueño de la voz que acababa de referirse a las montañas, estaba trepado sobre mi abuela mientras una de sus manos tanteaba buscando los lentes.
El tren se detuvo por fin. Mientras unos pasajeros se acomodaban, otros sacaban la cabeza por las ventanillas tratando de ver lo que había originado la parada. Entonces yo también lo hice. Apenas alcancé a ver el copo de un árbol atravesado en la vía, justo en el punto en donde la curva empezaba a enderezarse.
Enseguida, el viento trajo hasta mis oídos el galopar de bestias que no tardaron en aparecer en el recodo en donde se encontraba el árbol tendido. Sobre el lomo del primer animal venía un hombre fortachón, portando un fusil a su espalda y una pistola al cinto. Detrás de él sus huestes, armadas también con fusil. Entonces entré la cabeza y volví a sentarme, en silencio. Me puse trémulo.
—¿Qué pasó? —preguntó mi abuela. Moví la cabeza negativamente. No sé qué negaba. Después dije:
—Hay un árbol en el camino —Ella se quedó mirándome, incrédula. Pero sus dudas no tardaron en disiparse porque, al punto, se escuchó la voz mandona de uno de los recién llegados:
—Todos los hombres a tierra. ¡Rápido!
Algunos se pararon, obedientes. Los más, no alcanzaban a comprender lo que pasaba. El hombre iteró:
—Dije: ¡a tierra!, maricones.
Las voces de los que bajaban se mezclaron con los relinchos de las bestias. A medida que iba caminando hacia la puerta del vagón y miraba por las ventanillas, yo veía el pánico reflejado en los rostros de los que estaban abajo. Era el mismo pánico que yo estaba sintiendo. Cada uno éramos espejo del otro.
Las huestes, rodeando el tren, se veían dispuestas a todo. Las bestias, sudorosas, parecían indiferentes. Como acostumbradas a ver masacres. Cuando todos estuvimos abajo, el jefazo habló. Habló recio:
—¡Todos se filan de espaldas al tren!, ¡todos con la cédula en la mano!
Después agregó, mostrando varias hojas con listas de nombres:
—Aquí tengo una lista de personas indeseables para la región. Si alguno de ustedes se encuentra en ella, tendrá que responder por sus acciones.
Por el dejo de su voz quedaba claro que no era foráneo. Eso complicaba las cosas para algunos de los que estaban allí, bien conocidos por el jefazo. A esos, ni siquiera se tomó el trabajo de buscarlos en la lista. Bastaba con señalarlos para que fueran separados de la fila, a empellones, por alguno de sus secuaces. A los demás se les buscaba.
Yo entregué mi cédula. Mi corazón corría dentro del pecho. Un sudor frío me recorrió el cuerpo, se me deslizaba. No quería mirar a mi verdugo, así que mantenía los ojos fijos en el pasmo de los hombres que ya habían sido separados. Con disimulo, avancé un paso corto y, empinándome, volteé la cabeza para mirar por una de las ventanillas hacia el interior del vagón. Arriba, sin moverse de su silla, mi abuela sostenía un rosario entrelazado en sus dedos mientras modulaba una oración. Rezaba sin dejar de mirar a mi tía, quien no lograba ocultar su nerviosismo, restregándose las manos en tanto se mordía los labios.
El hombre que revisaba mi cédula fue llamado por uno de sus compañeros:
—Esto no parece estar muy legible —le dijo, a la vez que le entregaba una especie de fotocopia plastificada. El hombre observó el documento y luego se lo devolvió haciéndole una señal aprobatoria.
Entre tanto, el joven que viajaba al frente de mi abuela, pero que ahora estaba a mi lado, en la fila, me dijo, aprovechando el momento:
—Estése tranquilo. Usted no está en esa lista.
Yo lo miré, ceño fruncido, interrogante. El joven, aunque entendió el gesto, no me dio explicaciones. Sólo miraba al hombre que hacía la revisión, el cual ya regresaba donde nosotros. Vino hacia mí y me devolvió la cédula. El joven de al lado se adelantó a entregarle la suya, antes de que se la pidiera. El hombre armado hizo una búsqueda rápida en la lista y se la regresó. Cuando terminó la revisión de todas las cédulas, se ordenó que subiéramos de nuevo. Al grupo de seleccionados, que llegaba a la docena, se les mantuvo abajo. De ellos, nada volvió a saberse.
Mientras se estuvo haciendo la revisión, varios hombres del grupo armado retiraron el árbol de la vía. En el momento en que yo subí de nuevo al tren, se me acercó el joven para decirme:
—No conviene que siga viajando al lado de su tía.
Yo lo miré, interrogante. Pregunté:
—¿Por qué me dijo lo de ahora?
—Hay cosas que es mejor no saber —dijo. Y agregó:
—Recíbalo como un premio a su fidelidad. Y subió delante de mí.
justo en el punto en donde la curva empezaba a enderezarse.
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El gran gusano se deslizaba lento, moviendo su pesado cuerpo metálico en un vaivén interminable, rítmico, arrullador. De cuando en cuando, el tren dejaba salir su voz, bastante caminadora, que se adelantaba para anunciar su paso despacioso. Tan despacioso como para que pudiéramos guardar en la memoria cada montaña, cada árbol, cada flor que parecía que viajaran en dirección contraria, para quedarse todo ello en esas tierras que nos acogieron por más de cuatro años. Las dejábamos, obligados por las circunstancias. Allí, yo dejaba también parte de mí. Me iba sin querer irme, seguramente como muchos de los que viajaban en el tren conmigo. “¿Cómo pudo mi tía haber hecho lo que hizo?”, me preguntaba. “¿Qué interés podía tener ella al denunciarme?” Cualesquiera que fueran las respuestas a estas preguntas, lo mejor era evitar que mi abuela se enterara de su denuncia. Su corazón no andaba bien y creo que no resistiría si llegara a saberlo. Ya bastante había sufrido con mi encierro.
Entre mis planes inmediatos, estaba instalarme en la casa que le había pertenecido a mi familia por muchos años, cuyos inquilinos habían desocupado recientemente. Lo segundo, después de instalado, sería buscar a la Rubia: “¿Qué habría de ella?”, me preguntaba. Había algo que me hacía ir a buscarla, a pesar de que entre los dos existían puntos de vista irreconciliables. Yo, por ejemplo, no le veía sentido al matrimonio católico. No concebía el hecho de que para llegar a convivir con alguien tuviera que mediar el testimonio de un cura. Teníamos diferencias en cuanto a la concepción del ser humano, del mundo: ella, muy apegada a las creencias religiosas de la creación; yo, en cambio, consideraba que todo lo existente era producto de un proceso evolutivo de miles, millones de años. Sin embargo, quería saber qué había pasado con ella en todo este tiempo.
El tren continuaba su marcha. Allá, en lontananza, iba quedando el gran río, a donde ocasionalmente iba de pesca, y las montañas que recorrí tantas veces.
En el asiento de al lado viajaba mi abuela, quien mantenía los ojos cerrados. No dormía. También ella prefería permanecer callada. También ella dejaba parte de sí en esas tierras. Necesitaba elaborar su duelo.
A cada silla del vagón correspondía otra, ubicada al frente. En la de enfrente mío, con mis rodillas rozando casi las suyas, viajaba mi tía. Al lado de ella, y frente a mi abuela, estaba un hombre menudo, imberbe, cabello ensortijado y lentes redondos. Mi tía rompió el silencio:
—Bien lo había dicho yo. Si mi sobrino continuaba con sus extravagancias nos tendríamos que ir de allí. Usted se la buscó, sobrino. Ni lo debieron dejar salir de esa cochina cárcel. Así hubiera entendido. Así no nos tendría perjudicadas. Dígame una cosa: ¿ya sabe qué es lo que haremos en la ciudad?
—¡Déjelo tranquilo ya! —gritó mi abuela, mientras yo sentía una lluvia de miradas que cayeron sobre nosotros, que escrutaban, que juzgaban. Los tres que éramos el foco de aquellas miradas permanecimos en silencio. Cuando todo volvió a la normalidad, mi abuela continuó, en voz baja, dirigiéndose a mi tía:
—¿Qué saca con ello? ¿Qué es lo que busca? No lo fastidie más.
—¿Qué busco yo? ¡Qué buscaba él, yendo en contravía de todo! ¿Sabe qué buscaba usted, sobrinito?: que nos echaran de allá, ¡como a perros! —respondió mi tía, airada, a la pregunta de mi abuela y a la suya propia. A medida que iba hablando subía el tono de la voz, de manera que, sin percatarse de que nuevamente éramos el centro de atención, agregó:
—¿A dónde quería llegar él, con ese cuento de…
No pudo terminar la pregunta porque su voz fue ahogada por la del joven que estaba a mi lado quien, casi gritando, dijo, sin dirigirse a alguien en especial:
—Miren: ¡qué montañas!
Todos miramos por la ventanilla y volvimos la cabeza hacia el joven: nada había de especial en ellas. Más aún, parecían las mismas montañas que habían estado pasando, en dirección contraria, desde cuando partimos. Pero en ese momento el incidente perdió importancia pues la intervención del joven había coincidido con el ingreso al vagón de un par de hombres que se ubicaron uno en cada puerta. Habían ingresado, desde los vagones contiguos al nuestro, a través de las plataformas que unían a éste con los otros coches. Tenían cubierta la cabeza y parte del rostro con un pasamontaña, y portaban un pañuelo negro amarrado al cuello. Con ellos habían subido cerca de diez hombres más, en la última estación de parada, que se distribuyeron por todos los vagones a través de las plataformas. En todo el tren se escuchó un completo silencio de voces. Al momento, como protestando por aquellas voces acalladas, el tren lanzó un pitazo que, combinado con el chillido de las ruedas resbalando por los rieles, puso a vibrar los tímpanos de todos los pasajeros. La frenada tiró a la mitad de los pasajeros sobre la otra mitad, al tiempo que el resto nos sentimos jalados de la espalda. Yo apenas tuve tiempo de cubrir con mis manos la arremetida del voluminoso cuerpo de mi tía. Nunca la había tenido tan cerca, tan encima. “No sólo es pesada con sus comentarios”, recuerdo que pensé. Apenas pude voltear la cabeza vi cómo el joven, dueño de la voz que acababa de referirse a las montañas, estaba trepado sobre mi abuela mientras una de sus manos tanteaba buscando los lentes.
El tren se detuvo por fin. Mientras unos pasajeros se acomodaban, otros sacaban la cabeza por las ventanillas tratando de ver lo que había originado la parada. Entonces yo también lo hice. Apenas alcancé a ver el copo de un árbol atravesado en la vía, justo en el punto en donde la curva empezaba a enderezarse.
Enseguida, el viento trajo hasta mis oídos el galopar de bestias que no tardaron en aparecer en el recodo en donde se encontraba el árbol tendido. Sobre el lomo del primer animal venía un hombre fortachón, portando un fusil a su espalda y una pistola al cinto. Detrás de él sus huestes, armadas también con fusil. Entonces entré la cabeza y volví a sentarme, en silencio. Me puse trémulo.
—¿Qué pasó? —preguntó mi abuela. Moví la cabeza negativamente. No sé qué negaba. Después dije:
—Hay un árbol en el camino —Ella se quedó mirándome, incrédula. Pero sus dudas no tardaron en disiparse porque, al punto, se escuchó la voz mandona de uno de los recién llegados:
—Todos los hombres a tierra. ¡Rápido!
Algunos se pararon, obedientes. Los más, no alcanzaban a comprender lo que pasaba. El hombre iteró:
—Dije: ¡a tierra!, maricones.
Las voces de los que bajaban se mezclaron con los relinchos de las bestias. A medida que iba caminando hacia la puerta del vagón y miraba por las ventanillas, yo veía el pánico reflejado en los rostros de los que estaban abajo. Era el mismo pánico que yo estaba sintiendo. Cada uno éramos espejo del otro.
Las huestes, rodeando el tren, se veían dispuestas a todo. Las bestias, sudorosas, parecían indiferentes. Como acostumbradas a ver masacres. Cuando todos estuvimos abajo, el jefazo habló. Habló recio:
—¡Todos se filan de espaldas al tren!, ¡todos con la cédula en la mano!
Después agregó, mostrando varias hojas con listas de nombres:
—Aquí tengo una lista de personas indeseables para la región. Si alguno de ustedes se encuentra en ella, tendrá que responder por sus acciones.
Por el dejo de su voz quedaba claro que no era foráneo. Eso complicaba las cosas para algunos de los que estaban allí, bien conocidos por el jefazo. A esos, ni siquiera se tomó el trabajo de buscarlos en la lista. Bastaba con señalarlos para que fueran separados de la fila, a empellones, por alguno de sus secuaces. A los demás se les buscaba.
Yo entregué mi cédula. Mi corazón corría dentro del pecho. Un sudor frío me recorrió el cuerpo, se me deslizaba. No quería mirar a mi verdugo, así que mantenía los ojos fijos en el pasmo de los hombres que ya habían sido separados. Con disimulo, avancé un paso corto y, empinándome, volteé la cabeza para mirar por una de las ventanillas hacia el interior del vagón. Arriba, sin moverse de su silla, mi abuela sostenía un rosario entrelazado en sus dedos mientras modulaba una oración. Rezaba sin dejar de mirar a mi tía, quien no lograba ocultar su nerviosismo, restregándose las manos en tanto se mordía los labios.
El hombre que revisaba mi cédula fue llamado por uno de sus compañeros:
—Esto no parece estar muy legible —le dijo, a la vez que le entregaba una especie de fotocopia plastificada. El hombre observó el documento y luego se lo devolvió haciéndole una señal aprobatoria.
Entre tanto, el joven que viajaba al frente de mi abuela, pero que ahora estaba a mi lado, en la fila, me dijo, aprovechando el momento:
—Estése tranquilo. Usted no está en esa lista.
Yo lo miré, ceño fruncido, interrogante. El joven, aunque entendió el gesto, no me dio explicaciones. Sólo miraba al hombre que hacía la revisión, el cual ya regresaba donde nosotros. Vino hacia mí y me devolvió la cédula. El joven de al lado se adelantó a entregarle la suya, antes de que se la pidiera. El hombre armado hizo una búsqueda rápida en la lista y se la regresó. Cuando terminó la revisión de todas las cédulas, se ordenó que subiéramos de nuevo. Al grupo de seleccionados, que llegaba a la docena, se les mantuvo abajo. De ellos, nada volvió a saberse.
Mientras se estuvo haciendo la revisión, varios hombres del grupo armado retiraron el árbol de la vía. En el momento en que yo subí de nuevo al tren, se me acercó el joven para decirme:
—No conviene que siga viajando al lado de su tía.
Yo lo miré, interrogante. Pregunté:
—¿Por qué me dijo lo de ahora?
—Hay cosas que es mejor no saber —dijo. Y agregó:
—Recíbalo como un premio a su fidelidad. Y subió delante de mí.