Collage: Alejandro Valencia Tobón
Mi tío y su mundo
De los hermanos de mi padre solamente llegué a conocer a uno que vivió gran parte de su vida en Venezuela, quien trabajaba allí negociando con no sé qué cosa, hasta cuando decidió regresar a Colombia para ir a buscar a mi padre. Así fue como, cierto día, la soledad de mi padre se vio interrumpida por la súbita llegada de su hermano, quien ahora quería iniciar un nuevo negocio: luego de haber conocido las tierras en las que habitaba mi padre, al parecer las consideró propicias para el cultivo de la coca, quizá debido al escaso riesgo de un ingreso súbito de las autoridades. Le compró entonces a mi padre una buena parte de la finca e inició el ambicionado cultivo. Pero con lo que no contó mi tío, fue con la presencia de los grupos armados que estaban diseminados por aquellas extensas zonas montañosas y se habían constituido en la única autoridad de la región. Éstos no tardaron en enterarse de la siembra y, según se dijo en la zona, lo obligaron a retirar la plantación. Tuvo suerte mi tío de que no le siguieran lo que llamaban un “juicio popular”, cuyo final hubiera sido sin duda una condena a muerte.
Luego del fracaso del cultivo de la coca, mi tío empezó a comerciar con madera: compraba madera de buena calidad que era cortada clandestinamente, ante la prohibición de las autoridades de la explotación de especies que ya casi no había en la zona. Ésta se empacaba en camiones, mezclada con algunas tablas de madera de bajo precio, y la transportaban a Medellín, en donde la vendía obteniendo grandes ganancias del negocio, a pesar del dinero que tenía que entregar en cada retén policial que encontraba durante el recorrido. Mi tío era experto en el soborno a los guardias. Sin embargo, sus mañas no le fueron suficientes en una ocasión en la que dio con un guardia nuevo en su cargo, de tal suerte que no logró persuadirlo para que permitiera el paso del camión. Aquella vez la madera fue decomisada por las autoridades, lo que se constituyó para mi tío en otro gran fracaso.
Con el producto de la venta a mi tío de aquella parte de la finca, mi padre también tomó decisiones: dejó parte del dinero en las cantinas del pueblo y, con el resto, empezó a cultivar cacao. Después de mucha brega con este cultivo, lograba él sacar algunas cosechas que le daban para pagar insumos, jornales y algo para su manutención. Pero también, gran parte de la cosecha era atacada por una la plaga que no dejaba que los frutos maduraran adecuadamente. Cuando estaban apenas pintones, le iban saliendo unas manchas oscuras, de tal suerte que el proceso de maduración de los frutos se quedaba a medio camino y lo poco que se rescataba era vendido a muy bajo precio. Así que, finalmente, lo único que le quedó del negocio con su hermano fue un bosque de árboles de cacao cuyos frutos, no más salían, empezaban a ser carcomidos por la plaga. Parecía como si le cayera una maldición, que se le hubiera echado en tiempos pretéritos, con cada negocio que emprendía. Ya fuera las mulas que no alcanzó a negociar porque el dinero se quedó en las cantinas, o la fracción de finca que tuvo que entregar en pago por las muchas cuentas vencidas, o la cosecha que la plaga no le dejó ver, o el caballo muerto por mordedura de serpiente. Solamente él salía bien librado de todo eso porque, además de las enfermedades propias de su edad, no tuvo otros males ni tampoco hubo qué le hiciera perder la privanza de la que siempre gozó en la región. O tal vez era parte de la maldición el hecho de que no le llegaran enfermedades mayores para que él mismo fuera testigo de sus últimos y ruinosos días. Ruinosos, aunque no ruidosos días, porque aquel estruendo del que ya conté fue apagándose para seguir haciendo en el interior de él un daño callado.
Luego del fracaso del cultivo de la coca, mi tío empezó a comerciar con madera: compraba madera de buena calidad que era cortada clandestinamente, ante la prohibición de las autoridades de la explotación de especies que ya casi no había en la zona. Ésta se empacaba en camiones, mezclada con algunas tablas de madera de bajo precio, y la transportaban a Medellín, en donde la vendía obteniendo grandes ganancias del negocio, a pesar del dinero que tenía que entregar en cada retén policial que encontraba durante el recorrido. Mi tío era experto en el soborno a los guardias. Sin embargo, sus mañas no le fueron suficientes en una ocasión en la que dio con un guardia nuevo en su cargo, de tal suerte que no logró persuadirlo para que permitiera el paso del camión. Aquella vez la madera fue decomisada por las autoridades, lo que se constituyó para mi tío en otro gran fracaso.
Con el producto de la venta a mi tío de aquella parte de la finca, mi padre también tomó decisiones: dejó parte del dinero en las cantinas del pueblo y, con el resto, empezó a cultivar cacao. Después de mucha brega con este cultivo, lograba él sacar algunas cosechas que le daban para pagar insumos, jornales y algo para su manutención. Pero también, gran parte de la cosecha era atacada por una la plaga que no dejaba que los frutos maduraran adecuadamente. Cuando estaban apenas pintones, le iban saliendo unas manchas oscuras, de tal suerte que el proceso de maduración de los frutos se quedaba a medio camino y lo poco que se rescataba era vendido a muy bajo precio. Así que, finalmente, lo único que le quedó del negocio con su hermano fue un bosque de árboles de cacao cuyos frutos, no más salían, empezaban a ser carcomidos por la plaga. Parecía como si le cayera una maldición, que se le hubiera echado en tiempos pretéritos, con cada negocio que emprendía. Ya fuera las mulas que no alcanzó a negociar porque el dinero se quedó en las cantinas, o la fracción de finca que tuvo que entregar en pago por las muchas cuentas vencidas, o la cosecha que la plaga no le dejó ver, o el caballo muerto por mordedura de serpiente. Solamente él salía bien librado de todo eso porque, además de las enfermedades propias de su edad, no tuvo otros males ni tampoco hubo qué le hiciera perder la privanza de la que siempre gozó en la región. O tal vez era parte de la maldición el hecho de que no le llegaran enfermedades mayores para que él mismo fuera testigo de sus últimos y ruinosos días. Ruinosos, aunque no ruidosos días, porque aquel estruendo del que ya conté fue apagándose para seguir haciendo en el interior de él un daño callado.