Collage: Alejandro Valencia Tobón
Cuando yo conocí ese monte
Yo tenía unos doce años de edad cuando conocí las tierras que habitó mi padre. Después de siete horas de recorrido por carreteras sin pavimentar, llegaba el autobús a una población de escasos dos mil habitantes, en donde era necesario pasar el resto del día y la noche siguientes. Luego de alojarnos en un pequeño hotel —mis hermanos, algunos amigos y yo¬— salíamos a buscar a mi padre. No era difícil encontrarlo, pues todo el pueblo lo conocía.
Cuando mi hermano mayor preguntaba por él, le señalaban hacia alguna de las cantinas de las que abundaban en ese pueblo. Íbamos entonces allí y ahí estaba, muchas veces con un grupo de amigos a quienes rara vez les alcanzaba el dinero para pagar lo que habían consumido. Mi padre tampoco mantenía dinero, pero los gastos eran cargados a su cuenta, que iba creciendo día tras día. Luego, saldaba la deuda con la venta de parte de la finca, que era como retirar un grano de arena a un puñado.
Al día siguiente de haber llegado al pueblo, iniciamos la caminada. Eran unas nueve horas de viaje por terreno quebrado. A medida que avanzábamos, íbamos introduciéndonos en un bosque que era cada vez más tupido, pues las copas de los árboles formaban un techo natural que impedía el paso del sol, lo cual hacía que los pantanos fueran permanentes. La cálida humedad del ambiente de aquellas tierras eran un hábitat natural para los mosquitos, que no dejaban de picarnos. Durante todo el recorrido éramos perseguidos por nubes de cínifes, que se nos pegaban para chuparnos sangre de las partes descubiertas de la piel. A mi padre parecía que esto no le molestaba, y permanecía silencioso durante casi todo el recorrido. Cuando se le preguntaba algo, respondía con monosílabos. Yo creo que, por lo menos en los últimos quince años de su vida, hubieran podido sumársele las palabras que pronunció. No dejo de abonarle el respeto que siempre le tuvo a mi madre, aun estando ebrio, pues lo más que le reclamaba era el hecho de que ella se hubiera negado a seguirlo hacia aquellas tierras, vírgenes en su gran mayoría. Fue como una desobediencia a él, pero también a la religión que profesaban. Mi madre lo sabía, pero estaba dispuesta a recibir el castigo divino, no el de mi padre porque de él nunca se supo que levantara la mano contra ella. Incluso, como ya lo he dicho, él fue, durante sus primeros veinte años de matrimonio, uno de esos que llaman esposo ejemplar. Posiblemente después vino el tedio que pudo haberle causado la compañía de ella, cuya sumisión apenas tuvo límite en el momento en que se atrevió a desobedecer un mandato que, más que de él, era el mandato que Dios había puesto en palabras de Timoteo: Las mujeres escuchen en silencio las instrucciones con entera sumisión. Pues no permito a la mujer el hacer de doctora, ni tomar autoridad sobre el marido; mas, estése callada, ya que Adán fue formado el primero, y después Eva como inferior; y además Adán no fue engañado, mas la mujer, engañada por la serpiente, fue causa de la prevaricación del hombre. He aquí la gran culpa de mi madre. Más aún por cuanto, así el uno como la otra, muy creyentes en la religión católica, habían cumplido siempre con todos sus mandatos: "La mujer permanecerá sumisa y obediente frente al hombre", "El hombre será la cabeza de la familia", "La mujer cuidará de los hijos con paciencia", "El hombre ganará el pan con el sudor de la frente". Todos eso era obedecido por los dos. Incluso aquello que rezaba: "El hombre y la mujer deben unirse con un fin primordial: la procreación". Por eso los ocho hijos que tenían en aquel momento, y los dos más que irían a tener. Todos bautizados en la primera semana de nacidos, como lo mandaba la religión católica. Desde aquel día de la desobediencia de mi madre habían pasado muchos años. Más de los que yo tenía.
La imagen del padre héroe rara vez ocupaba mi mente. Los doce años de vida con los que yo contaba cuando fui a conocer sus tierras los había vivido sin él, y por eso la representación que yo tenía de un padre estaba lejos de ser la de un hombre heroico, y mucho menos divino, como lo es para muchos infantes. Sin embargo, aquella vez, ocurrió algo que me lo hizo ver así: a medida que se acercaba el medio día y el calor iba subiendo, la sed se me aferraba al interior de mi garganta. Yo no osaba decírselo a él, quizá por una especie de temor que me habitaba, aunque nunca hubiera recibido maltrato alguno de su parte. Pero él me miró de pronto y entonces lo supo. Sin decir palabra, abandonó el camino y fue internándose en el bosque. Los que íbamos tras él, lo seguimos. Cortó algunos rastrojos con el machete y luego tomó un bejuco, diferente de los demás que había por allí, por su mayor grosor. Lo apartó del ramaje que lo arropaba y lo cortó de un tajo. En ese momento vi un líquido, cristalino como el agua, que salía del bejuco. Me lo pasó y bebí de aquel líquido y pude sentir que su sabor era el mismo que el del agua fresca. Puedo decir que en ese momento no tuve una representación sino una visión: mi padre se me pareció a Dios, porque había creado agua, pero también lo vi como un héroe que llegaba a liberarme de la ardiente sed.
Después de esto llegamos a una especie de fonda. Había allí algunos pocos refrescos y muchas cervezas. La señora que atendía el lugar saludó alegremente a mi padre y le entregó una cerveza. Luego me ofreció un refresco, y a los demás una u otra cosa dependiendo de cuán chicos o grandes fuéramos. Creo que los que íbamos sumábamos la docena, entre amigos y hermanos. La estadía allí se demoró hasta agotar el licor. Luego continuamos el recorrido. La noche llegó antes de lo acostumbrado y entonces el temor se coló dentro de mí. Yo caminaba al lado de mi padre, aunque con alguna desconfianza porque creía que estaba ebrio. Sin embargo, cuando recordaba la imagen que había tenido de él ese día, tornaba la seguridad en mí.
Luego, ya muy entrada la noche, llegamos a la finca de un amigo de mi padre, limítrofe con la de él. Allí nos hospedamos porque de la casa de mi padre sólo estaba el proyecto. Nos alumbramos con velas y lámparas de petróleo mientras que nos lavábamos los pies para quitarnos el pantano, y luego tomamos una bebida caliente.
Había frente a la casa una choza en cuyo zarzo se previó que amaneciéramos aquella noche. Luego de subir a él, y estando prestos a apagar la lámpara de petróleo, vimos salir a una serpiente de entre las pajas del techo. Su piel estaba pintada de rojo con anillos negros y su lengua salía y entraba, como avisando el recorrido que haría su cuerpo. A pesar del llamado de alguno de los que estábamos para que permaneciéramos quietos, nos tiramos en tumulto del zarzo. Luego de que mi hermano mayor la matara disparándole en la cabeza con un rifle de aire, le oí decir a mi padre que se trataba de una coral. Al parecer, el calor producido por la lámpara fue lo que hizo salir a la serpiente del techo de paja. Más tarde matamos algunas otras y por eso, esa noche, dormimos bajo el alero de la casa principal.
Al día siguiente fuimos hasta la finca de mi padre. En verdad, todos aquellos montes se parecían. No había límites claros, por lo menos para mí, entre una finca y otra. Los bosques eran tupidos, aunque ya quedaba poca madera de buen precio y la poca que había estaba protegida por organismos del Gobierno. Por eso, aunque se veía algunos aserríos, estos eran de madera ordinaria que mi padre daba a terceros a cambio de un pequeño porcentaje del producto de su venta, que era escaso. Aunque ello no era bastante, constituía la única fuente de ingresos que él tenía para su manutención. Ya no había los extensos y fértiles potreros que hubo antes, llenos de ganado que engordaba y crecía sin demora, y de lo cual hablaban algunos campesinos de la región. Todo era monte y rastrojo. Tampoco la siembra era rentable por los altos costos que implicaba el transporte de lo cosechado desde aquellas tierras lejanas. Así que, lo que se cultivaba, era utilizado para el consumo de él y de los pocos trabajadores de los aserríos.
Ese día comprendí porqué mi padre, cuando se presentaba en la casa que teníamos en arriendo, cada año a lo sumo, no llevaba hortalizas de las cultivadas por él. De haberlas traído, hubieran llegado dañadas y, además, su transporte desde la finca hasta el pueblo habría requerido de por lo menos una mula, que siempre le faltó.
Estando, en ese momento, aproximadamente en el centro de la propiedad, pude saber que su extensión era tan grande como cuanto podía verse desde allí. Una gran cantidad de tierra incultivada que era el hábitat de numerosas especies de serpientes, micos, gran variedad de aves y algunos tigrillos que, esos sí, cada vez eran menos porque eran considerados como un gran trofeo para quien lograra su cacería.
Las aguas que bañaban la finca eran abundantes y algunos de los ríos eran ricos en peces. Sin embargo, la jornada para ir hasta ellos era de unas cuatro horas. Todo eso representaba el mayor tesoro para mi padre. Todo cuanto de más llegó a tener, incluida su familia diría yo, lo cambió por ese monte.
Después de esta primera vez regresé en muchas otras. Incluso, siendo mayor, volví solo en varias veces. Cada vez que iba trataba de entender mejor las razones por las que el hombre puede llegar a abandonarlo todo, incluso a sí mismo. En muchas de estas ocasiones sentía una especie de ambivalencia por él y, quizá por eso, casi nunca me apresté a ayudarle en las labores del campo. Reconozco que fue una actitud adolescente, puesto que adolecía yo de la capacidad de reflexionar acerca de las motivaciones que le pudieron haber llevado a rehuir de todos. Sin embargo, ahora, después de muchos años, creo yo entender por qué mi padre buscó, en silencio, la soledad en aquellas montañas.
Ese daño callado se mantuvo en su interior hasta cuando ya ni siquiera se percataba de eso porque el deterioro de sus capacidades mentales no se lo permitían. Él había dicho que de aquellas tierras sólo lo sacarían muerto. Sin embargo, cuando ya no pudo pensar más de manera coherente, se olvidó de la promesa hecha a sí mismo y decidió salir: un día salió de allí, sin saber que ésta era la última vez que caminaba por esos montes. Ni siquiera la muerte le llegó en el lugar escogido por él. Fue como si la vida le hubiera jugado sucio hasta en su último hálito.
Cuando mi hermano mayor preguntaba por él, le señalaban hacia alguna de las cantinas de las que abundaban en ese pueblo. Íbamos entonces allí y ahí estaba, muchas veces con un grupo de amigos a quienes rara vez les alcanzaba el dinero para pagar lo que habían consumido. Mi padre tampoco mantenía dinero, pero los gastos eran cargados a su cuenta, que iba creciendo día tras día. Luego, saldaba la deuda con la venta de parte de la finca, que era como retirar un grano de arena a un puñado.
Al día siguiente de haber llegado al pueblo, iniciamos la caminada. Eran unas nueve horas de viaje por terreno quebrado. A medida que avanzábamos, íbamos introduciéndonos en un bosque que era cada vez más tupido, pues las copas de los árboles formaban un techo natural que impedía el paso del sol, lo cual hacía que los pantanos fueran permanentes. La cálida humedad del ambiente de aquellas tierras eran un hábitat natural para los mosquitos, que no dejaban de picarnos. Durante todo el recorrido éramos perseguidos por nubes de cínifes, que se nos pegaban para chuparnos sangre de las partes descubiertas de la piel. A mi padre parecía que esto no le molestaba, y permanecía silencioso durante casi todo el recorrido. Cuando se le preguntaba algo, respondía con monosílabos. Yo creo que, por lo menos en los últimos quince años de su vida, hubieran podido sumársele las palabras que pronunció. No dejo de abonarle el respeto que siempre le tuvo a mi madre, aun estando ebrio, pues lo más que le reclamaba era el hecho de que ella se hubiera negado a seguirlo hacia aquellas tierras, vírgenes en su gran mayoría. Fue como una desobediencia a él, pero también a la religión que profesaban. Mi madre lo sabía, pero estaba dispuesta a recibir el castigo divino, no el de mi padre porque de él nunca se supo que levantara la mano contra ella. Incluso, como ya lo he dicho, él fue, durante sus primeros veinte años de matrimonio, uno de esos que llaman esposo ejemplar. Posiblemente después vino el tedio que pudo haberle causado la compañía de ella, cuya sumisión apenas tuvo límite en el momento en que se atrevió a desobedecer un mandato que, más que de él, era el mandato que Dios había puesto en palabras de Timoteo: Las mujeres escuchen en silencio las instrucciones con entera sumisión. Pues no permito a la mujer el hacer de doctora, ni tomar autoridad sobre el marido; mas, estése callada, ya que Adán fue formado el primero, y después Eva como inferior; y además Adán no fue engañado, mas la mujer, engañada por la serpiente, fue causa de la prevaricación del hombre. He aquí la gran culpa de mi madre. Más aún por cuanto, así el uno como la otra, muy creyentes en la religión católica, habían cumplido siempre con todos sus mandatos: "La mujer permanecerá sumisa y obediente frente al hombre", "El hombre será la cabeza de la familia", "La mujer cuidará de los hijos con paciencia", "El hombre ganará el pan con el sudor de la frente". Todos eso era obedecido por los dos. Incluso aquello que rezaba: "El hombre y la mujer deben unirse con un fin primordial: la procreación". Por eso los ocho hijos que tenían en aquel momento, y los dos más que irían a tener. Todos bautizados en la primera semana de nacidos, como lo mandaba la religión católica. Desde aquel día de la desobediencia de mi madre habían pasado muchos años. Más de los que yo tenía.
La imagen del padre héroe rara vez ocupaba mi mente. Los doce años de vida con los que yo contaba cuando fui a conocer sus tierras los había vivido sin él, y por eso la representación que yo tenía de un padre estaba lejos de ser la de un hombre heroico, y mucho menos divino, como lo es para muchos infantes. Sin embargo, aquella vez, ocurrió algo que me lo hizo ver así: a medida que se acercaba el medio día y el calor iba subiendo, la sed se me aferraba al interior de mi garganta. Yo no osaba decírselo a él, quizá por una especie de temor que me habitaba, aunque nunca hubiera recibido maltrato alguno de su parte. Pero él me miró de pronto y entonces lo supo. Sin decir palabra, abandonó el camino y fue internándose en el bosque. Los que íbamos tras él, lo seguimos. Cortó algunos rastrojos con el machete y luego tomó un bejuco, diferente de los demás que había por allí, por su mayor grosor. Lo apartó del ramaje que lo arropaba y lo cortó de un tajo. En ese momento vi un líquido, cristalino como el agua, que salía del bejuco. Me lo pasó y bebí de aquel líquido y pude sentir que su sabor era el mismo que el del agua fresca. Puedo decir que en ese momento no tuve una representación sino una visión: mi padre se me pareció a Dios, porque había creado agua, pero también lo vi como un héroe que llegaba a liberarme de la ardiente sed.
Después de esto llegamos a una especie de fonda. Había allí algunos pocos refrescos y muchas cervezas. La señora que atendía el lugar saludó alegremente a mi padre y le entregó una cerveza. Luego me ofreció un refresco, y a los demás una u otra cosa dependiendo de cuán chicos o grandes fuéramos. Creo que los que íbamos sumábamos la docena, entre amigos y hermanos. La estadía allí se demoró hasta agotar el licor. Luego continuamos el recorrido. La noche llegó antes de lo acostumbrado y entonces el temor se coló dentro de mí. Yo caminaba al lado de mi padre, aunque con alguna desconfianza porque creía que estaba ebrio. Sin embargo, cuando recordaba la imagen que había tenido de él ese día, tornaba la seguridad en mí.
Luego, ya muy entrada la noche, llegamos a la finca de un amigo de mi padre, limítrofe con la de él. Allí nos hospedamos porque de la casa de mi padre sólo estaba el proyecto. Nos alumbramos con velas y lámparas de petróleo mientras que nos lavábamos los pies para quitarnos el pantano, y luego tomamos una bebida caliente.
Había frente a la casa una choza en cuyo zarzo se previó que amaneciéramos aquella noche. Luego de subir a él, y estando prestos a apagar la lámpara de petróleo, vimos salir a una serpiente de entre las pajas del techo. Su piel estaba pintada de rojo con anillos negros y su lengua salía y entraba, como avisando el recorrido que haría su cuerpo. A pesar del llamado de alguno de los que estábamos para que permaneciéramos quietos, nos tiramos en tumulto del zarzo. Luego de que mi hermano mayor la matara disparándole en la cabeza con un rifle de aire, le oí decir a mi padre que se trataba de una coral. Al parecer, el calor producido por la lámpara fue lo que hizo salir a la serpiente del techo de paja. Más tarde matamos algunas otras y por eso, esa noche, dormimos bajo el alero de la casa principal.
Al día siguiente fuimos hasta la finca de mi padre. En verdad, todos aquellos montes se parecían. No había límites claros, por lo menos para mí, entre una finca y otra. Los bosques eran tupidos, aunque ya quedaba poca madera de buen precio y la poca que había estaba protegida por organismos del Gobierno. Por eso, aunque se veía algunos aserríos, estos eran de madera ordinaria que mi padre daba a terceros a cambio de un pequeño porcentaje del producto de su venta, que era escaso. Aunque ello no era bastante, constituía la única fuente de ingresos que él tenía para su manutención. Ya no había los extensos y fértiles potreros que hubo antes, llenos de ganado que engordaba y crecía sin demora, y de lo cual hablaban algunos campesinos de la región. Todo era monte y rastrojo. Tampoco la siembra era rentable por los altos costos que implicaba el transporte de lo cosechado desde aquellas tierras lejanas. Así que, lo que se cultivaba, era utilizado para el consumo de él y de los pocos trabajadores de los aserríos.
Ese día comprendí porqué mi padre, cuando se presentaba en la casa que teníamos en arriendo, cada año a lo sumo, no llevaba hortalizas de las cultivadas por él. De haberlas traído, hubieran llegado dañadas y, además, su transporte desde la finca hasta el pueblo habría requerido de por lo menos una mula, que siempre le faltó.
Estando, en ese momento, aproximadamente en el centro de la propiedad, pude saber que su extensión era tan grande como cuanto podía verse desde allí. Una gran cantidad de tierra incultivada que era el hábitat de numerosas especies de serpientes, micos, gran variedad de aves y algunos tigrillos que, esos sí, cada vez eran menos porque eran considerados como un gran trofeo para quien lograra su cacería.
Las aguas que bañaban la finca eran abundantes y algunos de los ríos eran ricos en peces. Sin embargo, la jornada para ir hasta ellos era de unas cuatro horas. Todo eso representaba el mayor tesoro para mi padre. Todo cuanto de más llegó a tener, incluida su familia diría yo, lo cambió por ese monte.
Después de esta primera vez regresé en muchas otras. Incluso, siendo mayor, volví solo en varias veces. Cada vez que iba trataba de entender mejor las razones por las que el hombre puede llegar a abandonarlo todo, incluso a sí mismo. En muchas de estas ocasiones sentía una especie de ambivalencia por él y, quizá por eso, casi nunca me apresté a ayudarle en las labores del campo. Reconozco que fue una actitud adolescente, puesto que adolecía yo de la capacidad de reflexionar acerca de las motivaciones que le pudieron haber llevado a rehuir de todos. Sin embargo, ahora, después de muchos años, creo yo entender por qué mi padre buscó, en silencio, la soledad en aquellas montañas.
Ese daño callado se mantuvo en su interior hasta cuando ya ni siquiera se percataba de eso porque el deterioro de sus capacidades mentales no se lo permitían. Él había dicho que de aquellas tierras sólo lo sacarían muerto. Sin embargo, cuando ya no pudo pensar más de manera coherente, se olvidó de la promesa hecha a sí mismo y decidió salir: un día salió de allí, sin saber que ésta era la última vez que caminaba por esos montes. Ni siquiera la muerte le llegó en el lugar escogido por él. Fue como si la vida le hubiera jugado sucio hasta en su último hálito.