Fotografía: Alejandro Valencia Tobón
La entrada al infierno
Eran los días, horribles días, en los que el derecho a la vida pendía del color de la prenda que se tuviera. Quienes estaban ya marcados, bien porque su condición de militantes no podía esconderse o bien porque la tradición política de la familia era conocida por todos, eran sabidos de aquello a lo que estaban expuestos. Su marca no podía ser quitada y tampoco se interesaban en eso puesto que de poderlo hacer quedarían con otra incertidumbre que, igual, desbordaría en lo mismo. Porque aquellos de quienes nada se sabía con respecto a su color preferido, estaban determinados por el azar. Cuando los visitantes de la noche llegaban hasta donde ellos, les hacían una sola pregunta que debía ser respondida sin vacilaciones: “¿Rojo o azul?”, preguntaban. De la respuesta dependía que siguieran o no con vida, aunque casi siempre era lo segundo. Parecía que hubiera una probabilidad mayor al 50% de que el color elegido fuera contrario al de los visitantes. Normalmente, de éstas visitas sólo quedaba un reguero de sangre.
Mi padre era de filiación conservadora, más por tradición que por convicción. Para comprar aquellas tierras del nordeste Antioqueño, se había asociado con un liberal amigo suyo. A pesar de los colores en pugna, ni el uno ni el otro se importaba de las orientaciones de sus partidos políticos. La única preocupación que pudo tener mi padre por su filiación fue cuando oyó decir que iban a cambiar al cura de Yolombó, que era conservador, por uno liberal. De haber sido así, hubiera tenido que ir a buscar a uno de su mismo bando para que sus hijos no se quedaran sin el bautizo. Pero no. Con eso nunca tuvo problemas pues éste no sólo no fue destituido, sino que el mismo cura sabía muy bien que mi abuelo había sido siempre uno de los conservadores más reconocidos en la zona. Entonces mi padre no iba a ser la excepción.
Todo lo que he expuesto hasta ahora son relatos de tiempos vividos, de dichas y penurias contadas por mi madre, que he tratado de narrar cronológicamente y que me han dado pie para comprender las razones que tuvo mi padre para abandonarlo todo, como luego lo hizo. De eso me habló mi madre, un día en el que yo quise saber lo que había pasado. Esto fue lo que ella me contó:
—Ellos llegaron… —empezó a contarme ella, dubitativa, como queriendo y no, como entre pausas. Entonces le dije:
—Podemos hablar de eso cualquier otro día.
—Ellos llegaron a la finca, sacaron a todos los hombres de la casa y les amarraron las manos —siguió contando ella, sin atender a lo que yo había dicho—. Luego colgaron lazos de los árboles e hicieron subir a los hombres a unos pedazos de troncos de unos cincuenta centímetros, puestos como escabeles en el piso, de manera que el lazo colgaba hasta la altura de la cabeza de cada uno. Después les pusieron el lazo alrededor de la nuca e hicieron correr el nudo, que ya estaba dispuesto. El terror se podía ver en los ojos de todos ellos. Obedecían las órdenes que les daban, aun sabiendo lo que vendría. Así es el miedo. Seguidamente trajeron a la única mujer que había allí, que era la sirvienta, y le rasgaron las ropas enfrente de todos: la violaron, sin escrúpulo alguno porque los llegados no tenían dudas de lo que había que hacer con los contrarios. Después la decapitaron a machete. Cuando terminaron con ella, fueron hasta donde los hombres y empezaron a patear los escabeles, de tal suerte que los cuerpos quedaban colgando por la nuca. Se estremecían por un momento y abrían mucho los ojos, aterrorizados al ver las expresiones de cada uno de los rostros de sus compañeros, que eran las mismas suyas. Así podían verse como si estuvieran frente a un espejo, testigos de su propia muerte. Todavía no sé por qué uno de ellos quedó vivo. Tal vez porque estaba escrito, como dicen que están muchas cosas, para que pudiera quedar quién contara lo sucedido.
—¿Y mi papá? ¿Qué pasó con él? —le pregunté a ella.
—Yo creo que él hubiera querido morirse también en ese día. Creo que, para él, la muerte hubiera sido mejor a la vida que le siguió. Aquel sábado de la masacre él debía venir a la casa, pero no llegó. Habían pasado varios años después de aquel día en el que su papá vino a informarme de la decisión de cambiar las casas por el monte que fue su morada por tanto tiempo. Habían pasado varios años después de que yo me negué a ir con él. No sé cómo me atreví a hacerlo, siendo yo tan sumisa, como siempre fui. Tal vez quise poner en práctica algo de lo que aprendí en los libros, cuando apenas comenzaba mi vida de casada. Habían pasado varios años de prosperidad porque, según me contaba él, allí en donde antes sólo hubo monte, después de que él lo compró empezaron a extenderse los potreros por grandes áreas, y las cabezas de ganado se fueron duplicando, y los cerdos no podían moverse porque sus carnes y grasa eran tan abundantes que no se lo permitían, y los cobertizos para las gallinas había que ampliarlos con frecuencia. Por aquella época, su papá seguía manteniendo un contacto permanente con la familia, y las provisiones nunca faltaron.
Mi madre me contaba todo esto y, de tanto en tanto, se quedaba callada para tragar saliva y ensimismarse con aquellos recuerdos que, aunque le dolían hondamente, quería terminar de sacarlos. Eran pausas que parecía que le sirvieran para coger impulso. Entonces continuaba:
—Pero aquel sábado, —siguió contándome ella— desde muy temprano, empezaron a llegar amigos a la casa, en Yolombó. Habían tenido noticias de aquello tan terrible que sucedió en la finca de su papá, lo cual yo todavía ignoraba. Por eso, sin mencionar lo que se comentaba en el pueblo, me preguntaban: “¿Sabe algo de su marido?”.
“Todavía no. Él no viene hasta la tarde”. Apenas eso era lo que yo les respondía, simulando una tranquilidad que estaba lejos de tener porque la persistencia de ellos en la pregunta ya había empezado a inquietarme. Nada les preguntaba, porque las mujeres estábamos educadas para callar ante los hombres.
—Ese día su papá no llegó, ni tampoco en la noche siguiente. Sólo en la mañana del domingo vinieron varios hombres con él. En su rostro se había quedado el miedo. Lo reflejaba por encima de las muchas horas de cansancio.
—Yo salí a recibirlo, sin atinar a lo sucedido. Tampoco le pregunté, ni él tomó la iniciativa de decírmelo. La parquedad de su papá era extrema y la sumisión mía era bastante como para atreverme a preguntar por cosas de hombres. Lo llevamos hasta su cama y nos quedamos allí, en la habitación, esperando a que quisiera hablar del asunto. Hasta que lo hizo. Al comienzo, como desvariando. Pero luego se le hicieron más claras las ideas. Todavía recuerdo bien sus primeras palabras:
“Tuve que correr mucho” —empezó a decir¬—. “Corrí sin rumbo, por entre la maleza, apartando arbustos, tropezando a veces con los troncos extendidos en el piso húmedo. La negrura de la noche sin luna hacía más difícil el paso. Corrí abriendo el monte con mis piernas y mis brazos, sin importarme a dónde llegar. Corrí y tropecé y, después de caer, me paré de nuevo sin siquiera darme cuenta de que había caído.”
Así fue como empezó a contar su papá lo que le sucedió. Nos dijo que no había reparado en los arañazos de las ramas, ni en las tunas enterradas, ni en los golpes recibidos en las caídas. Eso no lo sintió. Nada de eso le dolió porque el miedo es el mejor anestésico. Tampoco le importó la afección bronquial que tenía, la misma que hasta la noche anterior había cuidado con bebidas calientes que le preparaba la sirvienta. De pronto nos dijo, frunciendo los labios con rabia:
“Lo que más deseé, les juro que lo que más deseé en ese momento fue hacer lo que nunca había querido: salir de allí, de mi finca, de mi tierra querida, dejando todo aquello que había conseguido con mi propio trabajo.”
—Su papá nos iba contando lo sucedido, por pedacitos, y a veces de manera incoherente, como si fueran retazos quitados a rasgones para salvarlos de una tela que se está consumiendo por el fuego. Cuando interrumpía la narración, nosotros esperábamos en silencio. Pasado un rato, cuando al parecer ya había digerido todo lo dicho, seguía contando. Nos habló de la lluvia, que arreciaba cada vez más, formando pantanos que le tragaban los pies hasta los tobillos con cada paso que daba. Nos contó que no había alcanzado a coger la ruana, ni el sombrero. Tampoco lo dejaron que se pusiera la camisa. Corrió hacia el monte, sin mirar atrás. Ni siquiera recordó tener cuidado con las serpientes, que abundan por allí. Sólo le importó correr. Sólo correr… correr… —Entonces mi madre interrumpió su relato para secar sus mejillas, humedecidas por un par de lágrimas, y siguió contando:
—En un momento su papá se quedó callado. Se le veía muy cansado y los ojos se le iban cerrando. Pero, de pronto, los abrió de nuevo. Los abrió mucho y yo me asusté porque nunca lo había visto así. Tiempo después estuve pensando en que tal vez con eso quiso anunciar que abría los ojos para cerrar la boca, porque lo que dijo luego fue quizá uno de sus últimos enunciados:
“Hacía apenas un momento que me había acostado cuando quise salir a orinar. Me levanté y, sin hacer ruido, salí de la casa hacia el matorral. Entonces sucedió: alguien me tomó por la espalda y me tapó la boca. Al punto, me dijo: “Estése callado o se muere”. Yo obedecí y entonces fue aflojándome el cuerpo. Miré hacia atrás y pude ver el arma que me apuntaba a la cabeza. El hombre tenía un sombrero de ala ancha y una ruana que le tapaba casi todo el rostro, con apenas los ojos descubiertos.”
—A su papá se le había quedado grabada la figura de ese hombre como a mí se me quedaron grabadas las palabras que él nos dijo ese día. Enseguida, su papá nos contó lo que le dijo aquel hombre sin rostro:
—Tiene que irse ya.
—¿Qué pasa? —le preguntó su papá.
—Que tiene que irse, y solo.
—Pero: ¿por qué? —volvió a preguntarle su papá.
—No haga preguntas estúpidas. ¿O es que ya cambió de color?
—No puedo irme sin ellos —le dijo su papá, señalando hacia la casa.
—Maldita sea, viejo terco —nos contó su papá que dijo el hombre. Y entonces apareció otro, apuntándole con una escopeta.
—¿Qué le pasa, viejo? —le dijo
—Por favor: dejen ir también a los otros —les seguía suplicando su papá.
—Se les avisó en varias veces. Ahora ya no hay tiempo —cuando su papá quiso insistir en el pedido, escuchó el galopar de bestias que se acercaban. Fue cuando uno de los hombres le dijo, con tono decisivo:
—¡Se va ya, o no se va nunca! —Y en ese punto, se quedó callado su papá.
Mi padre era de filiación conservadora, más por tradición que por convicción. Para comprar aquellas tierras del nordeste Antioqueño, se había asociado con un liberal amigo suyo. A pesar de los colores en pugna, ni el uno ni el otro se importaba de las orientaciones de sus partidos políticos. La única preocupación que pudo tener mi padre por su filiación fue cuando oyó decir que iban a cambiar al cura de Yolombó, que era conservador, por uno liberal. De haber sido así, hubiera tenido que ir a buscar a uno de su mismo bando para que sus hijos no se quedaran sin el bautizo. Pero no. Con eso nunca tuvo problemas pues éste no sólo no fue destituido, sino que el mismo cura sabía muy bien que mi abuelo había sido siempre uno de los conservadores más reconocidos en la zona. Entonces mi padre no iba a ser la excepción.
Todo lo que he expuesto hasta ahora son relatos de tiempos vividos, de dichas y penurias contadas por mi madre, que he tratado de narrar cronológicamente y que me han dado pie para comprender las razones que tuvo mi padre para abandonarlo todo, como luego lo hizo. De eso me habló mi madre, un día en el que yo quise saber lo que había pasado. Esto fue lo que ella me contó:
—Ellos llegaron… —empezó a contarme ella, dubitativa, como queriendo y no, como entre pausas. Entonces le dije:
—Podemos hablar de eso cualquier otro día.
—Ellos llegaron a la finca, sacaron a todos los hombres de la casa y les amarraron las manos —siguió contando ella, sin atender a lo que yo había dicho—. Luego colgaron lazos de los árboles e hicieron subir a los hombres a unos pedazos de troncos de unos cincuenta centímetros, puestos como escabeles en el piso, de manera que el lazo colgaba hasta la altura de la cabeza de cada uno. Después les pusieron el lazo alrededor de la nuca e hicieron correr el nudo, que ya estaba dispuesto. El terror se podía ver en los ojos de todos ellos. Obedecían las órdenes que les daban, aun sabiendo lo que vendría. Así es el miedo. Seguidamente trajeron a la única mujer que había allí, que era la sirvienta, y le rasgaron las ropas enfrente de todos: la violaron, sin escrúpulo alguno porque los llegados no tenían dudas de lo que había que hacer con los contrarios. Después la decapitaron a machete. Cuando terminaron con ella, fueron hasta donde los hombres y empezaron a patear los escabeles, de tal suerte que los cuerpos quedaban colgando por la nuca. Se estremecían por un momento y abrían mucho los ojos, aterrorizados al ver las expresiones de cada uno de los rostros de sus compañeros, que eran las mismas suyas. Así podían verse como si estuvieran frente a un espejo, testigos de su propia muerte. Todavía no sé por qué uno de ellos quedó vivo. Tal vez porque estaba escrito, como dicen que están muchas cosas, para que pudiera quedar quién contara lo sucedido.
—¿Y mi papá? ¿Qué pasó con él? —le pregunté a ella.
—Yo creo que él hubiera querido morirse también en ese día. Creo que, para él, la muerte hubiera sido mejor a la vida que le siguió. Aquel sábado de la masacre él debía venir a la casa, pero no llegó. Habían pasado varios años después de aquel día en el que su papá vino a informarme de la decisión de cambiar las casas por el monte que fue su morada por tanto tiempo. Habían pasado varios años después de que yo me negué a ir con él. No sé cómo me atreví a hacerlo, siendo yo tan sumisa, como siempre fui. Tal vez quise poner en práctica algo de lo que aprendí en los libros, cuando apenas comenzaba mi vida de casada. Habían pasado varios años de prosperidad porque, según me contaba él, allí en donde antes sólo hubo monte, después de que él lo compró empezaron a extenderse los potreros por grandes áreas, y las cabezas de ganado se fueron duplicando, y los cerdos no podían moverse porque sus carnes y grasa eran tan abundantes que no se lo permitían, y los cobertizos para las gallinas había que ampliarlos con frecuencia. Por aquella época, su papá seguía manteniendo un contacto permanente con la familia, y las provisiones nunca faltaron.
Mi madre me contaba todo esto y, de tanto en tanto, se quedaba callada para tragar saliva y ensimismarse con aquellos recuerdos que, aunque le dolían hondamente, quería terminar de sacarlos. Eran pausas que parecía que le sirvieran para coger impulso. Entonces continuaba:
—Pero aquel sábado, —siguió contándome ella— desde muy temprano, empezaron a llegar amigos a la casa, en Yolombó. Habían tenido noticias de aquello tan terrible que sucedió en la finca de su papá, lo cual yo todavía ignoraba. Por eso, sin mencionar lo que se comentaba en el pueblo, me preguntaban: “¿Sabe algo de su marido?”.
“Todavía no. Él no viene hasta la tarde”. Apenas eso era lo que yo les respondía, simulando una tranquilidad que estaba lejos de tener porque la persistencia de ellos en la pregunta ya había empezado a inquietarme. Nada les preguntaba, porque las mujeres estábamos educadas para callar ante los hombres.
—Ese día su papá no llegó, ni tampoco en la noche siguiente. Sólo en la mañana del domingo vinieron varios hombres con él. En su rostro se había quedado el miedo. Lo reflejaba por encima de las muchas horas de cansancio.
—Yo salí a recibirlo, sin atinar a lo sucedido. Tampoco le pregunté, ni él tomó la iniciativa de decírmelo. La parquedad de su papá era extrema y la sumisión mía era bastante como para atreverme a preguntar por cosas de hombres. Lo llevamos hasta su cama y nos quedamos allí, en la habitación, esperando a que quisiera hablar del asunto. Hasta que lo hizo. Al comienzo, como desvariando. Pero luego se le hicieron más claras las ideas. Todavía recuerdo bien sus primeras palabras:
“Tuve que correr mucho” —empezó a decir¬—. “Corrí sin rumbo, por entre la maleza, apartando arbustos, tropezando a veces con los troncos extendidos en el piso húmedo. La negrura de la noche sin luna hacía más difícil el paso. Corrí abriendo el monte con mis piernas y mis brazos, sin importarme a dónde llegar. Corrí y tropecé y, después de caer, me paré de nuevo sin siquiera darme cuenta de que había caído.”
Así fue como empezó a contar su papá lo que le sucedió. Nos dijo que no había reparado en los arañazos de las ramas, ni en las tunas enterradas, ni en los golpes recibidos en las caídas. Eso no lo sintió. Nada de eso le dolió porque el miedo es el mejor anestésico. Tampoco le importó la afección bronquial que tenía, la misma que hasta la noche anterior había cuidado con bebidas calientes que le preparaba la sirvienta. De pronto nos dijo, frunciendo los labios con rabia:
“Lo que más deseé, les juro que lo que más deseé en ese momento fue hacer lo que nunca había querido: salir de allí, de mi finca, de mi tierra querida, dejando todo aquello que había conseguido con mi propio trabajo.”
—Su papá nos iba contando lo sucedido, por pedacitos, y a veces de manera incoherente, como si fueran retazos quitados a rasgones para salvarlos de una tela que se está consumiendo por el fuego. Cuando interrumpía la narración, nosotros esperábamos en silencio. Pasado un rato, cuando al parecer ya había digerido todo lo dicho, seguía contando. Nos habló de la lluvia, que arreciaba cada vez más, formando pantanos que le tragaban los pies hasta los tobillos con cada paso que daba. Nos contó que no había alcanzado a coger la ruana, ni el sombrero. Tampoco lo dejaron que se pusiera la camisa. Corrió hacia el monte, sin mirar atrás. Ni siquiera recordó tener cuidado con las serpientes, que abundan por allí. Sólo le importó correr. Sólo correr… correr… —Entonces mi madre interrumpió su relato para secar sus mejillas, humedecidas por un par de lágrimas, y siguió contando:
—En un momento su papá se quedó callado. Se le veía muy cansado y los ojos se le iban cerrando. Pero, de pronto, los abrió de nuevo. Los abrió mucho y yo me asusté porque nunca lo había visto así. Tiempo después estuve pensando en que tal vez con eso quiso anunciar que abría los ojos para cerrar la boca, porque lo que dijo luego fue quizá uno de sus últimos enunciados:
“Hacía apenas un momento que me había acostado cuando quise salir a orinar. Me levanté y, sin hacer ruido, salí de la casa hacia el matorral. Entonces sucedió: alguien me tomó por la espalda y me tapó la boca. Al punto, me dijo: “Estése callado o se muere”. Yo obedecí y entonces fue aflojándome el cuerpo. Miré hacia atrás y pude ver el arma que me apuntaba a la cabeza. El hombre tenía un sombrero de ala ancha y una ruana que le tapaba casi todo el rostro, con apenas los ojos descubiertos.”
—A su papá se le había quedado grabada la figura de ese hombre como a mí se me quedaron grabadas las palabras que él nos dijo ese día. Enseguida, su papá nos contó lo que le dijo aquel hombre sin rostro:
—Tiene que irse ya.
—¿Qué pasa? —le preguntó su papá.
—Que tiene que irse, y solo.
—Pero: ¿por qué? —volvió a preguntarle su papá.
—No haga preguntas estúpidas. ¿O es que ya cambió de color?
—No puedo irme sin ellos —le dijo su papá, señalando hacia la casa.
—Maldita sea, viejo terco —nos contó su papá que dijo el hombre. Y entonces apareció otro, apuntándole con una escopeta.
—¿Qué le pasa, viejo? —le dijo
—Por favor: dejen ir también a los otros —les seguía suplicando su papá.
—Se les avisó en varias veces. Ahora ya no hay tiempo —cuando su papá quiso insistir en el pedido, escuchó el galopar de bestias que se acercaban. Fue cuando uno de los hombres le dijo, con tono decisivo:
—¡Se va ya, o no se va nunca! —Y en ese punto, se quedó callado su papá.