Collage con base en las ilustraciones de Hernán Marín
Acercándome a las letras
Creo que mi primer acercamiento a las letras lo tuve cuando contaba con unos cinco años de edad. Yo solía sentarme a “leer” el suplemento dominical de El Colombiano, periódico que mi tío Jorge llevaba semanalmente a la casa. Pero por supuesto que a esa edad yo no conocía siquiera las letras del alfabeto. Entonces lo que hacía era simular que leía, y jugaba a inventar la historieta que estaba viendo en las tiras cómicas, cosa que, según leí alguna vez no sé en dónde, García Márquez también lo hizo. Entonces, pensé yo, empecé como los grandes atletas, pero me quedé cuando apenas comenzaba la loma.
Más adelante, cuando realmente aprendí a leer, me gustaba alquilar por cincuenta centavos, cuando los tenía, cualquiera de las revistas de historietas que algún niño negociante del barrio colgaba de un alambre, en la fachada de su casa. Pero, si no tenía el dinero, esperaba a que otro niño “más adinerado que yo” la alquilara para pedírsela prestada por un ratico.
Los primeros libros de literatura que tuve oportunidad de palpar, fueron los que mi hermano mayor conseguía ocasionalmente, cuando podía alargar un poco el salario que devengaba como mensajero, el cual nunca era suficiente para el sostenimiento de la familia. Mi hermano irradiaba cierto carisma en torno suyo. Lo sé porque los amigos de él tenían la costumbre de reunirse en mi casa, que no era mía, para conversar, echar chistes y tomar café. Ninguna vez lo hicieron en otra parte. A eso se reunían porque, al menos por aquella época, no solían tomar licor cuando estaban reunidos. Esto lo puedo asegurar porque yo me mantenía atento a lo que mi hermano hacía y decía. Sin que se lo hubiera dicho alguna vez, yo siempre quería ser como él. Sin duda, él era mi referente paterno.
Una noche, estando él reunido con sus amigos, les dijo que quería comprarse El Quijote: entonces pensé que también yo lo compraría cuando fuera mayor. Otro día manifestó que quería escribir un libro, y yo me figuré escribiendo uno también. En otra oportunidad estuve hojeando uno de sus libros y encontré una nota manuscrita por él, con unos versos. En esa época se acostumbraba memorizar, transcribir y recitar la poesía contemporánea. Pero yo nunca supe quién pudiera haber escrito aquellos versos o, incluso, si quizá eran de él. De todas maneras, mi memoria todavía los conserva:
Yo no sabía qué era vidorria, pero me imaginé que sería algo tan aburrido, que desde ese momento decidí no casarme jamás. Aunque mi hermano se casó al poco tiempo del día en el que yo encontré esa nota, a mí nunca se me ocurrió pensar que él no tuviera coherencia entre su decir y su hacer. Simplemente, así como le gustaba leer novelas, también leía poesía. Entonces yo me dije que leería algún libro de poesía cuando mi hermano lo comprara. No le iría yo a decir que comprara un libro para mí, pues, a pesar de mi corta edad, ya sabía de las dificultades económicas que había en casa. Creo que lo supe por mera intuición, cuando en una sola oportunidad le pedí algún dinero, quizá con el propósito simple de tenerlo en mi bolsillo. Pero él me hizo la pregunta precisa: “¿Para qué lo necesita?”. Entonces yo, con un mero gesto, le di a entender que no tenía argumento. Entonces él respondió a mi gesto: “Otro día, porque hoy no tengo”. Entonces comprendí que el escaso dinero que él podía conseguir apenas daba para cubrir las necesidades diarias y, quizá, también para algún libro que de pronto aparecía en casa.
Algún día noté que mi hermano empezó a llevar la revista Selecciones del Reader's Digest, que yo empecé a llamar, simplemente, Selecciones, porque no sabía qué significaban ni tampoco sabía pronunciar las otras dos palabras. Puedo decir que esa fue la primera revista que conocí en mi vida. De ella, yo leía algunos artículos que hacían parte de secciones que siempre se mantuvieron en la revista y me gustaron desde el comienzo: “La risa, remedio infalible”, “Enriquezca su vocabulario” y “Citas citables”. Esos, sobre todo. Esta revista la llevó mi hermano a la casa por mucho tiempo. Y me parece increíble que todavía exista en el mercado.
A medida que fui creciendo, empecé a percatarme de que mi hermano mantenía un libro cerca, conforme lo iba leyendo. Entonces yo esperaba, acucioso, a que él terminara la lectura para leerlo yo también. Creo así fue como leí la primera novela: Papillón, de Henri Charrière. Papillón, que significa mariposa: un título perfecto para una novela que relata la permanente intención de fuga, o de vuelo, de un presidiario. Cuando terminé su lectura, me sentí como un héroe por haber sido capaz de leer un libro tan voluminoso. Me entretuve tanto con esa novela, con la trama, con la manera como el autor narra las aventuras de su protagonista, que decidí seguir pendiente de los libros que mi hermano llevara.
Cualquier día lo escuché decirles a sus amigos que había leído que Alexander Solzhenitsyn había sido apresado, en décadas pasadas, porque Stalin lo había acusado de “ser un gusano”. Yo no sabía quiénes eran esos dos señores ni porqué se le pudiera ocurrir a alguien comparar a una persona con un gusano. Pero si mi hermano lo mencionaba, valía la pena averiguarlo. Yo estaba apenas en edad escolar y mis pocos amigos eran niños como yo, sin muchos intereses literarios. Pero, no sé por qué, esos dos nombres y la mención del gusano se me grabaron.
Lo que más recuerdo de mi vida escolar son las clases de religión. Pero no precisamente cuando teníamos que recitar frases textuales del catecismo, como una del Génesis, que recuerdo muy bien: Cuando Dios creó al hombre, lo creó a su imagen; varón y mujer los creó. Yo me había aprendido esta frase porque el profesor preguntaba diariamente a alguien, al azar, una de las frases que eran tarea cotidiana. Decía que la recuerdo bien, porque cuando el profesor le preguntó a uno de mis compañeritos del grupo por la frase del día, éste respondió: Dios creó al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; macho y hembra los creó. Entonces yo solté qué carcajada porque para mí, hasta ese momento, los términos macho y hembra se referían solamente a los animales. Yo no podía parar de reír y todos me miraban, algunos también sonriendo, y cuando me iba calmando, miraba a aquel niño supuestamente “tan bruto” y volvía a reír porque me imaginaba a un animal al lado mío. Después de esto fue que vino la vergüenza por mi ignorancia cuando el profesor explicó para el grupo, porque éramos varios los que estábamos en el error, el significado de aquellas palabras.
Decía entonces que me gustaban las clases de religión, pero no por las enseñanzas del catecismo ni por las frasecitas aquellas, sino por los “cuentos” de historia sagrada que nos relataba el profesor con tanta gracia. Me gustaba, por ejemplo, el cuento de las siete plagas de Egipto, la apertura del mar en dos para que pasaran los israelitas que eran perseguidos por los egipcios, el abandono de Moisés en una canasta junto al río Nilo, entre muchas otras. Puedo decir que, si algo le debo yo a la religión católica, es el gusto que me quedó desde la infancia por los cuentos fantásticos, gracias a la manera como nos los contaba mi profesor. Todavía me entretengo a veces leyendo esta mitología bíblica.
Cuando apenas empezaba la década de los años setenta del siglo XX, yo estaba dejando una escuelita para varones en la que, por fin, después de varios años, había empezado a sentirme cómodo. Así que dejé la escuela con nostalgia, por la comodidad que me brindaba el hecho de hacer parte del grupo de “los mayores”, para ingresar al bachillerato con una especie de terror por la indefensión que significaba para mí, volver a hacer parte del grupo de “los menores” y la consecuente posibilidad de que se repitieran las desagradables experiencias vividas en el primer grado de escuela cuando, debido a mi falta de sociabilidad, creía que todos mis compañeritos iban a hacerme daño.
Así fue como entré, por primera vez en mi vida, a un edificio que, en ese momento, se me hacía inmenso. Todos, en el salón de clases, me eran extraños y yo no quería amigarme con nadie. Así que, en los recreos, buscaba algún rincón desde donde pudiera observar aquel mundo bullicioso. Pero, obligado por la nueva situación que vivía, tuve que empezar a establecer relaciones con los compañeros de clase y luego con los de otros cursos, hasta que mi timidez empezó a ceder.
El colegio era parroquial y tenía la biblioteca en un edificio alterno que también alojaba una pequeña capilla, la cual había sido, en tiempos pasados, la iglesia principal del municipio de Bello. Desde la primera vez que entré allí, me gustó ese ambiente: el de la biblioteca, quiero decir. Todavía recordaba el comentario de mi hermano, así que pronto quise saber quién era Solzhenitsyn. Entonces pregunté en el colegio y un profesor me dijo que era un escritor ruso, que recientemente había recibido el premio nobel de literatura y quien, en alguna oportunidad, había sido encarcelado por sus críticas al régimen. Entonces fui a la biblioteca y allí encontré el libro El primer círculo. Lo leí con interés de saber por qué era catalogado como gusano, pero no pude encontrar algo que me resolviera mi duda. De todas maneras, me llamó la atención este escritor, y más adelante leí también Archipiélago Gulap. Así entendí mejor la razón de las desavenencias políticas entre estos dos personajes.
Lo cierto es que cada vez me iba interesando más por la lectura, sobre todo de los libros que llegaban a mi casa: así fue como leí también, en mis primeros años de lector, Los negroides, El maestro de escuela y El remordimiento, todos ellos del escritor Fernando González quien, quizá por ser conterráneo, le gustaba mucho a mis hermanos.
Durante el segundo año de bachillerato mi mundo creció mucho más y fue en ese lapso, lo digo con seguridad, cuando la mente se me fue abriendo a otros ámbitos porque fue el año en el que empecé a recibir clases de historia y de lenguaje. Por fortuna para mí, el profesor de historia era otro “cuentero”, tan ameno como el que tuve en la escuelita cuando relataba el cuento de “Las siete plagas de Egipto” y los otros tantos que me habían gustado.
Ahora también, en las clases de lenguaje, me entretenía tratando de encontrar errores en el habla de mis compañeros, a la vez que me cuidaba de no cometerlos yo, puesto que lo primero lo premiaba el profesor a quien se percatara del error, pero lo segundo lo castigaba con una anotación negativa.
Más adelante me volví asiduo visitante de la biblioteca de Fabricato, que era más grande y más completa que la del colegio. Además, en ella había siempre una diversidad de periódicos, cuya lectura me había interesado desde cuando un profesor me enseñó la mejor manera de leerlos: primero, el editorial, para tener una idea de la orientación que guía al periódico. Luego, titulares de las noticias del país, abordando la lectura del artículo que me llamara la atención. “Después ―me dijo mi profesor―, lea los artículos de opinión y salte luego a las noticias internacionales, para estar enterado de lo que está pasando en el mundo”. A mí me extrañó mucho aquello de los artículos de opinión, pues yo no sabía que era tan normal escribir opiniones y, sobre todo, me interesó mucho leer opiniones acerca de aquello de lo cual nadie más había opinado.
Como yo le dedicaba a esta actividad en la biblioteca gran parte del tiempo libre, el resto era para las tareas académicas y ya. Fue así como “descuidé” el acercamiento a la literatura que había iniciado, limitándome apenas a algunos textos mandados por el profesor de español. Sin embargo, gané mucho con la costumbre de leer periódicos porque cuando cursaba el tercer grado de bachillerato, ya había leído lo que estaba pasando en Vietnam, sabía de la participación de Estados Unidos en esta guerra y empecé a establecer una muy primaria relación entre la historia y lo que estaba ocurriendo en el mundo, como el golpe de estado con el que los militares chilenos derrocaron al presidente Allende, por ejemplo.
Esto último sucedió un martes en el que, estando yo en mi casa a medio día, a pesar de ser un día hábil de clases ―quizá estaba suspendido por llevar el cabello largo, cosa que estaba prohibida en el colegio― empecé a escuchar un raro ruido que salía del viejo receptor de radio que había en la casa. No sé quién lo había encendido justo en el momento en el que se transmitía, en uno cualquiera de los noticieros, el bombardeo sobre el Palacio de la Moneda en Chile. La voz del locutor se mezclaba con el sonido de las balas y de la algarabía, que también alcanzaba a escucharse. Yo no entendía muy bien lo que había pasado, pero fue suficiente para inquietarme. Cuando pude volver al colegio, empecé a preguntar por lo sucedido, fui a la biblioteca para leer lo que decían los periódicos sobre este suceso y así me enteré del golpe de estado, de la consiguiente muerte de Allende y el inmediato reemplazo por parte del dictador Pinochet.
Quizá el hecho de que hubiera tenido la oportunidad de vivir mi adolescencia en una década tan agitada como la del setenta del siglo pasado, propició en mí una formación ideológica que me llevó a la lectura de libros alusivos al fenómeno social que se estaba viviendo. Así fue como supe que, además de Chile, también Nicaragua, Paraguay, Haití, Argentina, Uruguay, Bolivia y Brasil estaban siendo gobernados por dictadores militares, todos ellos de extrema derecha, auspiciados por Estados Unidos. Entre tanto, el mismo Estados Unidos mantenía bloqueado a Cuba porque lo gobernaba Fidel Castro, un dirigente de izquierda que le había dado un golpe de estado a Fulgencio Batista, otro dictador de derecha que también fue protegido por aquel país. Yo entonces empezaba a entender la diferencia entre derecha e izquierda, en términos políticos, así como lo que estaba motivando aquella agitación política.
Por aquellos días, como cualquier adolescente rebelde, yo había dejado de mirar únicamente hacia el “rinconcito” en donde estaba mi referente paterno, porque ahora se me había abierto el campo de visión hacia el resto del mundo y empezaba a tener un pensamiento más propio. Yo miraba para todos lados y fui conociendo personas a quienes, igual que a mí, les inquietaba la situación que se estaba viviendo, incluso en Colombia porque aquí también se movía la cosa política. Aquí estaba llegando a su fin el régimen bipartidista llamado Frente Nacional, en el cual, por dieciséis años, solamente tenían derecho a gobernar, de manera intercalada, dos partidos políticos: el liberal y el conservador. Durante esos dieciséis años surgieron diversos grupos guerrilleros y partidos políticos ilegales, quizá como respuesta a la negativa de participación en el poder de otras fuerzas políticas diferentes a los colores rojo o azul que simbolizaban, respectivamente, a los dos partidos mencionados.
En esos años de aquel naciente pulso político por el poder, empezó a incrementarse la actividad guerrillera y las autoridades se mantenían al acecho de quienes, por su manera de pensar, pudieran llegar a generar algún conflicto. Así fue como se acrecentaron los allanamientos a residencias de personas sospechosas de pertenecer a alguna organización política de izquierda y se empezó a encarcelar por esta simple sospecha, aumentando cada vez más el número de presos políticos, así como las torturas físicas y psicológicas a los detenidos por esta causa. Esta situación de aumento de presos políticos, que era común en diversos países de América, propició que fuera también en aumento el deseo e intento de fuga de muchos de estos presos, como única forma de continuar la lucha. Una de las fugas más exitosas ocurrió en el Penal de Punta Carretas, en Uruguay, desde donde se escaparon ciento once presos políticos.
Yo quería encontrar, en la literatura novelesca, alguna alusión a este fenómeno social, con el propósito de comparar los acontecimientos que estaban en desarrollo en América, con otros similares que hubieran sucedido en otros lugares del mundo. Fue cuando me recomendaron leer a los escritores rusos Máximo Gorki y León Tolstoi. Así fue como leí, del primero, las novelas Mis confesiones y La madre y, del segundo, Los Cosacos, Sonata a Kreutzer y La muerte de Iván Ilich. Creo que desde la lectura de estas novelas empecé a ver la posibilidad de escribir textos literarios con base en hechos noticiosos y asuntos cotidianos.
Entonces me pareció oportuno comparar las aventuras que vivió Henri Charrière, y que le sirvieron como pretexto para la novela Papillón, con la fuga de los presos en Uruguay. De esta manera, se me ocurrió la idea de escribir un cuento con base en una fuga de presos políticos, de cuyo argumento harían parte algunos de los sucesos relacionados con las luchas por el poder que se estaban fraguando en Latinoamérica, los cuales eran fuente noticiosa en los periódicos. Ese cuento lo escribí mucho tiempo después, y el asunto del que se trató me dio suficientes pretextos para escribir una novela basada en el mismo relato.
A comienzos de la década de 1980, la tensión en América empieza a bajar, las dictaduras militares van de salida por diversas circunstancias y la participación en la política gubernamental del país iba siendo más incluyente, aunque todavía muy viciada por las costumbres corruptas. Entonces mi furor político empieza a bajar también, y es cuando me da por mirar hacia donde antes había tirado la mirada apenas de refilón: ahora se me metió el antojo por una novia… y encontré una: hermosa, brava y rebelde, como yo la quería. Entonces decidí retractarme del pensamiento que tuve cuando niño, respecto a la vidorria del casado… y me casé. Me casé, pues, al fin y al cabo, mi hermano también lo había hecho. Y él, que había pasado a ser algo así como mi querido contradictor ideológico, no tuvo reparos en ser mi padrino de bodas. Creo que estuvimos mano a mano: yo nunca le hablé de incoherencias por lo de la vidorria del casado, y él tampoco lo hizo conmigo por el hecho de haberme casado por la iglesia católica, a pesar de ser yo un ateo declarado. Pero la verdad fue que yo estaba tan enamorado de mi novia que, aunque mi intención era vivir en unión libre con ella, no le objeté cuando condicionó la cosa a que fuera una boda con un cura como testigo, a fin de no afectar la relación con sus padres.
Más adelante, cuando la agitación emotiva por mi nuevo estado fue entrando en calma, me percaté del abandono en el que había dejado a mis antiguas lecturas. En ese momento volví a sentir esa especie de espaldarazo inconsciente que me había dado mi hermano, cuando dejaba por ahí el libro que terminaba de leer. Consideré que él, sin proponérselo, había hecho ya bastante por mí en el ámbito literario y que yo debía seguir en mis búsquedas. De inmediato, separé algunos libros de literatura que tenía, compré otros y volví a las viejas y agradables lecturas, a la vez que fui escribiendo algunas notas, esbozos de cuentos y otras “apuntaciones en el bus”, como acostumbraba llamar a mis apuntes. Hasta que un día, sin habérmelo propuesto y casi de manera accidental, apareció frente a mí, como de la nada, el escritor Mario Escobar Velásquez.
A Escobar Velásquez lo conocí personalmente cuando él había escrito más de quince obras literarias y yo escasamente había podido escribir algunas páginas; lo conocí cuando yo apenas chapuzaba en las letras, con muchas ayudas, y él, en cambio, era capaz de profundizarse a “pulmón libre” en el mar inmenso de la literatura. En cada uno de los encuentros que teníamos en el taller, le llevaba yo lo que había escrito y él lo criticaba sin compasión. Pero un día escribí un cuento que él calificó con un halago: “con razón se llama Mario”, me dijo, cosa que me agradó porque sabía que él estaba lejos de ser adulador. Se trataba del cuento Rabiosamente fiel, título éste que fue sugerido por él mismo. Aquel comentario que hizo del cuento me obligó a exigirme mucho más, con la intención de que lo que escribiera de ahí en adelante no podía ser inferior a lo que ya había producido. Pero eso era casi una ilusión. Al cabo del tiempo logré escribir algunos cuentos que Escobar Velásquez no despreció, los cuales agrupé en el libro Cuentos de varias edades, que también él aceptó prologar, no sin antes decirme que ese era apenas el pregrado: “para llegar por lo menos a la especialización tenía que escribir siquiera una novela”, me dijo. Lo mismo acostumbraba decirle a todo aquel que ya se desenvolvía con cierta seguridad en la escritura de cuentos. Entonces, en vista de que el cuento Rabiosamente fiel me coqueteaba para que le diera continuidad por diversas vertientes, fue mi pretexto para escribir, también bajo la tutoría de él, la novela Procede como Dios, que nunca llora.
De la colección de cuentos, Escobar Velásquez escogió Florentina Quintero para publicarlo en la Revista Agenda Cultural de la Universidad de Antioquia, y el cuento Capablancas, cuyo título también lo sugirió él mismo, para la segunda edición del libro Antología comentada del cuento antioqueño, publicación póstuma realizada más adelante por fondo editorial de la de la Universidad de Antioquia.
Luego fue que decidí escribir, como reconocimiento a sus enseñanzas, el libro Disertaciones de un aprendiz, en torno a la novela. Un libro de cual podría decir que es apenas una chapuzada en un género literario que no había abordado aún: el ensayo. Así que metí la cabeza y di unas cuantas brazadas por la superficie del ensayo, con esta tesis como idea central: el escritor Mario Escobar Velásquez se aseguró de que, en sus novelas, quedaran huellas legibles de la técnica utilizada por él para escribirlas. Entonces me lancé a nadar en su obra, sobre todo en la novelesca, para registrar cada frase en la que se hiciera explícita la manera como este escritor se las ingeniaba para que sus personajes hablaran acerca de cómo se escribe una novela. De manera que éstos, sus personajes, daban puntadas y él afianzaba la idea que había puesto en boca de su personaje, siempre que se le presentara la oportunidad de responder alguna pregunta que le hicieran en los talleres, en una entrevista o al prologar algún libro.
Habiendo pasado ya tanto tiempo desde cuando empecé a seguir a mi hermano en sus propósitos literarios, ahora sé dos cosas: que apenas estoy comenzando la loma y que difícilmente podré avanzar más de lo que ya he recorrido. Así que seguiré rodando en terreno plano, sin afán de competir conmigo mismo. Los grandes escritos se los dejo a los grandes escritores. Yo me quedo con el gusto por escribir, que es una manera de decir lo que siento. No importa que el escribir no sirva para resolver conflictos. No importa que se diga que la literatura para nada sirve. Se puede vivir sin ella, es cierto, pero a mí me entretiene y, con ella, al menos, hago uso del derecho que tengo a expresar mis pensamientos y emociones. Entonces seguiré aquí, todavía acercándome a las letras, así sea con algunos modestos Escritos de ocasión que iré dejando en esta página para que las lea algún desocupado que quiera atreverse a hacerlo.
Más adelante, cuando realmente aprendí a leer, me gustaba alquilar por cincuenta centavos, cuando los tenía, cualquiera de las revistas de historietas que algún niño negociante del barrio colgaba de un alambre, en la fachada de su casa. Pero, si no tenía el dinero, esperaba a que otro niño “más adinerado que yo” la alquilara para pedírsela prestada por un ratico.
Los primeros libros de literatura que tuve oportunidad de palpar, fueron los que mi hermano mayor conseguía ocasionalmente, cuando podía alargar un poco el salario que devengaba como mensajero, el cual nunca era suficiente para el sostenimiento de la familia. Mi hermano irradiaba cierto carisma en torno suyo. Lo sé porque los amigos de él tenían la costumbre de reunirse en mi casa, que no era mía, para conversar, echar chistes y tomar café. Ninguna vez lo hicieron en otra parte. A eso se reunían porque, al menos por aquella época, no solían tomar licor cuando estaban reunidos. Esto lo puedo asegurar porque yo me mantenía atento a lo que mi hermano hacía y decía. Sin que se lo hubiera dicho alguna vez, yo siempre quería ser como él. Sin duda, él era mi referente paterno.
Una noche, estando él reunido con sus amigos, les dijo que quería comprarse El Quijote: entonces pensé que también yo lo compraría cuando fuera mayor. Otro día manifestó que quería escribir un libro, y yo me figuré escribiendo uno también. En otra oportunidad estuve hojeando uno de sus libros y encontré una nota manuscrita por él, con unos versos. En esa época se acostumbraba memorizar, transcribir y recitar la poesía contemporánea. Pero yo nunca supe quién pudiera haber escrito aquellos versos o, incluso, si quizá eran de él. De todas maneras, mi memoria todavía los conserva:
Opino yo lo mismo que esas gentes
Me gusta porque son indiferentes
Y el dilema bien claro han planteado
O aspirar a ser sabios, elocuentes
O a llevar la vidorria del casado.
Yo no sabía qué era vidorria, pero me imaginé que sería algo tan aburrido, que desde ese momento decidí no casarme jamás. Aunque mi hermano se casó al poco tiempo del día en el que yo encontré esa nota, a mí nunca se me ocurrió pensar que él no tuviera coherencia entre su decir y su hacer. Simplemente, así como le gustaba leer novelas, también leía poesía. Entonces yo me dije que leería algún libro de poesía cuando mi hermano lo comprara. No le iría yo a decir que comprara un libro para mí, pues, a pesar de mi corta edad, ya sabía de las dificultades económicas que había en casa. Creo que lo supe por mera intuición, cuando en una sola oportunidad le pedí algún dinero, quizá con el propósito simple de tenerlo en mi bolsillo. Pero él me hizo la pregunta precisa: “¿Para qué lo necesita?”. Entonces yo, con un mero gesto, le di a entender que no tenía argumento. Entonces él respondió a mi gesto: “Otro día, porque hoy no tengo”. Entonces comprendí que el escaso dinero que él podía conseguir apenas daba para cubrir las necesidades diarias y, quizá, también para algún libro que de pronto aparecía en casa.
Algún día noté que mi hermano empezó a llevar la revista Selecciones del Reader's Digest, que yo empecé a llamar, simplemente, Selecciones, porque no sabía qué significaban ni tampoco sabía pronunciar las otras dos palabras. Puedo decir que esa fue la primera revista que conocí en mi vida. De ella, yo leía algunos artículos que hacían parte de secciones que siempre se mantuvieron en la revista y me gustaron desde el comienzo: “La risa, remedio infalible”, “Enriquezca su vocabulario” y “Citas citables”. Esos, sobre todo. Esta revista la llevó mi hermano a la casa por mucho tiempo. Y me parece increíble que todavía exista en el mercado.
A medida que fui creciendo, empecé a percatarme de que mi hermano mantenía un libro cerca, conforme lo iba leyendo. Entonces yo esperaba, acucioso, a que él terminara la lectura para leerlo yo también. Creo así fue como leí la primera novela: Papillón, de Henri Charrière. Papillón, que significa mariposa: un título perfecto para una novela que relata la permanente intención de fuga, o de vuelo, de un presidiario. Cuando terminé su lectura, me sentí como un héroe por haber sido capaz de leer un libro tan voluminoso. Me entretuve tanto con esa novela, con la trama, con la manera como el autor narra las aventuras de su protagonista, que decidí seguir pendiente de los libros que mi hermano llevara.
Cualquier día lo escuché decirles a sus amigos que había leído que Alexander Solzhenitsyn había sido apresado, en décadas pasadas, porque Stalin lo había acusado de “ser un gusano”. Yo no sabía quiénes eran esos dos señores ni porqué se le pudiera ocurrir a alguien comparar a una persona con un gusano. Pero si mi hermano lo mencionaba, valía la pena averiguarlo. Yo estaba apenas en edad escolar y mis pocos amigos eran niños como yo, sin muchos intereses literarios. Pero, no sé por qué, esos dos nombres y la mención del gusano se me grabaron.
Lo que más recuerdo de mi vida escolar son las clases de religión. Pero no precisamente cuando teníamos que recitar frases textuales del catecismo, como una del Génesis, que recuerdo muy bien: Cuando Dios creó al hombre, lo creó a su imagen; varón y mujer los creó. Yo me había aprendido esta frase porque el profesor preguntaba diariamente a alguien, al azar, una de las frases que eran tarea cotidiana. Decía que la recuerdo bien, porque cuando el profesor le preguntó a uno de mis compañeritos del grupo por la frase del día, éste respondió: Dios creó al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; macho y hembra los creó. Entonces yo solté qué carcajada porque para mí, hasta ese momento, los términos macho y hembra se referían solamente a los animales. Yo no podía parar de reír y todos me miraban, algunos también sonriendo, y cuando me iba calmando, miraba a aquel niño supuestamente “tan bruto” y volvía a reír porque me imaginaba a un animal al lado mío. Después de esto fue que vino la vergüenza por mi ignorancia cuando el profesor explicó para el grupo, porque éramos varios los que estábamos en el error, el significado de aquellas palabras.
Decía entonces que me gustaban las clases de religión, pero no por las enseñanzas del catecismo ni por las frasecitas aquellas, sino por los “cuentos” de historia sagrada que nos relataba el profesor con tanta gracia. Me gustaba, por ejemplo, el cuento de las siete plagas de Egipto, la apertura del mar en dos para que pasaran los israelitas que eran perseguidos por los egipcios, el abandono de Moisés en una canasta junto al río Nilo, entre muchas otras. Puedo decir que, si algo le debo yo a la religión católica, es el gusto que me quedó desde la infancia por los cuentos fantásticos, gracias a la manera como nos los contaba mi profesor. Todavía me entretengo a veces leyendo esta mitología bíblica.
Cuando apenas empezaba la década de los años setenta del siglo XX, yo estaba dejando una escuelita para varones en la que, por fin, después de varios años, había empezado a sentirme cómodo. Así que dejé la escuela con nostalgia, por la comodidad que me brindaba el hecho de hacer parte del grupo de “los mayores”, para ingresar al bachillerato con una especie de terror por la indefensión que significaba para mí, volver a hacer parte del grupo de “los menores” y la consecuente posibilidad de que se repitieran las desagradables experiencias vividas en el primer grado de escuela cuando, debido a mi falta de sociabilidad, creía que todos mis compañeritos iban a hacerme daño.
Así fue como entré, por primera vez en mi vida, a un edificio que, en ese momento, se me hacía inmenso. Todos, en el salón de clases, me eran extraños y yo no quería amigarme con nadie. Así que, en los recreos, buscaba algún rincón desde donde pudiera observar aquel mundo bullicioso. Pero, obligado por la nueva situación que vivía, tuve que empezar a establecer relaciones con los compañeros de clase y luego con los de otros cursos, hasta que mi timidez empezó a ceder.
El colegio era parroquial y tenía la biblioteca en un edificio alterno que también alojaba una pequeña capilla, la cual había sido, en tiempos pasados, la iglesia principal del municipio de Bello. Desde la primera vez que entré allí, me gustó ese ambiente: el de la biblioteca, quiero decir. Todavía recordaba el comentario de mi hermano, así que pronto quise saber quién era Solzhenitsyn. Entonces pregunté en el colegio y un profesor me dijo que era un escritor ruso, que recientemente había recibido el premio nobel de literatura y quien, en alguna oportunidad, había sido encarcelado por sus críticas al régimen. Entonces fui a la biblioteca y allí encontré el libro El primer círculo. Lo leí con interés de saber por qué era catalogado como gusano, pero no pude encontrar algo que me resolviera mi duda. De todas maneras, me llamó la atención este escritor, y más adelante leí también Archipiélago Gulap. Así entendí mejor la razón de las desavenencias políticas entre estos dos personajes.
Lo cierto es que cada vez me iba interesando más por la lectura, sobre todo de los libros que llegaban a mi casa: así fue como leí también, en mis primeros años de lector, Los negroides, El maestro de escuela y El remordimiento, todos ellos del escritor Fernando González quien, quizá por ser conterráneo, le gustaba mucho a mis hermanos.
Durante el segundo año de bachillerato mi mundo creció mucho más y fue en ese lapso, lo digo con seguridad, cuando la mente se me fue abriendo a otros ámbitos porque fue el año en el que empecé a recibir clases de historia y de lenguaje. Por fortuna para mí, el profesor de historia era otro “cuentero”, tan ameno como el que tuve en la escuelita cuando relataba el cuento de “Las siete plagas de Egipto” y los otros tantos que me habían gustado.
Ahora también, en las clases de lenguaje, me entretenía tratando de encontrar errores en el habla de mis compañeros, a la vez que me cuidaba de no cometerlos yo, puesto que lo primero lo premiaba el profesor a quien se percatara del error, pero lo segundo lo castigaba con una anotación negativa.
Más adelante me volví asiduo visitante de la biblioteca de Fabricato, que era más grande y más completa que la del colegio. Además, en ella había siempre una diversidad de periódicos, cuya lectura me había interesado desde cuando un profesor me enseñó la mejor manera de leerlos: primero, el editorial, para tener una idea de la orientación que guía al periódico. Luego, titulares de las noticias del país, abordando la lectura del artículo que me llamara la atención. “Después ―me dijo mi profesor―, lea los artículos de opinión y salte luego a las noticias internacionales, para estar enterado de lo que está pasando en el mundo”. A mí me extrañó mucho aquello de los artículos de opinión, pues yo no sabía que era tan normal escribir opiniones y, sobre todo, me interesó mucho leer opiniones acerca de aquello de lo cual nadie más había opinado.
Como yo le dedicaba a esta actividad en la biblioteca gran parte del tiempo libre, el resto era para las tareas académicas y ya. Fue así como “descuidé” el acercamiento a la literatura que había iniciado, limitándome apenas a algunos textos mandados por el profesor de español. Sin embargo, gané mucho con la costumbre de leer periódicos porque cuando cursaba el tercer grado de bachillerato, ya había leído lo que estaba pasando en Vietnam, sabía de la participación de Estados Unidos en esta guerra y empecé a establecer una muy primaria relación entre la historia y lo que estaba ocurriendo en el mundo, como el golpe de estado con el que los militares chilenos derrocaron al presidente Allende, por ejemplo.
Esto último sucedió un martes en el que, estando yo en mi casa a medio día, a pesar de ser un día hábil de clases ―quizá estaba suspendido por llevar el cabello largo, cosa que estaba prohibida en el colegio― empecé a escuchar un raro ruido que salía del viejo receptor de radio que había en la casa. No sé quién lo había encendido justo en el momento en el que se transmitía, en uno cualquiera de los noticieros, el bombardeo sobre el Palacio de la Moneda en Chile. La voz del locutor se mezclaba con el sonido de las balas y de la algarabía, que también alcanzaba a escucharse. Yo no entendía muy bien lo que había pasado, pero fue suficiente para inquietarme. Cuando pude volver al colegio, empecé a preguntar por lo sucedido, fui a la biblioteca para leer lo que decían los periódicos sobre este suceso y así me enteré del golpe de estado, de la consiguiente muerte de Allende y el inmediato reemplazo por parte del dictador Pinochet.
Quizá el hecho de que hubiera tenido la oportunidad de vivir mi adolescencia en una década tan agitada como la del setenta del siglo pasado, propició en mí una formación ideológica que me llevó a la lectura de libros alusivos al fenómeno social que se estaba viviendo. Así fue como supe que, además de Chile, también Nicaragua, Paraguay, Haití, Argentina, Uruguay, Bolivia y Brasil estaban siendo gobernados por dictadores militares, todos ellos de extrema derecha, auspiciados por Estados Unidos. Entre tanto, el mismo Estados Unidos mantenía bloqueado a Cuba porque lo gobernaba Fidel Castro, un dirigente de izquierda que le había dado un golpe de estado a Fulgencio Batista, otro dictador de derecha que también fue protegido por aquel país. Yo entonces empezaba a entender la diferencia entre derecha e izquierda, en términos políticos, así como lo que estaba motivando aquella agitación política.
Por aquellos días, como cualquier adolescente rebelde, yo había dejado de mirar únicamente hacia el “rinconcito” en donde estaba mi referente paterno, porque ahora se me había abierto el campo de visión hacia el resto del mundo y empezaba a tener un pensamiento más propio. Yo miraba para todos lados y fui conociendo personas a quienes, igual que a mí, les inquietaba la situación que se estaba viviendo, incluso en Colombia porque aquí también se movía la cosa política. Aquí estaba llegando a su fin el régimen bipartidista llamado Frente Nacional, en el cual, por dieciséis años, solamente tenían derecho a gobernar, de manera intercalada, dos partidos políticos: el liberal y el conservador. Durante esos dieciséis años surgieron diversos grupos guerrilleros y partidos políticos ilegales, quizá como respuesta a la negativa de participación en el poder de otras fuerzas políticas diferentes a los colores rojo o azul que simbolizaban, respectivamente, a los dos partidos mencionados.
En esos años de aquel naciente pulso político por el poder, empezó a incrementarse la actividad guerrillera y las autoridades se mantenían al acecho de quienes, por su manera de pensar, pudieran llegar a generar algún conflicto. Así fue como se acrecentaron los allanamientos a residencias de personas sospechosas de pertenecer a alguna organización política de izquierda y se empezó a encarcelar por esta simple sospecha, aumentando cada vez más el número de presos políticos, así como las torturas físicas y psicológicas a los detenidos por esta causa. Esta situación de aumento de presos políticos, que era común en diversos países de América, propició que fuera también en aumento el deseo e intento de fuga de muchos de estos presos, como única forma de continuar la lucha. Una de las fugas más exitosas ocurrió en el Penal de Punta Carretas, en Uruguay, desde donde se escaparon ciento once presos políticos.
Yo quería encontrar, en la literatura novelesca, alguna alusión a este fenómeno social, con el propósito de comparar los acontecimientos que estaban en desarrollo en América, con otros similares que hubieran sucedido en otros lugares del mundo. Fue cuando me recomendaron leer a los escritores rusos Máximo Gorki y León Tolstoi. Así fue como leí, del primero, las novelas Mis confesiones y La madre y, del segundo, Los Cosacos, Sonata a Kreutzer y La muerte de Iván Ilich. Creo que desde la lectura de estas novelas empecé a ver la posibilidad de escribir textos literarios con base en hechos noticiosos y asuntos cotidianos.
Entonces me pareció oportuno comparar las aventuras que vivió Henri Charrière, y que le sirvieron como pretexto para la novela Papillón, con la fuga de los presos en Uruguay. De esta manera, se me ocurrió la idea de escribir un cuento con base en una fuga de presos políticos, de cuyo argumento harían parte algunos de los sucesos relacionados con las luchas por el poder que se estaban fraguando en Latinoamérica, los cuales eran fuente noticiosa en los periódicos. Ese cuento lo escribí mucho tiempo después, y el asunto del que se trató me dio suficientes pretextos para escribir una novela basada en el mismo relato.
A comienzos de la década de 1980, la tensión en América empieza a bajar, las dictaduras militares van de salida por diversas circunstancias y la participación en la política gubernamental del país iba siendo más incluyente, aunque todavía muy viciada por las costumbres corruptas. Entonces mi furor político empieza a bajar también, y es cuando me da por mirar hacia donde antes había tirado la mirada apenas de refilón: ahora se me metió el antojo por una novia… y encontré una: hermosa, brava y rebelde, como yo la quería. Entonces decidí retractarme del pensamiento que tuve cuando niño, respecto a la vidorria del casado… y me casé. Me casé, pues, al fin y al cabo, mi hermano también lo había hecho. Y él, que había pasado a ser algo así como mi querido contradictor ideológico, no tuvo reparos en ser mi padrino de bodas. Creo que estuvimos mano a mano: yo nunca le hablé de incoherencias por lo de la vidorria del casado, y él tampoco lo hizo conmigo por el hecho de haberme casado por la iglesia católica, a pesar de ser yo un ateo declarado. Pero la verdad fue que yo estaba tan enamorado de mi novia que, aunque mi intención era vivir en unión libre con ella, no le objeté cuando condicionó la cosa a que fuera una boda con un cura como testigo, a fin de no afectar la relación con sus padres.
Más adelante, cuando la agitación emotiva por mi nuevo estado fue entrando en calma, me percaté del abandono en el que había dejado a mis antiguas lecturas. En ese momento volví a sentir esa especie de espaldarazo inconsciente que me había dado mi hermano, cuando dejaba por ahí el libro que terminaba de leer. Consideré que él, sin proponérselo, había hecho ya bastante por mí en el ámbito literario y que yo debía seguir en mis búsquedas. De inmediato, separé algunos libros de literatura que tenía, compré otros y volví a las viejas y agradables lecturas, a la vez que fui escribiendo algunas notas, esbozos de cuentos y otras “apuntaciones en el bus”, como acostumbraba llamar a mis apuntes. Hasta que un día, sin habérmelo propuesto y casi de manera accidental, apareció frente a mí, como de la nada, el escritor Mario Escobar Velásquez.
A Escobar Velásquez lo conocí personalmente cuando él había escrito más de quince obras literarias y yo escasamente había podido escribir algunas páginas; lo conocí cuando yo apenas chapuzaba en las letras, con muchas ayudas, y él, en cambio, era capaz de profundizarse a “pulmón libre” en el mar inmenso de la literatura. En cada uno de los encuentros que teníamos en el taller, le llevaba yo lo que había escrito y él lo criticaba sin compasión. Pero un día escribí un cuento que él calificó con un halago: “con razón se llama Mario”, me dijo, cosa que me agradó porque sabía que él estaba lejos de ser adulador. Se trataba del cuento Rabiosamente fiel, título éste que fue sugerido por él mismo. Aquel comentario que hizo del cuento me obligó a exigirme mucho más, con la intención de que lo que escribiera de ahí en adelante no podía ser inferior a lo que ya había producido. Pero eso era casi una ilusión. Al cabo del tiempo logré escribir algunos cuentos que Escobar Velásquez no despreció, los cuales agrupé en el libro Cuentos de varias edades, que también él aceptó prologar, no sin antes decirme que ese era apenas el pregrado: “para llegar por lo menos a la especialización tenía que escribir siquiera una novela”, me dijo. Lo mismo acostumbraba decirle a todo aquel que ya se desenvolvía con cierta seguridad en la escritura de cuentos. Entonces, en vista de que el cuento Rabiosamente fiel me coqueteaba para que le diera continuidad por diversas vertientes, fue mi pretexto para escribir, también bajo la tutoría de él, la novela Procede como Dios, que nunca llora.
De la colección de cuentos, Escobar Velásquez escogió Florentina Quintero para publicarlo en la Revista Agenda Cultural de la Universidad de Antioquia, y el cuento Capablancas, cuyo título también lo sugirió él mismo, para la segunda edición del libro Antología comentada del cuento antioqueño, publicación póstuma realizada más adelante por fondo editorial de la de la Universidad de Antioquia.
Luego fue que decidí escribir, como reconocimiento a sus enseñanzas, el libro Disertaciones de un aprendiz, en torno a la novela. Un libro de cual podría decir que es apenas una chapuzada en un género literario que no había abordado aún: el ensayo. Así que metí la cabeza y di unas cuantas brazadas por la superficie del ensayo, con esta tesis como idea central: el escritor Mario Escobar Velásquez se aseguró de que, en sus novelas, quedaran huellas legibles de la técnica utilizada por él para escribirlas. Entonces me lancé a nadar en su obra, sobre todo en la novelesca, para registrar cada frase en la que se hiciera explícita la manera como este escritor se las ingeniaba para que sus personajes hablaran acerca de cómo se escribe una novela. De manera que éstos, sus personajes, daban puntadas y él afianzaba la idea que había puesto en boca de su personaje, siempre que se le presentara la oportunidad de responder alguna pregunta que le hicieran en los talleres, en una entrevista o al prologar algún libro.
Habiendo pasado ya tanto tiempo desde cuando empecé a seguir a mi hermano en sus propósitos literarios, ahora sé dos cosas: que apenas estoy comenzando la loma y que difícilmente podré avanzar más de lo que ya he recorrido. Así que seguiré rodando en terreno plano, sin afán de competir conmigo mismo. Los grandes escritos se los dejo a los grandes escritores. Yo me quedo con el gusto por escribir, que es una manera de decir lo que siento. No importa que el escribir no sirva para resolver conflictos. No importa que se diga que la literatura para nada sirve. Se puede vivir sin ella, es cierto, pero a mí me entretiene y, con ella, al menos, hago uso del derecho que tengo a expresar mis pensamientos y emociones. Entonces seguiré aquí, todavía acercándome a las letras, así sea con algunos modestos Escritos de ocasión que iré dejando en esta página para que las lea algún desocupado que quiera atreverse a hacerlo.