Mario H. Valencia Alzate


Reseña autobiográfica


Cuentos
Capablancas
Como David, el ungido
Regalo de cumpleaños
El pantaloncito de paño
Terremoto
Encuentro de dos mundos
Florentina Quintero
Solidaridad indígena
Huellas de guerra


Novelas
Procede como dios, que nunca llora

Notas preliminares
  1. Pensamientos de un preso
  2. Rabiosamente fiel
  3. Un premio a la fidelidad
  4. Una disputa entre dioses
  5. Escupitajos malditos
  6. Ya se me fueron los miedos
  7. Primeros acercamientos
  8. El plan
  9. Sensación ambivalente
  10. Suicidios inquietantes
  11. El triunfo de los cuerpos
  12. Un ángel llega a la cárcel
  13. El túnel
  14. Sueños de libertad
  15. La fuga


Ensayos
Disertaciones de un aprendiz, acerca de la novela

Notas preliminares
  1. Sobre la técnica
  2. El inicio
  3. La diferencia: ¿novela o cuento?
  4. La estructura
  5. El personaje
  6. El pensamiento
  7. El tiempo
  8. El espacio
  9. La analogía
  10. El entramado
  11. La verdad y la mentira
  12. El escritor: agente de transmisión
  13. El lector: el que cierra el ciclo
  14. El título
Referencias


Poesías

1.  Versos prisioneros
2.  Prosas poéticas
3.  Versos libres


Memorias
Acercándome a las letras
Cuando salí de Bello
Mi mamá y yo


Opiniones
Acerca de la competencia
De gustos y disgustos literarios


Crónicas
Ausencias y silencios obligados

Notas preliminares
  1. El principio
  2. De pueblo en pueblo
  3. La entrada al infierno
  4. Huir para seguir viviendo
  5. Después, llegué yo
  6. Mi tío y su mundo
  7. Cuando yo conocí ese monte
  8. El final de lo vivido


Dichos
Prólogo
Epílogo
El libro


Escritos de ocasión

1.  Ejercicios

2.  Divagaciones
3.  Paliques

4.  Semblanzas 


Contacto ︎



Ilustración: Hernán Marín


La Fuga 
Capítulo 15
Desde mi posición, detrás del conductor, yo podía mirar
a través del espejo retrovisor a la patrulla que nos perseguía.

 
︎

Durante toda la noche y todo el día siguiente estuvimos turnándonos en la guardia, al pie del sitio en donde se unían los dos túneles. En la tarde, como a las cuatro, el Negro dijo:

—A partir de este momento el riesgo aumenta. Por eso debemos estar muy seguros de lo que haremos. El Camionero irá por la camioneta y esperará en la esquina convenida. —El Negro esperó hasta cuando éste asintió con la cabeza. Luego le dijo: —Recuerda mantener el motor del vehículo encendido.

—De acuerdo —dijo él.

—Ya puedes salir —confirmó el Negro y aquel salió, luego de guardar su arma.

El joven del tren estaba sentado en el piso, con las piernas cruzadas, y sostenía la pistola en la mano derecha, apoyada en una de sus botas. El Negro, dirigiéndose a él, dijo:

—A partir de las 5:30 de la tarde, tú debes ubicarte dentro del túnel, justo en el sitio en donde empieza la pendiente que une los dos túneles. ¿Recuerdas bien a Cansino? —le preguntó.

—Claro que lo recuerdo.

—Cansino debe llegar primero. Si no fuera así, detén a los que vengan adelante hasta cuando lo veas a él. Para eso servirá la cámara que construimos en ese sitio. Luego, sales tú adelante y Cansino atrás. Los demás, en el medio. Por ningún motivo permitas que otros vengan primero.

—Muy bien —apuntó el joven. Después, el Negro cogió su propia arma por el cañón y fue a entregármela.

—Guarda esto —me dijo— y guarda también esta otra. Mantente en la entrada del túnel.

Yo tomé las dos armas y me las puse bajo la pretina del pantalón, a derecha e izquierda. Luego, el Negro tomó dos de las metralletas que estaban junto al plano de la obra, pasó la correa de una de ellas por sobre su cabeza, quedando el arma de través, y fue hasta donde el joven:

—Sostén ésta —le dijo, entregándole la otra metralleta y fue por la tercera.

El joven, que se había puesto de pie, sostuvo su nueva arma con la correa pendiendo de ella.

—La mantendré así —le dijo—. Creo que puedo moverme mejor de esta manera.

―Pórtala como te parezca más cómodo. Pero debes llevar esta otra para que se la entregues a Cansino, junto con tu pistola, en el momento en el que él aparezca. Le dices que la pistola es para Fede ―. El joven asintió.

―Debes entrar ya ―terminó de decirle el Negro y volvió a dirigirse a mí:

―Cuando todos lleguen a este sitio, tú le entregas una de las pistolas a Bigotes y la otra al que tú llamas Almafuerte.

―De acuerdo, Negro ―le dije―. Pero recuerda que, posiblemente, con ellos viene otro hombre que también está en la celda.

―A él le estamos facilitando la salida, pero no lo vamos a armar nosotros. Lo vamos a proteger, únicamente hasta cuando salga de la casa: ese fue el trato. Tampoco se irá con nosotros.

―Entiendo lo que dices: sé que Cansino estará de acuerdo.

El fornido esperaba, recostado a una de las paredes de la pieza, manteniendo su arma en la mano derecha. El Negro dijo, dirigiendo su mirada hacia él:

—Tú saldrás faltando quince minutos para las seis. Debes ir hasta donde la Rubia y ordenarle que se retire del lugar inmediatamente. Si no hay novedades que deba comunicar, te sigues hasta la esquina en donde se encuentra la camioneta. Allí te ubicas, sin perder de vista la casa, para que ayudes al camionero a cubrir la salida, en caso de ser necesario. Pero, mientras llega la hora de irte, no te apartes de esa puerta —le dijo, señalando hacia la salida de la casa.

—No te defraudaré, Negro. Puedes estar seguro de mí.

—Bien. Yo salgo a las 5:30 contigo, Flaco, y estaremos en los alrededores.

―De acuerdo ―dijo el Flaco. El Negro continuó:

―Cuando cada uno esté fuera de la casa, y mientras no sea necesario, las armas no pueden estar a la vista. Estas bolsas de tela son para las armas grandes —terminó el Negro, señalando hacia un rincón de la pieza, y tomó una de ellas. El joven cogió las otras dos y las puso junto a la puerta de salida. Luego entró al túnel.

Las voces se apagaron y todos quedamos, por un rato, oyendo el sonido del ambiente que es tan ruidoso cuando todos callan. Poco teníamos por hablar, y si teníamos no era algo que tuviera que ver con el asunto que nos ocupaba. Por eso preferimos quedarnos así durante el tiempo que faltaba para la salida, que no era mucho, pero parecía una eternidad. Además, lo que vendría luego no necesitaba de palabras para entenderse. A las 5:30 en punto, el Negro dijo:

—Es hora: salgamos ya, Flaco.

Empacó su arma en la bolsa de tela, el Flaco guardó la suya y salieron. el Joven entró en el túnel y yo me quedé atento, a la entrada de éste. El Fornido permaneció al lado de la puerta.

Cuando los seres humanos callan y se escucha el sonido de las cosas, se oye también el de la tierra y el de todo en torno suyo. Fueron estos sonidos los que se escucharon durante los quince minutos que estuvimos, el Fornido y yo, en silencio. Hasta que, al fin, él dijo:

—Es mi turno: aquí voy.

Yo no más lo vi irse. Las manos me sudaban y, cuando recordé a la Rubia, un punzante frío se me metió hondamente. “Ya tienes que irte”, musité, y me quedé mirando hacia el interior del túnel. Mirando y pensando: “si creyera en la existencia de Dios le pediría que ella saliera ilesa de este embrollo. Pero no creo en lo primero y tengo el horrible presentimiento de que tampoco será lo segundo. Yo estoy listo para morirme y sé que ella también lo estuvo, pero ahora ha encontrado una razón para vivir… o para morir, si es que la suerte no nos acompaña. Pendemos de nada. ¿Cuál irá a ser mi último pensamiento?”.

De pronto, las cosas y la tierra se callaron porque unas voces empezaron a llegar del fondo de la cueva. Parecían órdenes. Agucé el oído: escuché un “¡vamos!”, salido de la garganta del joven, que me tranquilizó un poco. “Está hecho”, susurré para mí.

Los seres humanos, aunque gustan de escuchar los rumores del ambiente, en ocasiones, cuando les llega el miedo, prefieren las voces de las propias personas, cuando son voces amigas, porque alivian la tensión del cuerpo y tranquilizan también al espíritu que, igual, es sensible a los miedos. Este era el apaciguamiento que sentía yo, escuchando las voces de los amigos que venían por el túnel. Pero, súbitamente, estas voces fueron interrumpidas por el sonido de una sirena que irrumpió justo en el instante en el que vi salir al joven del tren.

—¡Entrégales las armas! —me gritó el joven, en tanto terminaba de subir, a gatas, la pendiente que salía del túnel. Detrás de él venía Fede, quien traía la pistola en la mano, y luego aparecieron Almafuerte y Bigotes. Yo puse en las manos de ellos las pistolas que guardaba en la pretina del pantalón. En ese momento terminaba de subir el otro hombre y, detrás de él, Cansino, portando la metralleta. Así que los prófugos eran cinco en total. El joven se había parado junto a la puerta de salida, y miraba a través de la ventana cómo las gentes corrían a uno y otro lado, mientras el sonido de la sirena seguía saliendo del interior de la prisión para ir a quedarse en los oídos de todos. Había pasado poco tiempo, dos minutos a lo sumo, cuando el joven decidió:

—Saldré de una vez. Todavía no saben que ésta es la casa —Y luego preguntó:

—¿Quién sale después de mí?

—Que salga Cansino con el hombre que está desarmado, para que lo cubra. Luego salen ustedes dos —le dije a Almafuerte y a Bigotes. Quise que Fede me acompañara porque le había conocido más temple.

El joven del tren guardó su arma en la bolsa y salió. Yo mantenía mi pistola apuntando al túnel.

—¡Váyanse ya! ¡Váyanse! —grité a Cansino, para que saliera con el hombre desarmado.

Cansino tomó la bolsa de tela y cubrió con ella la metralleta. Luego le dijo a Fede, refiriéndose a mí:

—Acompáñelo en la salida. Nosotros los cubrimos desde afuera—. Abrió la puerta y salió con el hombre desarmado. Luego salieron Almafuerte y Bigotes, en el mismo instante en que se escucharon murmullos y se vieron luces de linternas en el interior del túnel. Fede y yo empezamos a disparar para detener la salida de los guardias.

—¡Vámonos ya! —me dijo Fede. De afuera empezó a llegar también el zumbido de las balas. Yo fui hasta la puerta y la entreabrí. Se oyó un grito: “¡Corre! ¡Yo te cubro!” Era el Negro, que había remontado en lo alto de una pequeña pendiente, en el recodo de la vía, con vistas a la casa y a la prisión. Tenía en sus manos el arma, con la correa colgando. Entonces empezó a disparar, hacia donde venían los guardias. Con la mitad de mi cuerpo tirado hacia adelante, eché a correr, seguido por Fede.

Al punto, vi a la Rubia, quien no se decidía a retirarse del lugar. Entonces empezó a correr, alejándose del tiroteo, y sosteniendo con una mano la canasta con frutas que mantenía sobre su cabeza. Yo me refugié con Fede, agachándonos tras un antejardín, pero sin perder de vista a la Rubia. De pronto, vi que ella se encontró con un guardia que corría, con su cuerpo inclinado, portando un arma en la mano. Ella trastabilló, dejando caer las frutas, pero el guardia apenas la miró, sin inmutarse. Iba en dirección al Negro, sin que él se percatara, y solamente lo tenía a él como blanco de su mirada. Cuando lo tuvo a tiro, tomó el arma con sus dos manos y apuntó. Desde mi posición, yo no tenía manera de enfrentarlo. Supe que la Rubia tenía que actuar, y así lo hizo:

“¡Neeeegroooo! —gritó ella, enérgicamente.

El guardia se volvió, todavía con el arma en las manos y, sin darse tregua, disparó al pecho de la Rubia. Ella cayó, lentamente, al tiempo que el guardia abría los brazos, estremeciéndose por la ráfaga que chocaba con su espalda, disparada desde la metralleta del Negro. Puedo decir que, a partir de ese momento, nada me importó. Entonces corrí hacia ella, mientras que Fede disparaba su arma para cubrirme. El Negro, al verme, gritó:

—¡Llévatela de aquí!, ¡lléevaateelaaa!

Yo la levanté hasta la altura de mi vientre, pasando mis brazos, uno por la nuca y el otro por debajo de las rodillas, y corrí con ella hacia la camioneta.

Los que ya estaban allí, disparaban sin descanso hacia donde se encontraban los guardias. El Negro y Fede corrieron tras de mí, sin dejar de disparar, y, cuando llegamos a la camioneta, vinieron a ayudarme a subir con la Rubia. Después de subir todos, el Camionero aceleró. Desde mi posición, detrás del conductor, yo podía mirar a través del espejo retrovisor a la patrulla que nos perseguía. Algunos disparos pegaron contra el vehículo produciendo un ruido seco.

Entre tanto, la Rubia sangraba profusamente. Abrió los ojos y me miró. Volvió a cerrarlos. Yo todavía la tenía en brazos, apoyándola sobre mis piernas. Ella sonrió y yo, entre sollozos, apenas pude decirle:

—Mi Rubia…mi querida Rubia: ¡aguanta!, ¡tienes que aguantar!

Mis lágrimas caían sobre el rostro de ella. Al sentirlas, me miró de nuevo y me dijo:

—Lo hemos logrado: ¿cierto?

—Claro que lo logramos, querida. Pero, por favor: resiste… aguanta —Volví a decirle, al tiempo que las lágrimas me seguían brotando. Llevé la mano derecha a mi rostro, para cubrirlo, a la vez que la izquierda sostenía la cabeza de ella. Estaba trémulo. No podía contenerme. Mis estremecimientos la estremecían también a ella. Luego me sonrió, como consolándome. Me dijo:

—Procede como Dios, que nunca llora… —y cerró los ojos.



Fin.