Fotografía: Jorge Alzate Castaño
Huir para seguir viviendo
Probablemente, luego de huir de aquel infierno, mi padre quiso seguir huyendo de todo lo que le pudiera causar alguna molestia de todo aquello que le restara tranquilidad, de todo lo que le significara bullicio. Y entonces quiso esperar, en silencio, a que la muerte le llegara. Quizá fue cuando eligió ese destierro que le duró tantos años como él nunca se hubiera imaginado. Quizá, de haberlo sabido, habría adelantado su final. Muy probablemente entonces su decisión de exiliarse fue debida a esa gran frustración, al ver cómo se esfumaba aquello que fue su mayor deseo. “¿Qué quedaba ahora?”, pudo haberse preguntado él, y la respuesta de su inconsciente seguramente fue: “La lucha por el no deseo”.
Tal vez lo que pasó con él fue algo así como un huir para seguir viviendo. Huir de todo lo que lo atara, incluyendo la familia: ese núcleo que absorbe, que amarra con unos lazos cuyos nudos, a veces, solamente pueden desatarse mediante hechos violentos que, como casi siempre, generan cambios, revoluciones en las cuales ni siquiera los participantes saben lo que pueden estar desatando. Así que la violencia de aquella incursión pudo desencadenar en él el deseo de desatarse, y huir de todo cuanto hasta ese momento le pudiera representar algún impedimento para hacer lo que quisiera o se le ocurriera, durante el tiempo que le quedara de vida. Por otro lado, no creo que la castidad conyugal haya sido la cualidad más presente en él. De esa posibilidad me habló mi madre, alguna vez que le pregunté si sabía de otras mujeres en la vida de él: “Que las hubiera habido, es lo más probable” —me dijo ella—. “Los hombres nunca están contentos con una sola. Pero que yo sepa, hubo dos con quienes él seguramente quiso tener algo. Lo supe en una de las veces en las que yo fui a ese monte que él tuvo. Yo me había negado rotundamente a irme a vivir a esas tierras, pero eso no quería decir que renunciara a conocerlas. Por el contrario: fui en varias veces y tal vez eso me sirvió para ratificar mi decisión de no vivir por allá”.
Luego de esto, que fue como un preámbulo, mi madre me relató el diálogo que sostuvo con una de las empleadas domésticas de mi padre. Así fue como me lo contó ella: “Durante una de estas visitas conocí a una de las mujeres encargadas de preparar la comida a los trabajadores que allí había. Luego de que ella supo que yo era la esposa del dueño de la finca, y después de haber entrado en confianza conmigo, me dijo:”
—Señora: nunca hubiera pensado que el patrón tuviera una mujer tan educada y bonita como usted. No entiendo cómo puede él estarse tanto tiempo sin ir a verla.
“Le confieso que el halago me hizo sentir bien. Sin embargo, había algo en las palabras de aquella mujer que me llevaron a presentir que quería mencionar algo más. Por eso la induje a que me lo dijera:”
—Lo que pasa es que el ser humano termina acostumbrándose a todo. No sólo lo digo por mí, sino también por él. Puede ser que él tenga otra compañía por acá que le atraiga más.
—Qué va, señora. De haberla, puede que sí. Pero que llegue a superarla a usted, no lo creo.
“Con estas palabras me dio ella pie a hacerle la pregunta directa:”
—Bueno: entonces sí la hay. ¿Acaso sabe usted algo de eso?
—No es que la haya, de verdad, verdad. O por lo menos, yo no lo creo. Pero lo que sí sé es que él le hacía caritas a la “Ojiverde”. Claro que eso ya pasó, señora.
—¿Y quién es la tal “Ojiverde”? —le pregunté a la mujer.
—Se llama Genoveva. Es la mujer de Gabriel, uno de los trabajadores. Pero eso es asunto que no cuenta porque ya se fueron los dos a vivir a otro lado.
—¿Y después de eso, no se le ha acercado a alguna otra? —le pregunté para que terminara de sacar lo que tenía por decir.
—A una, pero con ella el asunto es de mucho cuidado.
—¿Por qué? ¿Quién es ella?
—Le decimos “La Viraguada”, por unas manchas que tiene en la piel.
—¿Y por qué dice que con ella el asunto es de cuidado?
—Pues porque esa mujer anda siempre con una escopeta y hasta ya lo ha sentenciado: dice que, si el patrón se le llega a acercar, le mete un tiro que le vuele hasta las tripas. Y, por la manera tan convencida como lo dice, todos le creemos. ¡Sepa, señora, que esa mujer es capaz de matar y comer del muerto! Con todo esto, sigo sin entender por qué el patrón no está con usted. Pero yo me voy a encargar de que vuelva. Esté segura de que él va a volver.
—No lo haga —le dije a aquella mujer al verla convencida de que su misión era “salvar” mi matrimonio”.
—¿Cómo dice?
—Le digo que no lo haga. Estas tierras son su vida y él se moriría en otra parte. Además, él ya no puede ser el que fue antes. Ya no puede.
—Antes... ¿cuándo?
—En otros tiempos. En otros tiempos que no hay para qué recordar ahora.
Tal vez lo que pasó con él fue algo así como un huir para seguir viviendo. Huir de todo lo que lo atara, incluyendo la familia: ese núcleo que absorbe, que amarra con unos lazos cuyos nudos, a veces, solamente pueden desatarse mediante hechos violentos que, como casi siempre, generan cambios, revoluciones en las cuales ni siquiera los participantes saben lo que pueden estar desatando. Así que la violencia de aquella incursión pudo desencadenar en él el deseo de desatarse, y huir de todo cuanto hasta ese momento le pudiera representar algún impedimento para hacer lo que quisiera o se le ocurriera, durante el tiempo que le quedara de vida. Por otro lado, no creo que la castidad conyugal haya sido la cualidad más presente en él. De esa posibilidad me habló mi madre, alguna vez que le pregunté si sabía de otras mujeres en la vida de él: “Que las hubiera habido, es lo más probable” —me dijo ella—. “Los hombres nunca están contentos con una sola. Pero que yo sepa, hubo dos con quienes él seguramente quiso tener algo. Lo supe en una de las veces en las que yo fui a ese monte que él tuvo. Yo me había negado rotundamente a irme a vivir a esas tierras, pero eso no quería decir que renunciara a conocerlas. Por el contrario: fui en varias veces y tal vez eso me sirvió para ratificar mi decisión de no vivir por allá”.
Luego de esto, que fue como un preámbulo, mi madre me relató el diálogo que sostuvo con una de las empleadas domésticas de mi padre. Así fue como me lo contó ella: “Durante una de estas visitas conocí a una de las mujeres encargadas de preparar la comida a los trabajadores que allí había. Luego de que ella supo que yo era la esposa del dueño de la finca, y después de haber entrado en confianza conmigo, me dijo:”
—Señora: nunca hubiera pensado que el patrón tuviera una mujer tan educada y bonita como usted. No entiendo cómo puede él estarse tanto tiempo sin ir a verla.
“Le confieso que el halago me hizo sentir bien. Sin embargo, había algo en las palabras de aquella mujer que me llevaron a presentir que quería mencionar algo más. Por eso la induje a que me lo dijera:”
—Lo que pasa es que el ser humano termina acostumbrándose a todo. No sólo lo digo por mí, sino también por él. Puede ser que él tenga otra compañía por acá que le atraiga más.
—Qué va, señora. De haberla, puede que sí. Pero que llegue a superarla a usted, no lo creo.
“Con estas palabras me dio ella pie a hacerle la pregunta directa:”
—Bueno: entonces sí la hay. ¿Acaso sabe usted algo de eso?
—No es que la haya, de verdad, verdad. O por lo menos, yo no lo creo. Pero lo que sí sé es que él le hacía caritas a la “Ojiverde”. Claro que eso ya pasó, señora.
—¿Y quién es la tal “Ojiverde”? —le pregunté a la mujer.
—Se llama Genoveva. Es la mujer de Gabriel, uno de los trabajadores. Pero eso es asunto que no cuenta porque ya se fueron los dos a vivir a otro lado.
—¿Y después de eso, no se le ha acercado a alguna otra? —le pregunté para que terminara de sacar lo que tenía por decir.
—A una, pero con ella el asunto es de mucho cuidado.
—¿Por qué? ¿Quién es ella?
—Le decimos “La Viraguada”, por unas manchas que tiene en la piel.
—¿Y por qué dice que con ella el asunto es de cuidado?
—Pues porque esa mujer anda siempre con una escopeta y hasta ya lo ha sentenciado: dice que, si el patrón se le llega a acercar, le mete un tiro que le vuele hasta las tripas. Y, por la manera tan convencida como lo dice, todos le creemos. ¡Sepa, señora, que esa mujer es capaz de matar y comer del muerto! Con todo esto, sigo sin entender por qué el patrón no está con usted. Pero yo me voy a encargar de que vuelva. Esté segura de que él va a volver.
—No lo haga —le dije a aquella mujer al verla convencida de que su misión era “salvar” mi matrimonio”.
—¿Cómo dice?
—Le digo que no lo haga. Estas tierras son su vida y él se moriría en otra parte. Además, él ya no puede ser el que fue antes. Ya no puede.
—Antes... ¿cuándo?
—En otros tiempos. En otros tiempos que no hay para qué recordar ahora.