Fotografía: Jorge Alzate Castaño
De pueblo en pueblo
Por esos días cuando yo no había venido a conocer este mundo, me cuenta mi madre que llegaba él a la casa por las tardes y, luego de responder al saludo que ella le daba, le pedía a Bertilda que le preparara la comida. Después de comer se acostaba en la cama y se quedaba pensando por un rato. Al parecer de mi madre, en momentos como esos era cuando él decidía hacia qué sitio debíamos dirigirnos próximamente. "Parecía como si lo pensara durante varios días", me contó ella. Cuando estaba todo decidido, arreglaba los asuntos de negocios que tuviera pendientes y le decía a mi madre:
—Empaque lo que pueda que mañana viene un camión por el equipaje. Mañana mismo nos vamos.
Mi madre nada preguntaba: era su mujer, al fin y al cabo, y según rezaba en las Sagradas Escrituras, debía mantenerse al margen de las decisiones de su marido. No importaba su jardín, que agradecido por el riego empezaba a regalarle flores, ni lo que hubiera alcanzado a construir ella en el tiempo permanecido allí, ni su estado de embarazo que era casi permanente. Ella era como el rastrojo, que echa raíces en cualquier parte, pero a esos gustos de aferrarse a la tierra no había por qué hacerles caso. Las amigas de ella poco importaban, y los niños ya se acostumbrarían a la nueva vida.
El camión llegaba temprano. Subían entonces lo más importante primero: las herramientas de carpintería y la máquina de coser. Luego subían colchones, camas, un armario que ocupaba buena parte del camión, la ropa empacada en bolsas, algunos enseres de cocina y otros cuantos muebles. Después de subir a los niños, mi madre se devolvía siempre "a dar un vistazo", según le decía a él, “por si acaso faltara algo”. Entraba rápidamente y se dirigía al patio. Estando allí, caminaba despacio, hacia cada una de las plantas del jardín, llevando un cuenco lleno de agua. Les rociaba el agua a cada una en tanto que les decía:
“Ustedes saben que no las estoy abandonando. Debo irme ya, pero estén seguras de que no tardará en venir alguien que las adopte. Seguramente más pronto que tarde”. Y les seguía hablando y rociándoles agua y luego pasaba al solar y también bañaba a las que allí estaban, que por el amplio espacio del que disponían eran más frondosas y bellas. Al final todas quedaban húmedas: las plantas, por sus hojas, y mi madre, por las mejillas. Tiraba el cuenco ya vacío y salía corriendo en tanto que mi padre la llamaba, estando ya subidos sus ánimos.
—¿Qué pasa? ¿Por qué tanta demora? —Le preguntaba él con el tono de voz propio del hombre en posición de dominio.
—No pasa nada —decía ella, con el tono de voz propio de la mujer dominada. Le respondía sin mirarlo y, después de subirse al camión, desviaba la vista hacia la ventanilla para que sus ojos húmedos no fueran a contarle a nadie de sus amarguras. Y así se quedaba, mientras que el camión avanzaba de hueco en hueco por la accidentada carretera. Cada llanta se iba introduciendo despaciosa en cada uno de los huecos, como si los estuviera contando. Mi madre permanecía mirando al paisaje que pasaba en sentido contrario al desplazamiento del camión, pero a su mismo ritmo: también despacioso y dando brincos. El viaje nunca duraba menos de cuatro horas y por eso paraban varias veces, sobre todo para descansar a los que iban atrás con mi padre. En estas paradas, mi madre permanecía silenciosa y así le mostraba su enojo. Un enojo callado, porque no estaba bien que a una mujer decente se le escucharan palabras contrarias a las que pronunciara su marido. Además, se suponía que las decisiones tomadas por él, eran de gran acierto. Al fin y al cabo, los hombres eran los que decidían.
Cuando llegaban al destino, las gentes del pueblo se recogían alrededor del camión para conocer a los nuevos habitantes. Los hombres bajaban el equipaje para irlo acomodando en la nueva casa, y mi madre iba a la cocina con la empleada para preparar algún alimento, primero a los niños y luego a los mayores. Cuando el camión quedaba vacío, mi padre se iba a deambular por el pueblo. Entraba a alguna cantina y pedía una cerveza, mientras iba observando a los que allí estaban. Seleccionaba a algunos con quienes se le ocurriera establecer relaciones y les enviaba una tanda de cervezas. Luego ellos le correspondían la invitación, de suerte que, al poco rato, estaban todos en la misma mesa, como viejos amigos. Cuando ya era de noche, regresaba a la casa.
A mi padre siempre lo acompañó el prestigio como mayordomo y por eso no tardaba en encontrar a quién prestarle sus servicios. Tal vez era eso lo que lo alentaba a tomar la decisión de ir de un pueblo a otro, sin temor a abandonar el empleo que tenía. Pero cuando tardaba algún tiempo en encontrar uno, ocupaba la sala o la primera pieza de la casa con el taller de carpintería, cuyas herramientas no le faltaron. La holgazanería nunca se le conoció a él: por eso los muebles que tenía los fabricó en su taller, y las casas que consiguió también las construyeron sus manos, y la tierra que tuvo más adelante, la abrió su machete.
La asiduidad de su trabajo fue lo que le posibilitó conseguir esa tierra que tanto quiso. Así le contó él a mi madre, el día que se hizo a la finca:
—Cambié las tres casas que teníamos por una finca.
Ella lo miró y apenas atinó a decirle:
—Usted sabrá lo que hace.
—Nos iremos a vivir allí. Todos —continuó él.
—Eso nunca —respondió ella—. Los niños necesitan estudiar.
—Por esos montes también hay escuelas —replicó él.
—Si las hay —dijo ella—, sólo es hasta segundo grado. Los niños no van a quedarse el resto de la vida cuidando cerdos.
Fue osada mi madre. Y el resto de su vida, él se lo recordó.
Pero él no iba a renunciar al sueño de tener una finca propia, ahora que lo había logrado y después de mucho trabajar. Entonces siguió con su empeño, y en pocos años pudo ver al ganado pastando en los potreros, y a los cerdos que engordaban con prisa, y a las gallinas que se reproducían sin cesar.
—Empaque lo que pueda que mañana viene un camión por el equipaje. Mañana mismo nos vamos.
Mi madre nada preguntaba: era su mujer, al fin y al cabo, y según rezaba en las Sagradas Escrituras, debía mantenerse al margen de las decisiones de su marido. No importaba su jardín, que agradecido por el riego empezaba a regalarle flores, ni lo que hubiera alcanzado a construir ella en el tiempo permanecido allí, ni su estado de embarazo que era casi permanente. Ella era como el rastrojo, que echa raíces en cualquier parte, pero a esos gustos de aferrarse a la tierra no había por qué hacerles caso. Las amigas de ella poco importaban, y los niños ya se acostumbrarían a la nueva vida.
El camión llegaba temprano. Subían entonces lo más importante primero: las herramientas de carpintería y la máquina de coser. Luego subían colchones, camas, un armario que ocupaba buena parte del camión, la ropa empacada en bolsas, algunos enseres de cocina y otros cuantos muebles. Después de subir a los niños, mi madre se devolvía siempre "a dar un vistazo", según le decía a él, “por si acaso faltara algo”. Entraba rápidamente y se dirigía al patio. Estando allí, caminaba despacio, hacia cada una de las plantas del jardín, llevando un cuenco lleno de agua. Les rociaba el agua a cada una en tanto que les decía:
“Ustedes saben que no las estoy abandonando. Debo irme ya, pero estén seguras de que no tardará en venir alguien que las adopte. Seguramente más pronto que tarde”. Y les seguía hablando y rociándoles agua y luego pasaba al solar y también bañaba a las que allí estaban, que por el amplio espacio del que disponían eran más frondosas y bellas. Al final todas quedaban húmedas: las plantas, por sus hojas, y mi madre, por las mejillas. Tiraba el cuenco ya vacío y salía corriendo en tanto que mi padre la llamaba, estando ya subidos sus ánimos.
—¿Qué pasa? ¿Por qué tanta demora? —Le preguntaba él con el tono de voz propio del hombre en posición de dominio.
—No pasa nada —decía ella, con el tono de voz propio de la mujer dominada. Le respondía sin mirarlo y, después de subirse al camión, desviaba la vista hacia la ventanilla para que sus ojos húmedos no fueran a contarle a nadie de sus amarguras. Y así se quedaba, mientras que el camión avanzaba de hueco en hueco por la accidentada carretera. Cada llanta se iba introduciendo despaciosa en cada uno de los huecos, como si los estuviera contando. Mi madre permanecía mirando al paisaje que pasaba en sentido contrario al desplazamiento del camión, pero a su mismo ritmo: también despacioso y dando brincos. El viaje nunca duraba menos de cuatro horas y por eso paraban varias veces, sobre todo para descansar a los que iban atrás con mi padre. En estas paradas, mi madre permanecía silenciosa y así le mostraba su enojo. Un enojo callado, porque no estaba bien que a una mujer decente se le escucharan palabras contrarias a las que pronunciara su marido. Además, se suponía que las decisiones tomadas por él, eran de gran acierto. Al fin y al cabo, los hombres eran los que decidían.
Cuando llegaban al destino, las gentes del pueblo se recogían alrededor del camión para conocer a los nuevos habitantes. Los hombres bajaban el equipaje para irlo acomodando en la nueva casa, y mi madre iba a la cocina con la empleada para preparar algún alimento, primero a los niños y luego a los mayores. Cuando el camión quedaba vacío, mi padre se iba a deambular por el pueblo. Entraba a alguna cantina y pedía una cerveza, mientras iba observando a los que allí estaban. Seleccionaba a algunos con quienes se le ocurriera establecer relaciones y les enviaba una tanda de cervezas. Luego ellos le correspondían la invitación, de suerte que, al poco rato, estaban todos en la misma mesa, como viejos amigos. Cuando ya era de noche, regresaba a la casa.
A mi padre siempre lo acompañó el prestigio como mayordomo y por eso no tardaba en encontrar a quién prestarle sus servicios. Tal vez era eso lo que lo alentaba a tomar la decisión de ir de un pueblo a otro, sin temor a abandonar el empleo que tenía. Pero cuando tardaba algún tiempo en encontrar uno, ocupaba la sala o la primera pieza de la casa con el taller de carpintería, cuyas herramientas no le faltaron. La holgazanería nunca se le conoció a él: por eso los muebles que tenía los fabricó en su taller, y las casas que consiguió también las construyeron sus manos, y la tierra que tuvo más adelante, la abrió su machete.
La asiduidad de su trabajo fue lo que le posibilitó conseguir esa tierra que tanto quiso. Así le contó él a mi madre, el día que se hizo a la finca:
—Cambié las tres casas que teníamos por una finca.
Ella lo miró y apenas atinó a decirle:
—Usted sabrá lo que hace.
—Nos iremos a vivir allí. Todos —continuó él.
—Eso nunca —respondió ella—. Los niños necesitan estudiar.
—Por esos montes también hay escuelas —replicó él.
—Si las hay —dijo ella—, sólo es hasta segundo grado. Los niños no van a quedarse el resto de la vida cuidando cerdos.
Fue osada mi madre. Y el resto de su vida, él se lo recordó.
Pero él no iba a renunciar al sueño de tener una finca propia, ahora que lo había logrado y después de mucho trabajar. Entonces siguió con su empeño, y en pocos años pudo ver al ganado pastando en los potreros, y a los cerdos que engordaban con prisa, y a las gallinas que se reproducían sin cesar.