Ilustración: Miguel Torres
El lector: el que cierra el ciclo
Capítulo 13
Capítulo 13
Creo que sin la mutabilidad del escritor, que le permite ser otro, pero conservando su propia calidad de expresión, no se puede ser buen escritor. Y entiendo por bueno al que hace sentir al lector que ya no está dentro de sí, sino en las páginas de la novela. Que en las letras que enfila le da la pena, o la alegría, y el asco, y el tedio, y la conmiseración. Escribir bien no es manejar bien la gramática, sino el sentir ajeno. Es influir en el lector. Hacerlo que sienta como el escritor siente, es decir que también el lector se mute. Esa no es una virtud del lector, sino influjo del escritor. Es pura técnica, claro. Es también el idioma bien manejado como transmisor de ideas o sentires. La experiencia puede hacer que eso parezca fácil, pero no lo es. Pero al lector sí debe parecerle facilísimo lo que le ocurre. Es decir que el lector no debe percibir la técnica. Pero, por sobre todo, es la capacidad que el escritor tiene de sentir profundamente. Sin sentir no se puede hacer sentir (Escobar Velásquez, 2001: 295).
Es indudable que uno, como lector de la obra de Escobar Velásquez, sufre diversas mutaciones: en Alaín cuando planea la castración de José Luis, por todos los retoños que éste va dejando en cada mujer que conoce; en el mismo José Luis, porque llega a sentir también uno el picotazo del zopilote que lo cree muerto. En Gilda, la prostituta que fue estafada por Comadreja; en él, cuando se entra en ella. En todos ellos se muta uno: en Aura, que quería que el padre de su hijo fuera inteligente, recio, bueno, para que el chico también lo fuera; y en él, en el padre, porque cuando cumplió con lo suyo, ella, que no necesitaba amarlo, se fue. Así que no importa el carácter del personaje, ni su figura, sexo, pensamiento o grado de maldad o bondad que haya en él: si tiene la suficiente capacidad de conmover al lector, éste se cambia por él. Se muta.
De manera similar ocurre en aquellas novelas que, como ya se dijo, logran que el lector llegue a preguntarse si son verdaderas o no. Cuando el escritor alcanza este grado de persuasión en el lector, es porque éste, el lector, se ha identificado, de alguna manera, con el relato. Tal vez por eso Marcel Proust (1996) escribió que “la obra del escritor no es más que una especie de instrumento óptico que ofrece al lector para permitirle discernir lo que, sin ese libro, no hubiera podido ver en sí mismo” (p. 39). Se reconoce allí y por eso llega a ver reflejado con tal fidelidad al mundo, que le es propio. Cuando esto sucede es que se dice que el texto ha logrado “pegar” al lector, y éste no se “despegará” hasta cuando no haya dado fin a la lectura de la novela. Y, conforme con lo dicho por Proust, esto sucede porque el lector se identifica tanto con la narración, que llega a convertirse en lector de sí mismo. En este caso la novela será, para el lector, una obra verdadera.
También puede hablarse del texto que “pega” al lector, cuando éste encuentra algunos asuntos que se insinúan, pero no se dicen claramente. El lector, que presume que habrá algo más, parte entonces en la búsqueda de lo que no es explícito, en cuyo camino, o al final de éste, puede encontrar otros elementos no dichos que, en conjunto, no lo dejan abandonar el texto. Wolfgang Iser (1996) plantea que aquello que no se dice en el texto literario, son vacíos que propician un proceso de comunicación entre el texto y el lector. Este proceso está en continuo movimiento porque cuando se llena un vacío, aparece otro que impulsa al lector hacia la búsqueda de aquello que todavía desconoce. De esta manera, la interacción entre lo explícito y lo implícito, además de darle movilidad a la comunicación entre texto y lector, mueve el pensamiento y lo lleva a imaginarse situaciones que puedan llegar a pasar.
“¿Pero ¿qué ocurre en el caso de un texto escrito, que el autor genera y después entrega a una variedad de actos de interpretación, como quien mete un mensaje en una botella y luego la arroja al mar?” (Eco, 1996: 239). A diferencia de la conversación cara a cara, en la que la exactitud o inexactitud de las representaciones pueden ser aclaradas con el interlocutor, en la interacción lector-texto la comunicación es bien diferente: “El lector, no obstante, nunca puede saber cuán exactas o inexactas son las representaciones del texto que se ha hecho” (Iser, 1996: 249). Además, en la interacción cara a cara existe un propósito, una razón de ser: se busca al otro porque se desea entablar una conversación acerca de algún tema, con la intención de hacer o de no hacer algo. De ahí la posibilidad de aclarar todo aquello que no lo esté. Esta intención está ausente en la interacción texto lector. Por eso es que el escritor, cuando publica su novela, es “como quien mete un mensaje en una botella y luego la arroja al mar”: al mar de lectores. Esta es, quizá, la razón por la que Todero le dice a Milena, durante una de las conversaciones que sostienen acerca de la necesidad que tiene aquel de escribir: “…yo no escribo para gustarle a nadie. Ni a ti, ahora. Yo escribo porque me gusta escribir. Únicamente por eso: y el lector me importa tantico así… —Y Todero juntó los dedos para señalar una nimiedad—” (p. 88).
Sin embargo, hay algo que es común a estos dos tipos de interacción social: aunque de diferente manera, en una y otra está presente la necesidad de rellenar vacíos. Tal vez pudiera hablarse aquí de tres categorías de vacíos relativos a la interacción texto lector que se viene exponiendo: por un lado, quizá sea la búsqueda de otras posibilidades de vida, como se decía en otros capítulos, lo que mueve al lector a adentrarse en la novela (aunque al final de la misma se tenga que volver a la realidad). Por otro lado, están los amarres o motivos ligados de los que echa mano el escritor para unir partes, para darle continuidad al relato. El lector se siente atraído por estos motivos y trata de encontrar la otra parte de la ligazón. Finalmente, están los vacíos creados a partir de la misma lectura, los cuales han sido dispuestos por el escritor durante la construcción de la trama. Son aquellas narraciones que se “dejan en punta”, para que sea el lector quien les dé continuidad. Es lo que no se dice, lo que se deja implícito, son las invitaciones al lector para que se imagine aquello que ha de suceder. En palabras de Iser, “son las implicaciones y no las afirmaciones las que dan forma y amplitud al significado” (Iser, 1996: 250).
Es precisamente de esta manera como se desarrolla la comunicación o la interacción entre texto y lector: en la medida en que el lector va llenando los vacíos que fueron originados por la misma lectura en aquellos pasajes en donde el escritor dejó sin decir, o suprimió lo que quiso que fuera continuado en la mente del lector.
En ocasiones, el escritor aplaza la exposición de pasajes que llenan los vacíos del lector, hasta el final de la novela. El lector no comprende entonces lo que está desarrollándose, tal como les sucede a algunos de los personajes de la novela que éste lee. Es como si el lector entrara a hacer parte de este grupo. Así, durante algún episodio de la novela (de tensión, por ejemplo) el escritor podría poner a uno de los personajes a decir algo que, sin ser claro para el lector en ese momento concreto de la narración ―y posiblemente sin ser comprendido tampoco por el interlocutor del personaje por no tener, ni el uno ni el otro, la información necesaria para llegar al entendimiento―, abra un abismo momentáneo en el lector que lo haga preguntarse por la razón de ser de aquellas palabras y lo “ate” a la lectura con el afán de encontrar la respuesta a su pregunta. Es un vacío que sólo podrá llenarse cuando el escritor lo considere pertinente.
Borges utiliza este artificio para crearle al lector un gran vacío: Emma Zunz va a buscar a un hombre, cualquier hombre, en tanto más desconocido mejor, para entregársele. Escoge, entre los que encuentra, al más desagradable y hace el amor con él. Es en este momento cuando se crea el vacío en el lector porque nada hay, al menos en apariencia, que justifique este acto. Pero hacia el final del cuento el lector comprende, incluso con una especie de complicidad, lo que motivó a Emma a llevar a cabo tal desatino.
De este tipo de situaciones es que dice Boris Tomasevskij (1996):
Así, el autor condujo al lector por la narración de diversos acontecimientos, muchos de los cuales pudieron haberse incluido para desorientar, para hacer creer al lector algo que no es y que sólo hasta el final podrá esclarecerlo. Sólo en este momento se cierra el ciclo que fue iniciado desde cuando el autor decidió escribir la novela. Un escritor que, sin saber en dónde estará el lector, empieza a buscarlo desde las primeras frases que escribe. Un lector que, para que pueda convertirse en verdadero interlocutor, debe leer despacio, escudriñando entre frase y frase, hasta ir descubriendo las pistas que han sido puestas allí para su disfrute. Sólo de esta manera puede llegar a sentirse el verdadero goce de la lectura: “no devorar, no tragar sino masticar, desmenuzar minuciosamente; para leer a los autores de hoy es necesario reencontrar el ocio de las antiguas lecturas: ser lectores aristocráticos” (Barthes, 1982: 23).
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Es indudable que uno, como lector de la obra de Escobar Velásquez, sufre diversas mutaciones: en Alaín cuando planea la castración de José Luis, por todos los retoños que éste va dejando en cada mujer que conoce; en el mismo José Luis, porque llega a sentir también uno el picotazo del zopilote que lo cree muerto. En Gilda, la prostituta que fue estafada por Comadreja; en él, cuando se entra en ella. En todos ellos se muta uno: en Aura, que quería que el padre de su hijo fuera inteligente, recio, bueno, para que el chico también lo fuera; y en él, en el padre, porque cuando cumplió con lo suyo, ella, que no necesitaba amarlo, se fue. Así que no importa el carácter del personaje, ni su figura, sexo, pensamiento o grado de maldad o bondad que haya en él: si tiene la suficiente capacidad de conmover al lector, éste se cambia por él. Se muta.
De manera similar ocurre en aquellas novelas que, como ya se dijo, logran que el lector llegue a preguntarse si son verdaderas o no. Cuando el escritor alcanza este grado de persuasión en el lector, es porque éste, el lector, se ha identificado, de alguna manera, con el relato. Tal vez por eso Marcel Proust (1996) escribió que “la obra del escritor no es más que una especie de instrumento óptico que ofrece al lector para permitirle discernir lo que, sin ese libro, no hubiera podido ver en sí mismo” (p. 39). Se reconoce allí y por eso llega a ver reflejado con tal fidelidad al mundo, que le es propio. Cuando esto sucede es que se dice que el texto ha logrado “pegar” al lector, y éste no se “despegará” hasta cuando no haya dado fin a la lectura de la novela. Y, conforme con lo dicho por Proust, esto sucede porque el lector se identifica tanto con la narración, que llega a convertirse en lector de sí mismo. En este caso la novela será, para el lector, una obra verdadera.
También puede hablarse del texto que “pega” al lector, cuando éste encuentra algunos asuntos que se insinúan, pero no se dicen claramente. El lector, que presume que habrá algo más, parte entonces en la búsqueda de lo que no es explícito, en cuyo camino, o al final de éste, puede encontrar otros elementos no dichos que, en conjunto, no lo dejan abandonar el texto. Wolfgang Iser (1996) plantea que aquello que no se dice en el texto literario, son vacíos que propician un proceso de comunicación entre el texto y el lector. Este proceso está en continuo movimiento porque cuando se llena un vacío, aparece otro que impulsa al lector hacia la búsqueda de aquello que todavía desconoce. De esta manera, la interacción entre lo explícito y lo implícito, además de darle movilidad a la comunicación entre texto y lector, mueve el pensamiento y lo lleva a imaginarse situaciones que puedan llegar a pasar.
“¿Pero ¿qué ocurre en el caso de un texto escrito, que el autor genera y después entrega a una variedad de actos de interpretación, como quien mete un mensaje en una botella y luego la arroja al mar?” (Eco, 1996: 239). A diferencia de la conversación cara a cara, en la que la exactitud o inexactitud de las representaciones pueden ser aclaradas con el interlocutor, en la interacción lector-texto la comunicación es bien diferente: “El lector, no obstante, nunca puede saber cuán exactas o inexactas son las representaciones del texto que se ha hecho” (Iser, 1996: 249). Además, en la interacción cara a cara existe un propósito, una razón de ser: se busca al otro porque se desea entablar una conversación acerca de algún tema, con la intención de hacer o de no hacer algo. De ahí la posibilidad de aclarar todo aquello que no lo esté. Esta intención está ausente en la interacción texto lector. Por eso es que el escritor, cuando publica su novela, es “como quien mete un mensaje en una botella y luego la arroja al mar”: al mar de lectores. Esta es, quizá, la razón por la que Todero le dice a Milena, durante una de las conversaciones que sostienen acerca de la necesidad que tiene aquel de escribir: “…yo no escribo para gustarle a nadie. Ni a ti, ahora. Yo escribo porque me gusta escribir. Únicamente por eso: y el lector me importa tantico así… —Y Todero juntó los dedos para señalar una nimiedad—” (p. 88).
Sin embargo, hay algo que es común a estos dos tipos de interacción social: aunque de diferente manera, en una y otra está presente la necesidad de rellenar vacíos. Tal vez pudiera hablarse aquí de tres categorías de vacíos relativos a la interacción texto lector que se viene exponiendo: por un lado, quizá sea la búsqueda de otras posibilidades de vida, como se decía en otros capítulos, lo que mueve al lector a adentrarse en la novela (aunque al final de la misma se tenga que volver a la realidad). Por otro lado, están los amarres o motivos ligados de los que echa mano el escritor para unir partes, para darle continuidad al relato. El lector se siente atraído por estos motivos y trata de encontrar la otra parte de la ligazón. Finalmente, están los vacíos creados a partir de la misma lectura, los cuales han sido dispuestos por el escritor durante la construcción de la trama. Son aquellas narraciones que se “dejan en punta”, para que sea el lector quien les dé continuidad. Es lo que no se dice, lo que se deja implícito, son las invitaciones al lector para que se imagine aquello que ha de suceder. En palabras de Iser, “son las implicaciones y no las afirmaciones las que dan forma y amplitud al significado” (Iser, 1996: 250).
Es precisamente de esta manera como se desarrolla la comunicación o la interacción entre texto y lector: en la medida en que el lector va llenando los vacíos que fueron originados por la misma lectura en aquellos pasajes en donde el escritor dejó sin decir, o suprimió lo que quiso que fuera continuado en la mente del lector.
En ocasiones, el escritor aplaza la exposición de pasajes que llenan los vacíos del lector, hasta el final de la novela. El lector no comprende entonces lo que está desarrollándose, tal como les sucede a algunos de los personajes de la novela que éste lee. Es como si el lector entrara a hacer parte de este grupo. Así, durante algún episodio de la novela (de tensión, por ejemplo) el escritor podría poner a uno de los personajes a decir algo que, sin ser claro para el lector en ese momento concreto de la narración ―y posiblemente sin ser comprendido tampoco por el interlocutor del personaje por no tener, ni el uno ni el otro, la información necesaria para llegar al entendimiento―, abra un abismo momentáneo en el lector que lo haga preguntarse por la razón de ser de aquellas palabras y lo “ate” a la lectura con el afán de encontrar la respuesta a su pregunta. Es un vacío que sólo podrá llenarse cuando el escritor lo considere pertinente.
Borges utiliza este artificio para crearle al lector un gran vacío: Emma Zunz va a buscar a un hombre, cualquier hombre, en tanto más desconocido mejor, para entregársele. Escoge, entre los que encuentra, al más desagradable y hace el amor con él. Es en este momento cuando se crea el vacío en el lector porque nada hay, al menos en apariencia, que justifique este acto. Pero hacia el final del cuento el lector comprende, incluso con una especie de complicidad, lo que motivó a Emma a llevar a cabo tal desatino.
De este tipo de situaciones es que dice Boris Tomasevskij (1996):
…la ignorancia del lector entra a formar parte de la narración misma: el grupo principal de personajes ignora estas circunstancias, y al lector se le comunica solamente lo que un determinado personaje conoce. En el desenlace, se comunica precisamente la circunstancia que se ha mantenido oscura (p. 48).
Así, el autor condujo al lector por la narración de diversos acontecimientos, muchos de los cuales pudieron haberse incluido para desorientar, para hacer creer al lector algo que no es y que sólo hasta el final podrá esclarecerlo. Sólo en este momento se cierra el ciclo que fue iniciado desde cuando el autor decidió escribir la novela. Un escritor que, sin saber en dónde estará el lector, empieza a buscarlo desde las primeras frases que escribe. Un lector que, para que pueda convertirse en verdadero interlocutor, debe leer despacio, escudriñando entre frase y frase, hasta ir descubriendo las pistas que han sido puestas allí para su disfrute. Sólo de esta manera puede llegar a sentirse el verdadero goce de la lectura: “no devorar, no tragar sino masticar, desmenuzar minuciosamente; para leer a los autores de hoy es necesario reencontrar el ocio de las antiguas lecturas: ser lectores aristocráticos” (Barthes, 1982: 23).