Ilustración: Hernán Marín
El plan
Capítulo 8
Capítulo 8
El fornido y yo observábamos con detalle el plano que teníamos sobre
la mesa en el que sobresalían, por su tamaño, la cárcel y el aeropuerto.
Nos dirigimos hacia el comedor, en donde se encontraban otros dos hombres: uno de ellos era el que había estado en la buhardilla con los binoculares y el otro era un joven menudo, imberbe, cabello ensortijado y lentes redondos. Lo identifiqué de inmediato: era el joven que viajó a mi lado cuando venía en el tren, con mi abuela y mi tía. Todos nos miramos como pretendiendo un saludo. El Negro fue el primero en hablar:
—Él es de los nuestros. Pueden confiar tanto en él como en mí.
Yo esbocé una sonrisa y extendí la mano para saludar al hombre fornido.
—Hola —le dije y, señalando con la mirada los binoculares, pregunté—: eras tú quien me espiaba desde la buhardilla, ¿eh?
—No te espiaba. Ya nos empezaba a preocupar tu tardanza. En este asunto, la puntualidad es una regla de oro.
—Ya lo sé. No tienes qué decírmelo —le dije, un tanto ofendido.
—No es necesario discutir eso —intervino el Negro— En esto no podemos correr riesgos. Si en algún momento llega a haber dudas en cuanto a la seguridad, es preferible cancelar la actividad que se tenga programada.
Hubo un silencio que luego fue interrumpido por el hombre del tren, quien no había terminado de saludarme.
—Siento lo de tu abuela —me dijo y se detuvo brevemente, como dudando en lo que me iba a decir. Al fin se atrevió—: Pero me alegro de que te hayas separado de tu tía.
Los dos sonreímos al recordar el evento del tren. Era claro que el joven estaba bien enterado de lo sucedido. El hombre fornido intervino, mirando hacia la cocina:
—Huele a café.
El Negro corrió a la cocina diciendo:
—Lo había olvidado. Pueden venir por él, que ya lo sirvo.
—También quiero un vaso de agua —dije, secándome el sudor.
—Sírvase los que desee —me dijo el Negro, dándome confianza.
Cada uno tomó lo suyo y volvimos a la mesa. El fornido se me acercó:
—No te pretendía espiar —me dijo—. Estaba ansioso porque llegaras y por eso desde hacía rato trataba de ubicarte. Extendí los binoculares y los enfoqué hacia el camino que salía del monte. De pronto apareciste, al comienzo de aquel claro. Fue cuando llamé al Negro para que me confirmara si eras tú: “Es él”, me confirmó el Negro. Entonces todos estuvimos tranquilos.
—No te preocupes: todo está claro.
La cabaña era una construcción en madera, cercana a la cima del cerro, y había sido fabricada sobre un banqueo hecho en la pendiente, de cara a la ciudad. Aunque el área del terreno no era muy grande, apenas unos treinta metros cuadrados, el espacio interior era lo suficientemente cómodo para los cuatro: en el primer nivel un pequeño salón comedor, la cocina y un cuarto de baño. Arriba, en el segundo nivel, dos habitaciones, cada una de ellas con una ventana con vistas a la ciudad. En medio de las dos habitaciones había un estante que hacía las veces de escritorio y biblioteca a la vez. Finalmente, en la parte superior de la cabaña, se encontraba la buhardilla, la cual ofrecía una panorámica mucho más amplia de la ciudad que la que podía verse desde las ventanas ubicadas en el segundo nivel. Este era el lugar preferido por el Negro para hacer sus lecturas matutinas, según me lo contó él mismo cuando hubo tiempo para ello:
―Para mí, la lectura diaria es una actividad obligada. Luego bajo hasta el escritorio y me siento frente al computador para escribir algún texto acerca de cualquiera de tantos asuntos que me apasionan.
Cuando estuvimos todos sentados el Negro inició la conversación:
—Nos hemos reunido para discutir un asunto bastante delicado —dijo, al tiempo que ponía sobre la mesa el plano de uno de los barrios de la ciudad—. No andaré con rodeos, pues considero de absoluta confianza a todos los que están acá.
El fornido y yo observábamos con detalle el plano que teníamos sobre la mesa en el que sobresalían, por su tamaño, la cárcel y el aeropuerto. El joven del tren parecía no inquietarse por las palabras del Negro. Éste continuó diciendo, a la vez que señalaba en el mapa con la punta de un lápiz:
—Desde hace algún tiempo se está construyendo un túnel que parte desde uno de los patios de la cárcel, justo en donde se encuentran varios de nuestros compañeros. El plan inicial era llevar el túnel hasta una alcantarilla que está aquí, en el flanco derecho de la cárcel. Sin embargo, hemos sabido que se adelantará una obra para ampliación de esta vía. Esto nos ha obligado a cambiar los planes.
El Negro hablaba con seguridad, conocedor de cada detalle de lo dicho.
—De las relaciones con el interior de la cárcel se ha encargado el joven —dijo el Negro señalando al del tren—. Él tiene contactos allí, con quienes ha estado en conversaciones para garantizar la seguridad de los muchachos.
Después de decirnos esto, el Negro interrumpió su explicación, caviloso, en tanto que hizo un recorrido con la mirada por cada uno de nosotros. Al cabo, dijo:
—Los noto preocupados…
Ciertamente, habíamos estado muy silenciosos. Entonces yo me atreví a decir:
—Quizá sea porque es la primera vez que participamos en este tipo de acciones.
Pero, no más terminé de decirlo, me percaté de mi error al hablar en plural, puesto que desestimaba la participación que cualquiera otro hubiera podido tener. Entonces corregí, con marcada timidez:
—Bueno… quiero decir… en mi caso: es la primera vez —concluí, tontamente.
—Me parece razonable tu aprensión —me dijo el Negro, con palabras comprensivas—. Créame que a mí también me preocupa. La planeación y desarrollo de este tipo de acciones nunca lo dejará a uno tranquilo.
—Si puede saberse, ¿qué es lo que más te preocupa? —le pregunté.
—Claro que puede saberse —respondió el Negro—. Me preocupa, sobre todo, que hace ya dos meses que están interrumpidos los trabajos en el túnel: eso propicia el desánimo. Es contraproducente. Y si seguimos esperando a que mejoren las condiciones, tal vez tengamos que abandonar el plan. Por eso hemos optado por seguir adelante, lo cual obliga a una acción más rápida desde afuera.
—¿Y en qué consiste el cambio de plan? —preguntó el fornido— ¿Qué acciones se van a llevar a cabo?
—Iniciaremos otro túnel desde una casa que está ubicada aquí, al otro lado de la vía. Este deberá tener una inclinación de treinta grados hasta una longitud de cinco metros en su pendiente. En este punto estaremos aproximadamente a dos metros y medio de profundidad, lo que nos garantiza que podremos cruzar la vía por debajo de la alcantarilla. La altura de la excavación será de aproximadamente un metro o, en todo caso, la suficiente para que quepa cualquiera de nosotros en posición de sentado.
Mientras lo explicaba, el Negro iba dibujando en una hoja un triángulo rectángulo cuya hipotenusa simbolizaba la pendiente del túnel. El resto permanecíamos en silencio. El Negro continuó:
—Seguidamente, el túnel debe cruzar la vía por debajo de la alcantarilla. En este punto, al llegar al otro lado, agrandaremos la excavación de manera que se forme una especie de cámara o bóveda que permita albergar momentáneamente a unos cuatro hombres. Calculo que un metro cuadrado será más que suficiente. Desde allí iniciaremos un ascenso, con los mismos treinta gados de pendiente, hasta encontrarnos con el otro túnel que viene de la cárcel.
Después de esto, preguntó:
—¿Tienen alguna duda? Los sigo notando bastante serios.
—¿Cómo se distribuirá el trabajo entre nosotros? —preguntó el fornido, rascándose las barbas.
—¿De quién es la casa de enfrente? —interrogué. Pero, de nuevo, me sentí torpe haciendo preguntas que en nada aportaban al desarrollo de lo que nos ocupaba.
Nadie más preguntó. Todos quedamos en silencio, mirando el plano. Mas no era un silencio miedoso sino, más bien, un silencio incierto. Entonces, como para asegurarse de que todos seguíamos firmes, el Negro dijo:
—Espero que este silencio no indique que alguien está deseando retractarse: ¿me equivoco con mi apreciación?
A notar que el Negro se quedó mirándome fijamente, me sentí turbado. Comprendí que él estaba esperando que fuera yo quien respondiera a su pregunta. Lo consideré obvio, siendo yo el más novato en esta empresa. Entonces me decidí a responder antes de que, quizá, hiciera explícita su duda hacia mi:
—Yo no dudo de mi decisión: estoy seguro de querer participar en esta actividad. Solamente estaba analizando el plano ―dije.
—Tampoco yo lo estoy dudando —apuntó el hombre fornido— Puede contar con nosotros.
—En ese caso, —continuó el Negro mirando al hombre que acababa de hablar— veamos otros detalles: tú tomarás la casa en arriendo. Para ello te identificarás con una documentación ficticia que te entregaremos próximamente. Tanto lo uno como lo otro está siendo adelantado por el joven —dijo el Negro señalando al del tren. Éste asintió y su ademán fue de quien ya sabía de su tarea.
—¿Y cómo es eso? —preguntó el fornido. El Negro miró al joven para que fuera él quien respondiera la pregunta. Éste entendió la invitación.
—Yo me presenté al dueño de la casa, diciéndole que había sido encargado por un tío para que le consiguiera una casa en esta ciudad. Se supone que mi tío vive en un pueblo y desea venirse a vivir acá.
—Es decir, yo seré tu tío. Era lo que me faltaba —vociferó el fornido nerviosamente.
El Negro intervino de nuevo, dirigiéndose a mí:
—Tú te encargarás del sistema eléctrico y la ventilación del túnel —me ordenó, sabedor de mi experiencia en trabajos de electricidad—. Mañana mismo debes pasarme una relación aproximada de lo que necesitas. En la próxima semana ocuparemos la casa. El día se les avisará oportunamente. Tenemos un camión con los enseres necesarios y varias cajas con herramientas. El día de la ocupación llegará otro hombre que también se quedará en la casa.
—¿Habrá alguna mujer? —preguntó el fornido.
—Ese es un detalle importante —respondió el Negro—. Estaba prevista la participación de una joven, pero, por asuntos de seguridad, fue necesario enviarla a otra zona. Esto aún está pendiente.
—Yo sé de una que estaría dispuesta —dije.
—Olvídelo —respondió el Negro—. Tiene que ser de absoluta confianza.
—Lo es —reiteré.
—Esto es algo muy delicado. Ella tendría que ser de los nuestros.
—Podría serlo.
—Lo hablaremos más tarde tú y yo. Algo debe quedar claro: está prohibido hablar de esto con alguien sin que haya sido autorizado.
Todos asentimos con un movimiento de cabeza. Luego el Negro dijo, terminando la reunión:
—Vamos a la cocina. Debemos preparar la cena.
la mesa en el que sobresalían, por su tamaño, la cárcel y el aeropuerto.
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Nos dirigimos hacia el comedor, en donde se encontraban otros dos hombres: uno de ellos era el que había estado en la buhardilla con los binoculares y el otro era un joven menudo, imberbe, cabello ensortijado y lentes redondos. Lo identifiqué de inmediato: era el joven que viajó a mi lado cuando venía en el tren, con mi abuela y mi tía. Todos nos miramos como pretendiendo un saludo. El Negro fue el primero en hablar:
—Él es de los nuestros. Pueden confiar tanto en él como en mí.
Yo esbocé una sonrisa y extendí la mano para saludar al hombre fornido.
—Hola —le dije y, señalando con la mirada los binoculares, pregunté—: eras tú quien me espiaba desde la buhardilla, ¿eh?
—No te espiaba. Ya nos empezaba a preocupar tu tardanza. En este asunto, la puntualidad es una regla de oro.
—Ya lo sé. No tienes qué decírmelo —le dije, un tanto ofendido.
—No es necesario discutir eso —intervino el Negro— En esto no podemos correr riesgos. Si en algún momento llega a haber dudas en cuanto a la seguridad, es preferible cancelar la actividad que se tenga programada.
Hubo un silencio que luego fue interrumpido por el hombre del tren, quien no había terminado de saludarme.
—Siento lo de tu abuela —me dijo y se detuvo brevemente, como dudando en lo que me iba a decir. Al fin se atrevió—: Pero me alegro de que te hayas separado de tu tía.
Los dos sonreímos al recordar el evento del tren. Era claro que el joven estaba bien enterado de lo sucedido. El hombre fornido intervino, mirando hacia la cocina:
—Huele a café.
El Negro corrió a la cocina diciendo:
—Lo había olvidado. Pueden venir por él, que ya lo sirvo.
—También quiero un vaso de agua —dije, secándome el sudor.
—Sírvase los que desee —me dijo el Negro, dándome confianza.
Cada uno tomó lo suyo y volvimos a la mesa. El fornido se me acercó:
—No te pretendía espiar —me dijo—. Estaba ansioso porque llegaras y por eso desde hacía rato trataba de ubicarte. Extendí los binoculares y los enfoqué hacia el camino que salía del monte. De pronto apareciste, al comienzo de aquel claro. Fue cuando llamé al Negro para que me confirmara si eras tú: “Es él”, me confirmó el Negro. Entonces todos estuvimos tranquilos.
—No te preocupes: todo está claro.
La cabaña era una construcción en madera, cercana a la cima del cerro, y había sido fabricada sobre un banqueo hecho en la pendiente, de cara a la ciudad. Aunque el área del terreno no era muy grande, apenas unos treinta metros cuadrados, el espacio interior era lo suficientemente cómodo para los cuatro: en el primer nivel un pequeño salón comedor, la cocina y un cuarto de baño. Arriba, en el segundo nivel, dos habitaciones, cada una de ellas con una ventana con vistas a la ciudad. En medio de las dos habitaciones había un estante que hacía las veces de escritorio y biblioteca a la vez. Finalmente, en la parte superior de la cabaña, se encontraba la buhardilla, la cual ofrecía una panorámica mucho más amplia de la ciudad que la que podía verse desde las ventanas ubicadas en el segundo nivel. Este era el lugar preferido por el Negro para hacer sus lecturas matutinas, según me lo contó él mismo cuando hubo tiempo para ello:
―Para mí, la lectura diaria es una actividad obligada. Luego bajo hasta el escritorio y me siento frente al computador para escribir algún texto acerca de cualquiera de tantos asuntos que me apasionan.
Cuando estuvimos todos sentados el Negro inició la conversación:
—Nos hemos reunido para discutir un asunto bastante delicado —dijo, al tiempo que ponía sobre la mesa el plano de uno de los barrios de la ciudad—. No andaré con rodeos, pues considero de absoluta confianza a todos los que están acá.
El fornido y yo observábamos con detalle el plano que teníamos sobre la mesa en el que sobresalían, por su tamaño, la cárcel y el aeropuerto. El joven del tren parecía no inquietarse por las palabras del Negro. Éste continuó diciendo, a la vez que señalaba en el mapa con la punta de un lápiz:
—Desde hace algún tiempo se está construyendo un túnel que parte desde uno de los patios de la cárcel, justo en donde se encuentran varios de nuestros compañeros. El plan inicial era llevar el túnel hasta una alcantarilla que está aquí, en el flanco derecho de la cárcel. Sin embargo, hemos sabido que se adelantará una obra para ampliación de esta vía. Esto nos ha obligado a cambiar los planes.
El Negro hablaba con seguridad, conocedor de cada detalle de lo dicho.
—De las relaciones con el interior de la cárcel se ha encargado el joven —dijo el Negro señalando al del tren—. Él tiene contactos allí, con quienes ha estado en conversaciones para garantizar la seguridad de los muchachos.
Después de decirnos esto, el Negro interrumpió su explicación, caviloso, en tanto que hizo un recorrido con la mirada por cada uno de nosotros. Al cabo, dijo:
—Los noto preocupados…
Ciertamente, habíamos estado muy silenciosos. Entonces yo me atreví a decir:
—Quizá sea porque es la primera vez que participamos en este tipo de acciones.
Pero, no más terminé de decirlo, me percaté de mi error al hablar en plural, puesto que desestimaba la participación que cualquiera otro hubiera podido tener. Entonces corregí, con marcada timidez:
—Bueno… quiero decir… en mi caso: es la primera vez —concluí, tontamente.
—Me parece razonable tu aprensión —me dijo el Negro, con palabras comprensivas—. Créame que a mí también me preocupa. La planeación y desarrollo de este tipo de acciones nunca lo dejará a uno tranquilo.
—Si puede saberse, ¿qué es lo que más te preocupa? —le pregunté.
—Claro que puede saberse —respondió el Negro—. Me preocupa, sobre todo, que hace ya dos meses que están interrumpidos los trabajos en el túnel: eso propicia el desánimo. Es contraproducente. Y si seguimos esperando a que mejoren las condiciones, tal vez tengamos que abandonar el plan. Por eso hemos optado por seguir adelante, lo cual obliga a una acción más rápida desde afuera.
—¿Y en qué consiste el cambio de plan? —preguntó el fornido— ¿Qué acciones se van a llevar a cabo?
—Iniciaremos otro túnel desde una casa que está ubicada aquí, al otro lado de la vía. Este deberá tener una inclinación de treinta grados hasta una longitud de cinco metros en su pendiente. En este punto estaremos aproximadamente a dos metros y medio de profundidad, lo que nos garantiza que podremos cruzar la vía por debajo de la alcantarilla. La altura de la excavación será de aproximadamente un metro o, en todo caso, la suficiente para que quepa cualquiera de nosotros en posición de sentado.
Mientras lo explicaba, el Negro iba dibujando en una hoja un triángulo rectángulo cuya hipotenusa simbolizaba la pendiente del túnel. El resto permanecíamos en silencio. El Negro continuó:
—Seguidamente, el túnel debe cruzar la vía por debajo de la alcantarilla. En este punto, al llegar al otro lado, agrandaremos la excavación de manera que se forme una especie de cámara o bóveda que permita albergar momentáneamente a unos cuatro hombres. Calculo que un metro cuadrado será más que suficiente. Desde allí iniciaremos un ascenso, con los mismos treinta gados de pendiente, hasta encontrarnos con el otro túnel que viene de la cárcel.
Después de esto, preguntó:
—¿Tienen alguna duda? Los sigo notando bastante serios.
—¿Cómo se distribuirá el trabajo entre nosotros? —preguntó el fornido, rascándose las barbas.
—¿De quién es la casa de enfrente? —interrogué. Pero, de nuevo, me sentí torpe haciendo preguntas que en nada aportaban al desarrollo de lo que nos ocupaba.
Nadie más preguntó. Todos quedamos en silencio, mirando el plano. Mas no era un silencio miedoso sino, más bien, un silencio incierto. Entonces, como para asegurarse de que todos seguíamos firmes, el Negro dijo:
—Espero que este silencio no indique que alguien está deseando retractarse: ¿me equivoco con mi apreciación?
A notar que el Negro se quedó mirándome fijamente, me sentí turbado. Comprendí que él estaba esperando que fuera yo quien respondiera a su pregunta. Lo consideré obvio, siendo yo el más novato en esta empresa. Entonces me decidí a responder antes de que, quizá, hiciera explícita su duda hacia mi:
—Yo no dudo de mi decisión: estoy seguro de querer participar en esta actividad. Solamente estaba analizando el plano ―dije.
—Tampoco yo lo estoy dudando —apuntó el hombre fornido— Puede contar con nosotros.
—En ese caso, —continuó el Negro mirando al hombre que acababa de hablar— veamos otros detalles: tú tomarás la casa en arriendo. Para ello te identificarás con una documentación ficticia que te entregaremos próximamente. Tanto lo uno como lo otro está siendo adelantado por el joven —dijo el Negro señalando al del tren. Éste asintió y su ademán fue de quien ya sabía de su tarea.
—¿Y cómo es eso? —preguntó el fornido. El Negro miró al joven para que fuera él quien respondiera la pregunta. Éste entendió la invitación.
—Yo me presenté al dueño de la casa, diciéndole que había sido encargado por un tío para que le consiguiera una casa en esta ciudad. Se supone que mi tío vive en un pueblo y desea venirse a vivir acá.
—Es decir, yo seré tu tío. Era lo que me faltaba —vociferó el fornido nerviosamente.
El Negro intervino de nuevo, dirigiéndose a mí:
—Tú te encargarás del sistema eléctrico y la ventilación del túnel —me ordenó, sabedor de mi experiencia en trabajos de electricidad—. Mañana mismo debes pasarme una relación aproximada de lo que necesitas. En la próxima semana ocuparemos la casa. El día se les avisará oportunamente. Tenemos un camión con los enseres necesarios y varias cajas con herramientas. El día de la ocupación llegará otro hombre que también se quedará en la casa.
—¿Habrá alguna mujer? —preguntó el fornido.
—Ese es un detalle importante —respondió el Negro—. Estaba prevista la participación de una joven, pero, por asuntos de seguridad, fue necesario enviarla a otra zona. Esto aún está pendiente.
—Yo sé de una que estaría dispuesta —dije.
—Olvídelo —respondió el Negro—. Tiene que ser de absoluta confianza.
—Lo es —reiteré.
—Esto es algo muy delicado. Ella tendría que ser de los nuestros.
—Podría serlo.
—Lo hablaremos más tarde tú y yo. Algo debe quedar claro: está prohibido hablar de esto con alguien sin que haya sido autorizado.
Todos asentimos con un movimiento de cabeza. Luego el Negro dijo, terminando la reunión:
—Vamos a la cocina. Debemos preparar la cena.