Orlando Zapata
Las enfermedades son visitantes que se instalan en los cuerpos vivos y los hacen cambiar su rutina de vida, apaciguando los ánimos y obligando al desdichado que la sufre a interrumpir, en las más de las veces, sus actividades. Así, el campesino deja la tierra para quedarse en casa, el estudiante cierra los libros y el empleado hace también la tregua ordenada por el médico. Pero Orlando no lo hizo. A él se le siguió viendo en la oficina de aquella organización en la que trabajaba, buscando la manera de hacerse solidario con quienes por muchos días fueron sus compañeros de prisión. Se le siguió viendo en las aulas de clase, esparciendo sus saberes a todos lados. Se le vio en las clases de inglés, que recibía, pronunciando con su recia voz las frases recurrentes que se habían ido quedando en su cerebro: en el suyo y en el de sus compañeros de clase: “My name is Orlando, and I’m a political exconvict”. Aquí lo decía en inglés y allí en español, porque era necesario que ello fuera sabido por cuanto humano fuera posible: un ex presidiario político. Y, a continuación, explicaba las razones por las que llegó a ser igualado con un delincuente. Era una especie de desenmascaramiento lo que Orlando pretendía. Tal vez por eso se interesó tanto cuando yo le pregunté que si me autorizaba para escribir una semblanza suya. “¡Claro!”, me dijo. “Y podemos reunirnos siempre que quiera saber algo de mi vida”.
Después de esto lo visité en varias veces: él me hablaba de su vida, siempre con la misma alegría, y yo iba tomando nota de sus relatos. Tal vez en las únicas veces en las que no se le veía sonreír, era cuando recién le habían hecho las tortuosas irradiaciones. Esas sí le quitaban vida, y los ánimos se caían, y en la oficina estaba ausente, y los estudiantes se quedaban esperándolo, y su voz recia no se escuchaba en la clase de inglés. Entonces se quedaba en su casa, con su familia, en una presencia ausente porque la soledad era lo único que podía acompañarlo.
Cuando terminé describir la semblanza, fui hasta su casa para leérsela. Al abrirme la puerta, vi en él esa especie de felicidad que lo habitaba.
―Pase ―me dijo― ¿Cómo va la semblanza?
―A eso he venido ―le respondí―. Quiero que la lea y me dé su opinión.
―Nada de eso: léamela usted mismo.
Entonces saqué las cuartillas y di comienzo a la lectura:
“Desde niño, Orlando quería ser un cura. Doña Ana, su madre, también lo quiso así. Fue un deseo que probablemente la habitó desde cuando lo vio por vez primera, el 14 de febrero de 1.946, al momento de parirlo: ‘Este muchacho, hasta tiene cara de monaguillo’, pudo haberlo pensado ella. De los adentros de su piel brotaba, en el rostro de Orlando, el color rosa peculiar del marinillo.
Orlando fue creciendo de la mano de doña Ana. Y de la mano de ella aprendió a mirar a los presidiarios como individuos que necesitan de la solidaridad de quienes están por fuera de la cárcel. De alguna manera, también Orlando sentía que ellos, los de afuera, igual estaban presos. O, ¿qué más puede ser sino eso, el hecho de no poder gozar de la libertad de pensamiento, de la libertad de expresión? Precisamente él, más que nadie, iría a sentir la ausencia de esta libertad más adelante, durante su permanencia en el Seminario Mayor de Medellín.
Pero no quiero adelantarme a los hechos. Con su madre, decía, visitaba las cárceles, cargados ellos con las ropas y zapatos usados que recolectaban entre los vecinos del barrio. Allí, en las cárceles, siempre encontraban cuerpos en los que pudiera acomodarse aquellas ropas. Más aún, nunca serían suficientes.
Llegado el momento, su madre lo llevó al Seminario Menor de Medellín en donde realizaría los estudios secundarios. Fue el primer paso hacia la realización de su sueño. Terminados éstos, ingresó al Seminario Mayor de la misma ciudad para iniciar estudios de filosofía y teología. Iba derechito. Estaba convencido de su misión, como convencido estaba también de la misión de la Iglesia.
En muchas ocasiones se había pensado él, Orlando, parado en el púlpito cantando la epístola y el evangelio. En muchas más lo había pensado ella, Doña Ana, caminando a su lado, erguido, con sus 1.80 metros de estatura. Imponente.
Estando en el Seminario Mayor de Medellín, empezó a nadar en la corriente de la teología de la liberación. Fue allí en donde empezó a establecer relación entre su deseo de servicio y las ideas revolucionarias de la época. Especial influencia ejercieron sobre él la revolución cubana y las luchas emprendidas por el padre Camilo Torres. Este hecho, sumado a su participación, como clérigo, en movimientos populares, lo llevaron a tener desavenencias con el arzobispo de la época. Desde allí pudo ver, con mayor claridad, el papel de la Iglesia empeñada en, según sus propias palabras, ‘hacerle el juego a quienes, a nombre de conservar el orden, mantienen la violencia pasiva y establecida’.
Por aquella época, Orlando fue detenido en varias oportunidades por su participación en protestas callejeras. Todo esto no podía ser aceptado por la Iglesia y por eso, en el día de la ordenación del grupo de sus compañeros, durante la visita Papal a Colombia, Orlando fue el único ausente. Fue vetado por el Arzobispo, puesto que ‘¿quién era Orlando para considerar que la Iglesia no tenía una proyección suficiente hacia los pobres y marginados del país?’.
Orlando empezó a trabajar entonces como docente. Estudió pedagogía re-educativa y se vinculó, como colaborador, al Comité de Solidaridad con los Presos Políticos.
‘Siempre fui un perseguido político’, me contó Orlando un día, estando sentados en un mueble, en la sala de su casa. ‘Pero nunca tuvieron razones para condenarme hasta que, en una ocasión, como a las once de la noche y luego de una reunión familiar, llegó a mi casa un grupo de soldados, al mando de un Capitán. Mi hijo, que estaba en el zarzo, vio como uno de los soldados ponía un paquete entre algunas ropas. Otro de ellos fue a buscar y encontró la dinamita. Entonces me llevaron preso. A pesar de las declaraciones de mi hijo, estuve varios meses en la cárcel Bella Vista hasta cuando el soldado se arrepintió de lo hecho y lo confesó todo. Esa es la mejor oportunidad que me ha dado la vida para ver de cerca la podredumbre que ha producido la sociedad, la cual ella misma no quiere ver’, concluyó Orlando.
Se quedó en silencio un rato. Yo miré su largo rostro, de mentón un tanto prominente, sus manos largas como raíces, y su piel, casi pegada a los huesos. Después dijo: ‘Sin embargo, aquí me ve, haciendo parte de este mundo todavía, a pesar de todo. Me parece que la enfermedad, paradójicamente, también es saludable… ¡Usted no se imagina cuánto he aprendido en los últimos días!’.
Era conocedor yo de que Orlando se refería a una enfermedad que lo había estado maltratando desde adentro. Por un momento pensé que su propio estómago, como otrora el Arzobispo, estuviera contra él. Pero, por fortuna, si algo se le ve a Orlando, como brotando por sus poros, es el optimismo. Por eso dijo, para terminar: ‘Apréndase esto: En la vida no hay problemas sino posibilidades que hay que aprovechar... Y eso es lo que estoy haciendo ahora: ganándole espacio a la vida’. Y se quedó callado”.
Al terminar la lectura lo miré. Estaba sonriente, y eso me dijo de su complacencia con el texto. Luego me dijo:
―Es increíble: parece que usted me hubiera visto crecer.
Eso me halagó lo bastante como para atreverme a decirle que yo estaba pensando en construir un personaje a partir de su experiencia, para una novela que, por primera vez, estaba escribiendo.
―Por mí, encantado ―dijo―. Pero que sea yo el primero en leerla.
Se lo agradecí. Estaba seguro de que, de él, de su vida, de su lucha, había para mucho escribir: entonces, desde ese día, reinicié con mucha más dedicación la novela que ya tenía empezada. No volví a visitarlo y estuve por algún tiempo dándole forma al texto, hasta que lo terminé. Era mi primer escrito de largo alcance y, aunque sabía que distaba mucho de ser perfecto, me sentí dichoso, como el artista que ve por fin terminada su obra. Esperé un tiempo antes de leer de nuevo la novela y eso fue bueno porque entonces encontré errores que se me habían escondido entre las muchas letras. Cuando estuve satisfecho, lo telefoneé para concertar una reunión:
―Hola ―escuché la voz de una mujer.
―Por favor: ¿podría comunicarme con Orlando? ―pregunté.
― ¿Orlando?: Orlando… murió hace un mes.
Entonces yo me tragué las palabras.
Después de esto lo visité en varias veces: él me hablaba de su vida, siempre con la misma alegría, y yo iba tomando nota de sus relatos. Tal vez en las únicas veces en las que no se le veía sonreír, era cuando recién le habían hecho las tortuosas irradiaciones. Esas sí le quitaban vida, y los ánimos se caían, y en la oficina estaba ausente, y los estudiantes se quedaban esperándolo, y su voz recia no se escuchaba en la clase de inglés. Entonces se quedaba en su casa, con su familia, en una presencia ausente porque la soledad era lo único que podía acompañarlo.
Cuando terminé describir la semblanza, fui hasta su casa para leérsela. Al abrirme la puerta, vi en él esa especie de felicidad que lo habitaba.
―Pase ―me dijo― ¿Cómo va la semblanza?
―A eso he venido ―le respondí―. Quiero que la lea y me dé su opinión.
―Nada de eso: léamela usted mismo.
Entonces saqué las cuartillas y di comienzo a la lectura:
“Desde niño, Orlando quería ser un cura. Doña Ana, su madre, también lo quiso así. Fue un deseo que probablemente la habitó desde cuando lo vio por vez primera, el 14 de febrero de 1.946, al momento de parirlo: ‘Este muchacho, hasta tiene cara de monaguillo’, pudo haberlo pensado ella. De los adentros de su piel brotaba, en el rostro de Orlando, el color rosa peculiar del marinillo.
Orlando fue creciendo de la mano de doña Ana. Y de la mano de ella aprendió a mirar a los presidiarios como individuos que necesitan de la solidaridad de quienes están por fuera de la cárcel. De alguna manera, también Orlando sentía que ellos, los de afuera, igual estaban presos. O, ¿qué más puede ser sino eso, el hecho de no poder gozar de la libertad de pensamiento, de la libertad de expresión? Precisamente él, más que nadie, iría a sentir la ausencia de esta libertad más adelante, durante su permanencia en el Seminario Mayor de Medellín.
Pero no quiero adelantarme a los hechos. Con su madre, decía, visitaba las cárceles, cargados ellos con las ropas y zapatos usados que recolectaban entre los vecinos del barrio. Allí, en las cárceles, siempre encontraban cuerpos en los que pudiera acomodarse aquellas ropas. Más aún, nunca serían suficientes.
Llegado el momento, su madre lo llevó al Seminario Menor de Medellín en donde realizaría los estudios secundarios. Fue el primer paso hacia la realización de su sueño. Terminados éstos, ingresó al Seminario Mayor de la misma ciudad para iniciar estudios de filosofía y teología. Iba derechito. Estaba convencido de su misión, como convencido estaba también de la misión de la Iglesia.
En muchas ocasiones se había pensado él, Orlando, parado en el púlpito cantando la epístola y el evangelio. En muchas más lo había pensado ella, Doña Ana, caminando a su lado, erguido, con sus 1.80 metros de estatura. Imponente.
Estando en el Seminario Mayor de Medellín, empezó a nadar en la corriente de la teología de la liberación. Fue allí en donde empezó a establecer relación entre su deseo de servicio y las ideas revolucionarias de la época. Especial influencia ejercieron sobre él la revolución cubana y las luchas emprendidas por el padre Camilo Torres. Este hecho, sumado a su participación, como clérigo, en movimientos populares, lo llevaron a tener desavenencias con el arzobispo de la época. Desde allí pudo ver, con mayor claridad, el papel de la Iglesia empeñada en, según sus propias palabras, ‘hacerle el juego a quienes, a nombre de conservar el orden, mantienen la violencia pasiva y establecida’.
Por aquella época, Orlando fue detenido en varias oportunidades por su participación en protestas callejeras. Todo esto no podía ser aceptado por la Iglesia y por eso, en el día de la ordenación del grupo de sus compañeros, durante la visita Papal a Colombia, Orlando fue el único ausente. Fue vetado por el Arzobispo, puesto que ‘¿quién era Orlando para considerar que la Iglesia no tenía una proyección suficiente hacia los pobres y marginados del país?’.
Orlando empezó a trabajar entonces como docente. Estudió pedagogía re-educativa y se vinculó, como colaborador, al Comité de Solidaridad con los Presos Políticos.
‘Siempre fui un perseguido político’, me contó Orlando un día, estando sentados en un mueble, en la sala de su casa. ‘Pero nunca tuvieron razones para condenarme hasta que, en una ocasión, como a las once de la noche y luego de una reunión familiar, llegó a mi casa un grupo de soldados, al mando de un Capitán. Mi hijo, que estaba en el zarzo, vio como uno de los soldados ponía un paquete entre algunas ropas. Otro de ellos fue a buscar y encontró la dinamita. Entonces me llevaron preso. A pesar de las declaraciones de mi hijo, estuve varios meses en la cárcel Bella Vista hasta cuando el soldado se arrepintió de lo hecho y lo confesó todo. Esa es la mejor oportunidad que me ha dado la vida para ver de cerca la podredumbre que ha producido la sociedad, la cual ella misma no quiere ver’, concluyó Orlando.
Se quedó en silencio un rato. Yo miré su largo rostro, de mentón un tanto prominente, sus manos largas como raíces, y su piel, casi pegada a los huesos. Después dijo: ‘Sin embargo, aquí me ve, haciendo parte de este mundo todavía, a pesar de todo. Me parece que la enfermedad, paradójicamente, también es saludable… ¡Usted no se imagina cuánto he aprendido en los últimos días!’.
Era conocedor yo de que Orlando se refería a una enfermedad que lo había estado maltratando desde adentro. Por un momento pensé que su propio estómago, como otrora el Arzobispo, estuviera contra él. Pero, por fortuna, si algo se le ve a Orlando, como brotando por sus poros, es el optimismo. Por eso dijo, para terminar: ‘Apréndase esto: En la vida no hay problemas sino posibilidades que hay que aprovechar... Y eso es lo que estoy haciendo ahora: ganándole espacio a la vida’. Y se quedó callado”.
Al terminar la lectura lo miré. Estaba sonriente, y eso me dijo de su complacencia con el texto. Luego me dijo:
―Es increíble: parece que usted me hubiera visto crecer.
Eso me halagó lo bastante como para atreverme a decirle que yo estaba pensando en construir un personaje a partir de su experiencia, para una novela que, por primera vez, estaba escribiendo.
―Por mí, encantado ―dijo―. Pero que sea yo el primero en leerla.
Se lo agradecí. Estaba seguro de que, de él, de su vida, de su lucha, había para mucho escribir: entonces, desde ese día, reinicié con mucha más dedicación la novela que ya tenía empezada. No volví a visitarlo y estuve por algún tiempo dándole forma al texto, hasta que lo terminé. Era mi primer escrito de largo alcance y, aunque sabía que distaba mucho de ser perfecto, me sentí dichoso, como el artista que ve por fin terminada su obra. Esperé un tiempo antes de leer de nuevo la novela y eso fue bueno porque entonces encontré errores que se me habían escondido entre las muchas letras. Cuando estuve satisfecho, lo telefoneé para concertar una reunión:
―Hola ―escuché la voz de una mujer.
―Por favor: ¿podría comunicarme con Orlando? ―pregunté.
― ¿Orlando?: Orlando… murió hace un mes.
Entonces yo me tragué las palabras.