Ilustración: Hernán Marín
Florentina Quintero
Cuando Florentina Quintero llegó a la casa, como a las tres de la tarde, ya su tío había preguntado por ella varias veces. Por eso, no más la vio su madre, le dijo, al punto que le retiraba el pesado morral de la espalda:
―Venga para acá esos cuadernos, hija, y corra a buscar a ese hombre que está como endemoniado.
―Ahora voy, mamá, porque tengo hambre desde esta mañana.
―Lo que pasa, hija, es que usted anda trayendo las yucas tal como se le empacan. Cuando más, apenas mordisquea alguna de ellas.
― ¿Y por qué siempre son yucas?
―Tenga paciencia hija. Dios es grande. Y bueno.
― ¿Entonces, por qué Él no nos da otra cosa?
Según iba preguntando, Florentina desdoblaba las hojas de bijao que envolvían las yucas pasadas por aguasal.
― ¿Por qué siempre esto, esto, esto? ―Y, conforme lo iba diciendo, machucaba con sus propias manos los trozos de tubérculos cocidos, convirtiéndolos en un amasijo pegajoso que se iba esparciendo por sobre la tabla que servía de comedor.
El asombro provocado por la inesperada reclamación de su hija le hacía mantener a la madre la boca tan abierta que Florentina, desde su mediana estatura, alcanzaba a verle el paladar de pasta que daba forma y aseguraba su dentadura postiza.
Cuando la madre pudo recobrarse del pasmo, apenas atinó a decirle:
―Usted todavía no sabe nada de la pobreza. No la conoce todavía, Florentina Quintero ―la llamaba así, con el apellido sumado al nombre, cuando el enojo se apoderaba de ella.
―Sí que la conozco, mamá ―respondió la hija―. Tiene cara de yuca y yo creo que tiene una palidez igual a la de la yuca por dentro. Además, produce muchos desmayos. La maestra dijo que se acumula en la mente y que no le deja espacios a la memoria. Por eso, cuando la maestra pregunta por lo aprendido, muchas veces, se me olvida todo lo que estudié.
Florentina llevaba doce años, los mismos que tenía de nacida, conversando con el hambre. Por eso, más que conocerla bien, le pertenecía. Porque, en aquellas tierras del Nordeste Antioqueño, el hambre se había adueñado de muchos.
―No diga más esas cosas, hija. Y vaya a buscar a su tío que allá le llevo su almuerzo. Ya le dije que él está como endemoniado preguntando por usted.
―Mire mamá: no es que él esté endemoniado, sino que es el mismo demonio. Eso es mi tío: ¡un demonio!
Y habiéndole tirado estas palabras, Florentina dio media vuelta para salir corriendo por la puerta trasera de la casa, pero se encontró con su tío, bajo el dintel de la puerta, con un zurriago apretado en su mano. Su aparición fue tan sorpresiva que no le dio tiempo a la joven de frenar la carrera que ya había iniciado y fue a estrellarse contra las pocas carnes de su tío, haciéndolo tambalear. Éste, que había alcanzado a escuchar las últimas palabras de su sobrina, la tomó por los cabellos y, levantando la mano en la que tenía el zurriago, lo descargó con todas sus fuerzas contra las piernas de la muchacha. El rejo se arrolló en ellas, cuan largo era, y su punta logró abrir la tierna piel de una de aquellas piernas que ya empezaban a dar forma a una menuda joven en las postrimerías de la infancia. El tío haló el zurriago y lo descargó una y otra vez, ya en la espalda, ya en los brazos y cadera de Florentina. Durante el tiempo que duró el azote ella no lloró, cual si estuviera incólume. Sólo lo miraba hondamente con unos ojos que se le habían tornado del color del fuego y que al hombre le parecía que le quemaban los suyos. Por eso no fue capaz de sostenerle la mirada cuando ya hubo terminado el castigo; por eso le dijo, dándole la espalda, mientras cruzaba la puerta para ir de regreso al tajo en donde había interrumpido la faena:
―Ya le tengo separada la tarea para hoy, a ver si se le quita esa pereza. Y ojalá que no vuelva a quedarse por ahí, atolondrada, mientras aquí está todo el trabajo sin hacer ―y se fue, apartando el rastrojo con el machete.
Antes de salir, Florentina miró a su madre, quien había permanecido como una piedra. No había siquiera pronunciado palabra alguna para defenderla y ahora la miraba: a ella y a la puerta, a la puerta y a ella, como indicándole que saliera porque no podía resistir más el agobio. La mirada acusadora de su hija la hizo turbarse aún más. Florentina dio media vuelta para partir cuando su madre le dijo, con la dificultad propia de quien no tiene razones para excusarse:
―No me mire así, hija. Usted sabe que, si yo intervengo, él se va… y si él se va, nos acabamos de morir de hambre.
―De hambre, mamá, no nos vamos a morir ―respondió Florentina, y cruzó el umbral para dirigirse al monte, guiada por el sonido del machete que en manos de su tío aporreaba la maleza.
Esa tarde trabajó hasta ver la sangre que salía de sus pequeñas manos. Estrujó la tierra con el azadón, como obligándola a que produjera lo que no se le sembraba. Al término de la tarde, cuando la luna llegó a mirar su trabajo, Florentina fue hasta la casa y, tirándose en su tarima, se durmió sin haber comido siquiera la ración de yucas del almuerzo.
Después de la siembra Florentina iba a buscar oro con su tío, una tarea que solían combinar con el aporreo de la tierra. Se pasaban las horas mueva que mueva la arena en sus bateas, esperando a que aparecieran los pequeños puntos luminosos que dieran indicios de la presencia del soñado metal. Luego de muchos intentos iba quedando en el centro de la batea algún minúsculo punto amarillo, mientras los muchos granos de arena eran separados hacia los bordes por el diestro movimiento de las manos. El granito era depositado en una pequeña bolsa de plástico que se amarraba a la pretina del pantalón y, al final del día, se hacía un inventario de lo conseguido entre los dos. Terminada la semana se recogía lo poco que tenían para cambiarlo por unos cuantos pesos.
Un día, ya muy de tarde, cuando el movimiento de la batea se había vuelto pesado, y la batea pesaba, y los párpados pesaban, y el cansancio le susurraba a Florentina que debía suspender la faena, ella vio un grano amarillento que bailaba en la batea según la movía. Sus ojos se llenaron de gozo, al tiempo que sintió un frío intenso que le llegaba hasta la altura de la garganta. Detuvo el movimiento y, formando una pinza con sus dedos índice y pulgar, lo tomó para examinarlo. Le parecía que era de oro. Le limpió la arena, frotándolo en su vestido y volvió a mirarlo: se le parecía a otro que le había visto, en una sola ocasión, a un viejo minero. Sostuvo la batea debajo del brazo y lo limpió de nuevo, poniéndolo luego en la palma de su mano izquierda, mientras lo acariciaba con los dedos de la derecha. No lo dudó más: era de oro. Tiró entonces la batea y salió corriendo, convertida en plena dicha. Era eso: la dicha con cuerpo de mujer que corría hacia su casa. Los demás la vieron corriendo y la oyeron gritando: “¡mamá, mamá: me saqué un grano de oro!”.
Uno de los mineros se había quedado parado, viéndola venir. Cuando la joven pasó junto a él, la detuvo tomándola del brazo:
―Venga muchachita ―le dijo―. Muéstreme ese grano, yo le digo si en verdad es de oro.
Ella abrió la mano en la que tenía su tesoro y entonces el minero, al verlo, se adelantó a proponerle:
― ¡Se lo cambio por el gallo colorado!
No más lo dijo, Florentina empezó a sentir que la saliva se le abundaba y, cuando la sintió mucha, se la tragó con una ansiedad tal que alcanzó a producir un raro ruido mientras bajaba por su garganta. La sonrisa se le vio en su rostro y entonces abrió mucho la boca antes de responderle:
― ¡Sí, sí! ¡Sí se lo cambio! Tenga el grano y tráigame el gallo.
Cuando el tío llegó a la casa, Florentina, que no cabía en sus vestiduras por la enorme dicha que estaba dentro de ella, corrió a darle la buena noticia. Pero éste, enterado ya de lo sucedido, había ido a asegurarse por él mismo de lo que consideraba la estupidez más grande nunca antes oída. Cuando la vio con el gallo bajo el brazo, le gritó en la cara:
― ¡Mal agradecida! ¡Maldita muerta de hambre! Pero, ¿cómo pudo hacerlo, desgraciada? ¿Cuánto hubiéramos aliviado la situación con él, Florentina Quintero? ―Le sumó el apellido, como lo hacía su madre, para mostrarle más el enojo, y terminó diciéndole―: ¿Acaso no pensó en eso, zonza?
Ella, sin comprender lo que su tío le decía, soltó el gallo y salió corriendo por la puerta trasera. No corría por miedo. No. Lo hacía por dicha. Para que no se le acabara aquel momento de felicidad. Y la dicha se le agrandó y la alegría le duró para muchas horas, hasta las horas del otro día, con el almuerzo que tuvo, como no recordaba haberlo tenido antes. Y le duró hasta después, hasta las horas de la noche, cuando decidió irse a gozar de las fiestas de la vereda que estaban en todo su furor.
Su tío estuvo rabiando durante todas esas horas y en la noche se acostó con rabia y todo el otro día también lo estuvo. Por eso, cuando llegada la noche del otro día se enteró de que Florentina se hallaba bailando en la casa comunal, recogió las pocas ropas que ella tenía y las embutió en una bolsa que dejó en el piso, al lado de la puerta. Después de esto fue hasta donde ella estaba y la sacó a estrujones. La tomó por el vestido, a la altura de la espalda, y la llevó cuasi levantada hasta la casa. No más llegaron, la entró con un empujón y empezó a descargar toda su rabia contra ella. La sangre de él le bullía por las venas, que se le salían, ensanchadas, en el cuello.
―Se va de aquí ―le dijo―. Se va de aquí, maldita mujerzuela.
La cogió entonces del cabello y la tiró hacia atrás, haciéndola trastabillar hasta caerse al piso. La pateó en las posaderas, se agachó luego y la tomó por las axilas, levantándola y poniéndola contra la pared. Le gritó en la cara, al tiempo que le tiraba saliva por todo el rostro:
―Se va de mi casa y no vuelva a aparecerse por aquí jamás, maldita prostituta. Va a sentir lo que es el enojo y el castigo de Dios.
Cuando Florentina logró zafarse de él, reculó hasta la puerta y desde allí le gritó:
―El castigo de Dios lo va a tener usted. ¿De qué le sirve mantener una Biblia bajo el brazo cuando se la pasa maltratándonos a cada nada? ¿Sabe una cosa, tío?: esa Biblia le prestaría un mejor servicio, si la utilizara para limpiarse el culo.
Al oír esto, el hombre se lanzó enfurecido contra ella. Florentina se paró firme y se dispuso a cerrar la puerta tras de sí.
― ¡Ya le he dicho que se vaya de mi casa, putica! Si es capaz de irse a bailar con cualquiera, ¿qué no hará esta prostituta? ¡Se la va a llevar el diablo, Florentina Quintero!
Florentina, con la mirada clara de quien no ha dejado resbalar una sola lágrima, miró a su madre, quien había permanecido en un rincón de la sala, cubriéndose el rostro y enjugando las lágrimas con sus manos. Le tiró la misma mirada de antes. Esa mirada acusadora que la hacía estremecerse. Luego le dijo a él:
―El diablo se lo va a llevar a usted, tío. ―Y, tomando fuerzas, le gritó―: ¡Y ojalá que se queme en los malditos infiernos!
Entonces Florentina salió, dando un portazo. El tío cogió la bolsa con las ropas de ella, abrió la puerta y se la tiró, diciéndole:
―Adiós, Florentina Quintero. Y olvídese de que alguna vez me tuvo como su tío.
―Adiós, viejo desgraciado ―dijo ella―. Y olvídese de que un día volverá a tenerme como su esclava. ―Y dicho esto, huyó sintiéndose como un pájaro que acaba de recobrar su libertad.
―Venga para acá esos cuadernos, hija, y corra a buscar a ese hombre que está como endemoniado.
―Ahora voy, mamá, porque tengo hambre desde esta mañana.
―Lo que pasa, hija, es que usted anda trayendo las yucas tal como se le empacan. Cuando más, apenas mordisquea alguna de ellas.
― ¿Y por qué siempre son yucas?
―Tenga paciencia hija. Dios es grande. Y bueno.
― ¿Entonces, por qué Él no nos da otra cosa?
Según iba preguntando, Florentina desdoblaba las hojas de bijao que envolvían las yucas pasadas por aguasal.
― ¿Por qué siempre esto, esto, esto? ―Y, conforme lo iba diciendo, machucaba con sus propias manos los trozos de tubérculos cocidos, convirtiéndolos en un amasijo pegajoso que se iba esparciendo por sobre la tabla que servía de comedor.
El asombro provocado por la inesperada reclamación de su hija le hacía mantener a la madre la boca tan abierta que Florentina, desde su mediana estatura, alcanzaba a verle el paladar de pasta que daba forma y aseguraba su dentadura postiza.
Cuando la madre pudo recobrarse del pasmo, apenas atinó a decirle:
―Usted todavía no sabe nada de la pobreza. No la conoce todavía, Florentina Quintero ―la llamaba así, con el apellido sumado al nombre, cuando el enojo se apoderaba de ella.
―Sí que la conozco, mamá ―respondió la hija―. Tiene cara de yuca y yo creo que tiene una palidez igual a la de la yuca por dentro. Además, produce muchos desmayos. La maestra dijo que se acumula en la mente y que no le deja espacios a la memoria. Por eso, cuando la maestra pregunta por lo aprendido, muchas veces, se me olvida todo lo que estudié.
Florentina llevaba doce años, los mismos que tenía de nacida, conversando con el hambre. Por eso, más que conocerla bien, le pertenecía. Porque, en aquellas tierras del Nordeste Antioqueño, el hambre se había adueñado de muchos.
―No diga más esas cosas, hija. Y vaya a buscar a su tío que allá le llevo su almuerzo. Ya le dije que él está como endemoniado preguntando por usted.
―Mire mamá: no es que él esté endemoniado, sino que es el mismo demonio. Eso es mi tío: ¡un demonio!
Y habiéndole tirado estas palabras, Florentina dio media vuelta para salir corriendo por la puerta trasera de la casa, pero se encontró con su tío, bajo el dintel de la puerta, con un zurriago apretado en su mano. Su aparición fue tan sorpresiva que no le dio tiempo a la joven de frenar la carrera que ya había iniciado y fue a estrellarse contra las pocas carnes de su tío, haciéndolo tambalear. Éste, que había alcanzado a escuchar las últimas palabras de su sobrina, la tomó por los cabellos y, levantando la mano en la que tenía el zurriago, lo descargó con todas sus fuerzas contra las piernas de la muchacha. El rejo se arrolló en ellas, cuan largo era, y su punta logró abrir la tierna piel de una de aquellas piernas que ya empezaban a dar forma a una menuda joven en las postrimerías de la infancia. El tío haló el zurriago y lo descargó una y otra vez, ya en la espalda, ya en los brazos y cadera de Florentina. Durante el tiempo que duró el azote ella no lloró, cual si estuviera incólume. Sólo lo miraba hondamente con unos ojos que se le habían tornado del color del fuego y que al hombre le parecía que le quemaban los suyos. Por eso no fue capaz de sostenerle la mirada cuando ya hubo terminado el castigo; por eso le dijo, dándole la espalda, mientras cruzaba la puerta para ir de regreso al tajo en donde había interrumpido la faena:
―Ya le tengo separada la tarea para hoy, a ver si se le quita esa pereza. Y ojalá que no vuelva a quedarse por ahí, atolondrada, mientras aquí está todo el trabajo sin hacer ―y se fue, apartando el rastrojo con el machete.
Antes de salir, Florentina miró a su madre, quien había permanecido como una piedra. No había siquiera pronunciado palabra alguna para defenderla y ahora la miraba: a ella y a la puerta, a la puerta y a ella, como indicándole que saliera porque no podía resistir más el agobio. La mirada acusadora de su hija la hizo turbarse aún más. Florentina dio media vuelta para partir cuando su madre le dijo, con la dificultad propia de quien no tiene razones para excusarse:
―No me mire así, hija. Usted sabe que, si yo intervengo, él se va… y si él se va, nos acabamos de morir de hambre.
―De hambre, mamá, no nos vamos a morir ―respondió Florentina, y cruzó el umbral para dirigirse al monte, guiada por el sonido del machete que en manos de su tío aporreaba la maleza.
Esa tarde trabajó hasta ver la sangre que salía de sus pequeñas manos. Estrujó la tierra con el azadón, como obligándola a que produjera lo que no se le sembraba. Al término de la tarde, cuando la luna llegó a mirar su trabajo, Florentina fue hasta la casa y, tirándose en su tarima, se durmió sin haber comido siquiera la ración de yucas del almuerzo.
Después de la siembra Florentina iba a buscar oro con su tío, una tarea que solían combinar con el aporreo de la tierra. Se pasaban las horas mueva que mueva la arena en sus bateas, esperando a que aparecieran los pequeños puntos luminosos que dieran indicios de la presencia del soñado metal. Luego de muchos intentos iba quedando en el centro de la batea algún minúsculo punto amarillo, mientras los muchos granos de arena eran separados hacia los bordes por el diestro movimiento de las manos. El granito era depositado en una pequeña bolsa de plástico que se amarraba a la pretina del pantalón y, al final del día, se hacía un inventario de lo conseguido entre los dos. Terminada la semana se recogía lo poco que tenían para cambiarlo por unos cuantos pesos.
Un día, ya muy de tarde, cuando el movimiento de la batea se había vuelto pesado, y la batea pesaba, y los párpados pesaban, y el cansancio le susurraba a Florentina que debía suspender la faena, ella vio un grano amarillento que bailaba en la batea según la movía. Sus ojos se llenaron de gozo, al tiempo que sintió un frío intenso que le llegaba hasta la altura de la garganta. Detuvo el movimiento y, formando una pinza con sus dedos índice y pulgar, lo tomó para examinarlo. Le parecía que era de oro. Le limpió la arena, frotándolo en su vestido y volvió a mirarlo: se le parecía a otro que le había visto, en una sola ocasión, a un viejo minero. Sostuvo la batea debajo del brazo y lo limpió de nuevo, poniéndolo luego en la palma de su mano izquierda, mientras lo acariciaba con los dedos de la derecha. No lo dudó más: era de oro. Tiró entonces la batea y salió corriendo, convertida en plena dicha. Era eso: la dicha con cuerpo de mujer que corría hacia su casa. Los demás la vieron corriendo y la oyeron gritando: “¡mamá, mamá: me saqué un grano de oro!”.
Uno de los mineros se había quedado parado, viéndola venir. Cuando la joven pasó junto a él, la detuvo tomándola del brazo:
―Venga muchachita ―le dijo―. Muéstreme ese grano, yo le digo si en verdad es de oro.
Ella abrió la mano en la que tenía su tesoro y entonces el minero, al verlo, se adelantó a proponerle:
― ¡Se lo cambio por el gallo colorado!
No más lo dijo, Florentina empezó a sentir que la saliva se le abundaba y, cuando la sintió mucha, se la tragó con una ansiedad tal que alcanzó a producir un raro ruido mientras bajaba por su garganta. La sonrisa se le vio en su rostro y entonces abrió mucho la boca antes de responderle:
― ¡Sí, sí! ¡Sí se lo cambio! Tenga el grano y tráigame el gallo.
Cuando el tío llegó a la casa, Florentina, que no cabía en sus vestiduras por la enorme dicha que estaba dentro de ella, corrió a darle la buena noticia. Pero éste, enterado ya de lo sucedido, había ido a asegurarse por él mismo de lo que consideraba la estupidez más grande nunca antes oída. Cuando la vio con el gallo bajo el brazo, le gritó en la cara:
― ¡Mal agradecida! ¡Maldita muerta de hambre! Pero, ¿cómo pudo hacerlo, desgraciada? ¿Cuánto hubiéramos aliviado la situación con él, Florentina Quintero? ―Le sumó el apellido, como lo hacía su madre, para mostrarle más el enojo, y terminó diciéndole―: ¿Acaso no pensó en eso, zonza?
Ella, sin comprender lo que su tío le decía, soltó el gallo y salió corriendo por la puerta trasera. No corría por miedo. No. Lo hacía por dicha. Para que no se le acabara aquel momento de felicidad. Y la dicha se le agrandó y la alegría le duró para muchas horas, hasta las horas del otro día, con el almuerzo que tuvo, como no recordaba haberlo tenido antes. Y le duró hasta después, hasta las horas de la noche, cuando decidió irse a gozar de las fiestas de la vereda que estaban en todo su furor.
Su tío estuvo rabiando durante todas esas horas y en la noche se acostó con rabia y todo el otro día también lo estuvo. Por eso, cuando llegada la noche del otro día se enteró de que Florentina se hallaba bailando en la casa comunal, recogió las pocas ropas que ella tenía y las embutió en una bolsa que dejó en el piso, al lado de la puerta. Después de esto fue hasta donde ella estaba y la sacó a estrujones. La tomó por el vestido, a la altura de la espalda, y la llevó cuasi levantada hasta la casa. No más llegaron, la entró con un empujón y empezó a descargar toda su rabia contra ella. La sangre de él le bullía por las venas, que se le salían, ensanchadas, en el cuello.
―Se va de aquí ―le dijo―. Se va de aquí, maldita mujerzuela.
La cogió entonces del cabello y la tiró hacia atrás, haciéndola trastabillar hasta caerse al piso. La pateó en las posaderas, se agachó luego y la tomó por las axilas, levantándola y poniéndola contra la pared. Le gritó en la cara, al tiempo que le tiraba saliva por todo el rostro:
―Se va de mi casa y no vuelva a aparecerse por aquí jamás, maldita prostituta. Va a sentir lo que es el enojo y el castigo de Dios.
Cuando Florentina logró zafarse de él, reculó hasta la puerta y desde allí le gritó:
―El castigo de Dios lo va a tener usted. ¿De qué le sirve mantener una Biblia bajo el brazo cuando se la pasa maltratándonos a cada nada? ¿Sabe una cosa, tío?: esa Biblia le prestaría un mejor servicio, si la utilizara para limpiarse el culo.
Al oír esto, el hombre se lanzó enfurecido contra ella. Florentina se paró firme y se dispuso a cerrar la puerta tras de sí.
― ¡Ya le he dicho que se vaya de mi casa, putica! Si es capaz de irse a bailar con cualquiera, ¿qué no hará esta prostituta? ¡Se la va a llevar el diablo, Florentina Quintero!
Florentina, con la mirada clara de quien no ha dejado resbalar una sola lágrima, miró a su madre, quien había permanecido en un rincón de la sala, cubriéndose el rostro y enjugando las lágrimas con sus manos. Le tiró la misma mirada de antes. Esa mirada acusadora que la hacía estremecerse. Luego le dijo a él:
―El diablo se lo va a llevar a usted, tío. ―Y, tomando fuerzas, le gritó―: ¡Y ojalá que se queme en los malditos infiernos!
Entonces Florentina salió, dando un portazo. El tío cogió la bolsa con las ropas de ella, abrió la puerta y se la tiró, diciéndole:
―Adiós, Florentina Quintero. Y olvídese de que alguna vez me tuvo como su tío.
―Adiós, viejo desgraciado ―dijo ella―. Y olvídese de que un día volverá a tenerme como su esclava. ―Y dicho esto, huyó sintiéndose como un pájaro que acaba de recobrar su libertad.