Collage: Alejandro Valencia Tobón
El final de lo vivido
Muchos años después, cuando habíamos acabado de entrar de un receso después de la primera sesión de una clase que yo estaba dando, llegó hasta la puerta del aula una joven haciéndome señas a través del vidrio que servía de visor. La joven había puesto su mano derecha a la altura de la mejilla, con el pulgar extendido hasta la oreja y el meñique hacia los labios. Cuando nos comunicamos con gestos en lugar de palabras, es como si los sonidos también se hicieran presente: en este caso era el sonido del repique del teléfono. Le respondí con otro gesto, indicándole que no podía atender la llamada. Ella se regresó y yo me excusé por la interrupción. No quería ser incoherente, pues yo acababa de solicitar a los participantes que apagaran sus equipos de comunicación, ya que consideraba una falta de respeto con el grupo cuando sonaba un aparato de esos en mitad de clase. Luego continué con mi exposición.
No pasaron tres minutos cuando de nuevo se presentó la joven, ahora con los ojos muy abiertos y una expresión en su rostro que parecía que hubiera visto a un muerto. Abrí la puerta para decirle que por favor no me interrumpiera más la clase, pero ella insistió en que se trataba de una emergencia familiar. De nuevo me disculpé ante el grupo y salí hacia la oficina central. Fui hasta el teléfono y respondí con un “hola” desganado. Escuché la voz de mi hermano mayor:
—¿Por qué tanta demora para pasar al teléfono?
—No es conveniente interrumpir una clase para atender una llamada telefónica.
—Está bien: entonces no le interrumpo más. Sólo llamé para decirle que mi padre acaba de morir.
No sé describir lo que sentí en ese momento. La muerte siempre será un disparador de emociones que nunca alcanzamos a prever. A pesar de la edad avanzada de mi padre, su muerte llegó como casi siempre llega: sin avisos. Después de soltarme estas palabras, mi hermano me dio algunas indicaciones del lugar en donde se encontraba y creo que yo le dije que iría cuanto antes.
Regresé al salón de clases en donde los asistentes, reunidos en corrillos, sostenían conversaciones disímiles. Me paré frente al grupo, en silencio, y los tonos de las voces empezaron a bajar hasta convertirse en cuchicheos que finalmente fueron apagándose, hasta que sólo se escuchó el rumor del ambiente. Yo esperé un momento, mirando nada, y luego dije como si fuera el eco de la voz de mi hermano:
—Mi papá acaba de morir —luego, tal vez porque sentí que había dejado la frase empezada o quizá porque, a pesar del desasosiego, me di cuenta de que tenía que resolver la situación de ellos, les dije, terminando la frase—: yo no estoy bien para continuar con la clase. Pueden hacer lo que consideren.
Después de un momento de silencio, salí del salón. Fui hasta mi casa, luego hice algunas diligencias, necesarias en estos casos, y después caminé. Caminé solo, para poder escuchar mis pensamientos. No pretendía ordenarlos porque el desorden en ellos es su cualidad más característica, sobre todo en estos casos. Así que estuve pensando largamente en la muerte y también en la vida, pues en ese momento se me hicieron iguales. Pensé entonces en esta paradoja: la vida, es una forma de morir. Nuestra muerte se acerca en la medida en que vamos viviendo. Cuando hablamos de momentos vividos estamos hablando, sin darnos cuenta, de momentos muertos. Así, el pasado de la vida es la muerte y también ésta será su futuro. Quizá cuando celebramos un cumpleaños lo que hacemos es tratar de ocultar la realidad de una vejez que se acerca y que desbordará sin remedio en ese final conocido que no nos gusta nombrar en tanto que significa la separación definitiva de todo cuanto nos rodea. Así, la vida va avanzando hacia la muerte o, si se quiere, hacia la nada, como lo que éramos. Como la ilusión del círculo formado por la hélice en movimiento, o como el avance de las manecillas de un reloj que en realidad marca los minutos que van hacia el pasado, así mismo vemos crecer lo que está vivo cuando en verdad está decreciendo.
Esta paradoja de la vida es tan presente como el movimiento que nos caracteriza. Pero, ¿de dónde nos viene realmente esta animación? ¿Qué es lo que hace posible este movimiento? ¿Qué es lo que nos mantiene vivos? ¿Los deseos, acaso? ¿Para qué estamos aquí? Si lo que nos mantiene vivos son los deseos, ¿qué pasaría si se renunciara a ellos?
Me invadió entonces una tristeza rara que intenté definir, pero no hallé manera de hacerlo. Pensé que era la partida de mi padre lo que me hacía sentir así, pero no. Supe que aquello había sido apenas un evento que me hacía detenerme a reflexionar sobre el significado de la vida. Con este acontecimiento vi más claramente cómo la vida a través de su homóloga, la muerte, nos dice a cada rato que es mera ilusión todo aquello por lo que hemos decidido luchar un día. Ocurre esto igual cuando logramos las metas que nos propusimos otrora que cuando vemos esfumarse a esas, nuestras aspiraciones que en aquel momento vimos tan alcanzables.
Cada meta que vamos logrando es como una fuerza que nos acelera para ir en busca de otra. Es como si la una, ya envejecida por el tiempo que fue preciso invertir para alcanzarla, pariera otra que empieza a crecer dentro de nosotros. Entonces, iniciamos una nueva búsqueda. Nos pasamos así la vida. Se nos va pasando así la vida.
A veces, cuando descubrimos este círculo de ilusiones que nos envuelve, tratamos de romperlo, casi siempre débilmente y en algunas veces con ímpetu. Es decir que nos quedan dos alternativas: o seguimos en él, dejándonos arrastrar como si estuviéramos dentro de una rueda en movimiento y aferrados a ella por el temor a la caída, o rompemos definitivamente con este círculo que nos mantiene atados.
Pero sucede que, cuando creemos haber dejado atrás este círculo, no hemos logrado más que caer de nuevo en él porque su envolvente sigue estando allí, de manera que aquello que creíamos haber logrado no es más que otra ilusión. Creyendo haber satisfecho un deseo, vienen entonces otros, distintos pero que igual nos hacen seguir en el círculo, engañándonos nosotros mismos con la falsa creencia de que estamos libres de él: nueva ilusión ésta.
Me parece que las ilusiones son como hermanas mayores de los deseos. Pero, ¿qué es la vida sino un permanente deseo?, ¿Qué otra cosa puede mover al individuo si no son las metas, que en última instancia son deseos? Se dice que las metas nos mantienen vivos. Sin embargo, ¿acaso cuando deseamos que algo se dé no estamos deseando que pase el tiempo? ¿Y qué es el paso del tiempo si no el final de aquella serie de momentos de los que está hecha la vida? ¿No es entonces este final lo que nos acosa? Estamos inmersos en esta contradicción, de la cual no podremos librarnos en tanto que la vida esté presente. Así, podría decirse que lo último que pudiera desearse es la muerte y, por eso, hasta el último respiro estamos deseando. O también que quien no desea, finalmente está deseando la muerte, como última alternativa de vida.
No recuerdo lo que vi mientras caminaba, pero sé que la soledad me hizo bien o, por lo menos, mis reflexiones me ayudaron a tranquilizarme. Más tarde llegué a la sala de velación. Allí vi muchos rostros, unos conocidos y otros que no recordaba haber visto antes. “¡Es curioso cómo atrae la muerte! ¡Es increíble la capacidad de aglomeración que tiene!”, pensé en aquel momento. A mi paso por entre los concurrentes, saludé a familiares y amigos mientras que me iba acercando al féretro. En estos casos no hay mucho qué decir: un “hola”, cuando más, o un beso a los más allegados, suelen ser suficientes.
Llegué hasta la ventanita de la caja y me quedé mirándolo. Me quedé mirándolo, sin saber qué miraba. Lo que había allí no era mi padre porque, simplemente, él ya no era. Ya no existía. Se es cuando se vive y era esto, la vida, lo que precisamente faltaba allí. ¡Qué misterio tan horrible es el de la muerte! ¡Qué poca capacidad tenemos para acostumbrarnos a ella! Es como la única excepción de la costumbre. De las bocas de los presentes salían rezos que, para mí, sólo eran como el murmullo del agua cuando corre. Pensé en la muerte como esa mensajera que viene a recordarnos lo efímera que es la vida. ¡Somos tan poco en este universo tan lleno! Dejamos aquí todo cuanto de cosas pudimos acumular en la vida, y se va con nosotros lo que hayamos depositado en esa increíble biblioteca que es el cerebro.
Mis pensamientos se desordenaban, interrumpidos a veces por los murmullos que seguían: “Dadle Señor el descanso eterno”, decía alguien en tanto que los otros contestaban: “Y alumbre para él la luz perpetua”. “La luz perpetua”, dije quedamente. Sería horrible vivir en la perpetuidad. Si algo perpetuo existiera sería una tortura vivir con ello. Eché un vistazo a los que rezaban y pensé que tal vez lo que pedían con sus rezos no era la luz perpetua para el muerto, que al fin y al cabo muerto estaba, sino para ellos. Para que la vida no se les acabara. Pensé entonces que era eso lo que atraía de la muerte, que era a eso a lo que se iba a los funerales: a celebrar la vida que todavía se tiene. Nos creemos inmortales en tanto que nos resistimos a asumirla a ella, a la muerte, como parte de la vida. Esta muerte que, aun sabiéndola tan cercana, aun sabiendo que está ahí, la sentimos tan distante como si no fuéramos a ser alcanzados por ella. Por eso planeamos a largo plazo. Acumulamos saberes sin cansancio como para entregárselos todos a ella, a la muerte, como una especie de ofrenda por permitirnos descubrir al fin su misterio.
Entonces todo queda ahí. No importa cuánto se haya luchado, cuántos planes se hayan hecho o dejado hacer, cuántas metas y fracasos y amores y deseos y orgasmos se hayan tenido. Cuántos secretos que sí se van con uno y cuántos hijos que se quedan como reemplazos naturales para seguir luchando, haciendo planes a largo plazo, logrando metas, teniendo fracasos, conquistando amores, sintiendo deseos, teniendo orgasmos y guardando secretos hasta que llega nuevamente ella y todo se lo entregan, también ellos, a cambio de permitir que se revele el misterio. Un misterio que finalmente siempre se revela. Se le revela no solo a quienes nunca lo pidieron sino también a aquellos que, en tanto poetas, se atrevieron a exigirlo con sus versos:
“Oh qué misterio espantoso
es este de la existencia.
Revélame algo, consciencia,
Háblame, Dios poderoso”.
Los pensamientos seguían atropellándome. Me llegaban y se me iban. Se iban detrás de los rezos. “¿Cuándo me llegará el turno?”, pensé. “¿Qué se sentirá en el último momento?” Si Dios existiera, Él lo sabría. Pensé entonces en el Poeta y decidí, como él, exigir: “háblame también a mí, Dios, si es que existes, y dime ¿por qué he de esperar hasta mi muerte para conocer el misterio? ¿Por qué, siendo libre de auto determinarme, no puedo escoger el momento final? Si no pude decidir nacer o dejar de hacerlo, ¿por qué ahora se me constriñe a esperar que también la decisión última venga de fuera de mí?”. Entonces repetí aquellos versos porque tampoco yo podía comprenderlo:
“Hay un no sé qué pavoroso
en el fondo de nuestro ser.
¿Por qué vine yo a nacer?
¿Quién a padecer me obliga?
¿Quién dio esa ley enemiga
de ser para padecer?”
Los pensamientos me llegaban y se me confundían en aquella “hora de tinieblas”, hasta que fueron interrumpidos de nuevo por los rezos, ahora más fuertes, que me indicaron que era el momento de retirar el cadáver de aquella sala. Lo miré por última vez y salí detrás del gentío.
Todavía hoy, no dejo de recordar la frase con la que resumió mi madre mi pregunta acerca de las posibles razones que llevaron a mi padre a mantenerse en silencio y alejado de todo:
—Ay, hijo: él no era así, pero así fue como usted lo vio siempre: por ratos, y en silencio. Fueron ausencias y silencios obligados.
No pasaron tres minutos cuando de nuevo se presentó la joven, ahora con los ojos muy abiertos y una expresión en su rostro que parecía que hubiera visto a un muerto. Abrí la puerta para decirle que por favor no me interrumpiera más la clase, pero ella insistió en que se trataba de una emergencia familiar. De nuevo me disculpé ante el grupo y salí hacia la oficina central. Fui hasta el teléfono y respondí con un “hola” desganado. Escuché la voz de mi hermano mayor:
—¿Por qué tanta demora para pasar al teléfono?
—No es conveniente interrumpir una clase para atender una llamada telefónica.
—Está bien: entonces no le interrumpo más. Sólo llamé para decirle que mi padre acaba de morir.
No sé describir lo que sentí en ese momento. La muerte siempre será un disparador de emociones que nunca alcanzamos a prever. A pesar de la edad avanzada de mi padre, su muerte llegó como casi siempre llega: sin avisos. Después de soltarme estas palabras, mi hermano me dio algunas indicaciones del lugar en donde se encontraba y creo que yo le dije que iría cuanto antes.
Regresé al salón de clases en donde los asistentes, reunidos en corrillos, sostenían conversaciones disímiles. Me paré frente al grupo, en silencio, y los tonos de las voces empezaron a bajar hasta convertirse en cuchicheos que finalmente fueron apagándose, hasta que sólo se escuchó el rumor del ambiente. Yo esperé un momento, mirando nada, y luego dije como si fuera el eco de la voz de mi hermano:
—Mi papá acaba de morir —luego, tal vez porque sentí que había dejado la frase empezada o quizá porque, a pesar del desasosiego, me di cuenta de que tenía que resolver la situación de ellos, les dije, terminando la frase—: yo no estoy bien para continuar con la clase. Pueden hacer lo que consideren.
Después de un momento de silencio, salí del salón. Fui hasta mi casa, luego hice algunas diligencias, necesarias en estos casos, y después caminé. Caminé solo, para poder escuchar mis pensamientos. No pretendía ordenarlos porque el desorden en ellos es su cualidad más característica, sobre todo en estos casos. Así que estuve pensando largamente en la muerte y también en la vida, pues en ese momento se me hicieron iguales. Pensé entonces en esta paradoja: la vida, es una forma de morir. Nuestra muerte se acerca en la medida en que vamos viviendo. Cuando hablamos de momentos vividos estamos hablando, sin darnos cuenta, de momentos muertos. Así, el pasado de la vida es la muerte y también ésta será su futuro. Quizá cuando celebramos un cumpleaños lo que hacemos es tratar de ocultar la realidad de una vejez que se acerca y que desbordará sin remedio en ese final conocido que no nos gusta nombrar en tanto que significa la separación definitiva de todo cuanto nos rodea. Así, la vida va avanzando hacia la muerte o, si se quiere, hacia la nada, como lo que éramos. Como la ilusión del círculo formado por la hélice en movimiento, o como el avance de las manecillas de un reloj que en realidad marca los minutos que van hacia el pasado, así mismo vemos crecer lo que está vivo cuando en verdad está decreciendo.
Esta paradoja de la vida es tan presente como el movimiento que nos caracteriza. Pero, ¿de dónde nos viene realmente esta animación? ¿Qué es lo que hace posible este movimiento? ¿Qué es lo que nos mantiene vivos? ¿Los deseos, acaso? ¿Para qué estamos aquí? Si lo que nos mantiene vivos son los deseos, ¿qué pasaría si se renunciara a ellos?
Me invadió entonces una tristeza rara que intenté definir, pero no hallé manera de hacerlo. Pensé que era la partida de mi padre lo que me hacía sentir así, pero no. Supe que aquello había sido apenas un evento que me hacía detenerme a reflexionar sobre el significado de la vida. Con este acontecimiento vi más claramente cómo la vida a través de su homóloga, la muerte, nos dice a cada rato que es mera ilusión todo aquello por lo que hemos decidido luchar un día. Ocurre esto igual cuando logramos las metas que nos propusimos otrora que cuando vemos esfumarse a esas, nuestras aspiraciones que en aquel momento vimos tan alcanzables.
Cada meta que vamos logrando es como una fuerza que nos acelera para ir en busca de otra. Es como si la una, ya envejecida por el tiempo que fue preciso invertir para alcanzarla, pariera otra que empieza a crecer dentro de nosotros. Entonces, iniciamos una nueva búsqueda. Nos pasamos así la vida. Se nos va pasando así la vida.
A veces, cuando descubrimos este círculo de ilusiones que nos envuelve, tratamos de romperlo, casi siempre débilmente y en algunas veces con ímpetu. Es decir que nos quedan dos alternativas: o seguimos en él, dejándonos arrastrar como si estuviéramos dentro de una rueda en movimiento y aferrados a ella por el temor a la caída, o rompemos definitivamente con este círculo que nos mantiene atados.
Pero sucede que, cuando creemos haber dejado atrás este círculo, no hemos logrado más que caer de nuevo en él porque su envolvente sigue estando allí, de manera que aquello que creíamos haber logrado no es más que otra ilusión. Creyendo haber satisfecho un deseo, vienen entonces otros, distintos pero que igual nos hacen seguir en el círculo, engañándonos nosotros mismos con la falsa creencia de que estamos libres de él: nueva ilusión ésta.
Me parece que las ilusiones son como hermanas mayores de los deseos. Pero, ¿qué es la vida sino un permanente deseo?, ¿Qué otra cosa puede mover al individuo si no son las metas, que en última instancia son deseos? Se dice que las metas nos mantienen vivos. Sin embargo, ¿acaso cuando deseamos que algo se dé no estamos deseando que pase el tiempo? ¿Y qué es el paso del tiempo si no el final de aquella serie de momentos de los que está hecha la vida? ¿No es entonces este final lo que nos acosa? Estamos inmersos en esta contradicción, de la cual no podremos librarnos en tanto que la vida esté presente. Así, podría decirse que lo último que pudiera desearse es la muerte y, por eso, hasta el último respiro estamos deseando. O también que quien no desea, finalmente está deseando la muerte, como última alternativa de vida.
No recuerdo lo que vi mientras caminaba, pero sé que la soledad me hizo bien o, por lo menos, mis reflexiones me ayudaron a tranquilizarme. Más tarde llegué a la sala de velación. Allí vi muchos rostros, unos conocidos y otros que no recordaba haber visto antes. “¡Es curioso cómo atrae la muerte! ¡Es increíble la capacidad de aglomeración que tiene!”, pensé en aquel momento. A mi paso por entre los concurrentes, saludé a familiares y amigos mientras que me iba acercando al féretro. En estos casos no hay mucho qué decir: un “hola”, cuando más, o un beso a los más allegados, suelen ser suficientes.
Llegué hasta la ventanita de la caja y me quedé mirándolo. Me quedé mirándolo, sin saber qué miraba. Lo que había allí no era mi padre porque, simplemente, él ya no era. Ya no existía. Se es cuando se vive y era esto, la vida, lo que precisamente faltaba allí. ¡Qué misterio tan horrible es el de la muerte! ¡Qué poca capacidad tenemos para acostumbrarnos a ella! Es como la única excepción de la costumbre. De las bocas de los presentes salían rezos que, para mí, sólo eran como el murmullo del agua cuando corre. Pensé en la muerte como esa mensajera que viene a recordarnos lo efímera que es la vida. ¡Somos tan poco en este universo tan lleno! Dejamos aquí todo cuanto de cosas pudimos acumular en la vida, y se va con nosotros lo que hayamos depositado en esa increíble biblioteca que es el cerebro.
Mis pensamientos se desordenaban, interrumpidos a veces por los murmullos que seguían: “Dadle Señor el descanso eterno”, decía alguien en tanto que los otros contestaban: “Y alumbre para él la luz perpetua”. “La luz perpetua”, dije quedamente. Sería horrible vivir en la perpetuidad. Si algo perpetuo existiera sería una tortura vivir con ello. Eché un vistazo a los que rezaban y pensé que tal vez lo que pedían con sus rezos no era la luz perpetua para el muerto, que al fin y al cabo muerto estaba, sino para ellos. Para que la vida no se les acabara. Pensé entonces que era eso lo que atraía de la muerte, que era a eso a lo que se iba a los funerales: a celebrar la vida que todavía se tiene. Nos creemos inmortales en tanto que nos resistimos a asumirla a ella, a la muerte, como parte de la vida. Esta muerte que, aun sabiéndola tan cercana, aun sabiendo que está ahí, la sentimos tan distante como si no fuéramos a ser alcanzados por ella. Por eso planeamos a largo plazo. Acumulamos saberes sin cansancio como para entregárselos todos a ella, a la muerte, como una especie de ofrenda por permitirnos descubrir al fin su misterio.
Entonces todo queda ahí. No importa cuánto se haya luchado, cuántos planes se hayan hecho o dejado hacer, cuántas metas y fracasos y amores y deseos y orgasmos se hayan tenido. Cuántos secretos que sí se van con uno y cuántos hijos que se quedan como reemplazos naturales para seguir luchando, haciendo planes a largo plazo, logrando metas, teniendo fracasos, conquistando amores, sintiendo deseos, teniendo orgasmos y guardando secretos hasta que llega nuevamente ella y todo se lo entregan, también ellos, a cambio de permitir que se revele el misterio. Un misterio que finalmente siempre se revela. Se le revela no solo a quienes nunca lo pidieron sino también a aquellos que, en tanto poetas, se atrevieron a exigirlo con sus versos:
“Oh qué misterio espantoso
es este de la existencia.
Revélame algo, consciencia,
Háblame, Dios poderoso”.
Los pensamientos seguían atropellándome. Me llegaban y se me iban. Se iban detrás de los rezos. “¿Cuándo me llegará el turno?”, pensé. “¿Qué se sentirá en el último momento?” Si Dios existiera, Él lo sabría. Pensé entonces en el Poeta y decidí, como él, exigir: “háblame también a mí, Dios, si es que existes, y dime ¿por qué he de esperar hasta mi muerte para conocer el misterio? ¿Por qué, siendo libre de auto determinarme, no puedo escoger el momento final? Si no pude decidir nacer o dejar de hacerlo, ¿por qué ahora se me constriñe a esperar que también la decisión última venga de fuera de mí?”. Entonces repetí aquellos versos porque tampoco yo podía comprenderlo:
“Hay un no sé qué pavoroso
en el fondo de nuestro ser.
¿Por qué vine yo a nacer?
¿Quién a padecer me obliga?
¿Quién dio esa ley enemiga
de ser para padecer?”
Los pensamientos me llegaban y se me confundían en aquella “hora de tinieblas”, hasta que fueron interrumpidos de nuevo por los rezos, ahora más fuertes, que me indicaron que era el momento de retirar el cadáver de aquella sala. Lo miré por última vez y salí detrás del gentío.
Todavía hoy, no dejo de recordar la frase con la que resumió mi madre mi pregunta acerca de las posibles razones que llevaron a mi padre a mantenerse en silencio y alejado de todo:
—Ay, hijo: él no era así, pero así fue como usted lo vio siempre: por ratos, y en silencio. Fueron ausencias y silencios obligados.