Fotografías: Mario H. Valencia
Mi mamá y yo
Cuando mi mamá estaba en sus noventa años tenía, como siempre, una salud inigualable puesto que lo único que la aquejaba era una dificultad auditiva que resolvía medianamente con audífonos. Y, como su salud, así también fue su vida: con pocas dolencias.
En una oportunidad en la que hablamos de lo que había sido su vida hasta ese momento, y del balance que podía hacer de la misma, le pregunté:
― ¿Qué le duele de la vida?
―Nada ―me respondió ella―. Porque cualquier carencia que tuvimos, eso se supera.
Ciertamente, hubo una época de carencias en su vida, mas no en sus primeros años de casada, cuando lo único que le pedía a mi papá era libros para entretenerse leyendo, porque sus demás necesidades estaban satisfechas.
Aunque sus lecturas fueron menguando a medida que nacían los hijos, aún en su ancianidad ella aprovechaba cuanta cosa con letras le cayera en la mano: periódico, revista, biblia o un libro cualquiera, sin importarle si iría a terminarlo o no. Leía hasta donde se cansara y lo devolvía a su lugar. Le entretenían, incluso, las revistas con sopas de letras en francés que le regalaba una de sus nietas, así no supiera el idioma.
Cierto día, mientras viajábamos en el Metro, ella sentada y yo de pie, noté que estaba tratando de leer el título del libro que yo tenía abierto. Cuando interrumpí la lectura para mirarla, me dijo:
―A ver: ¿Qué está leyendo?
Entonces yo le pasé el libro, que creo que era una antología de cuentos, y ella no se volvió a despegar de la lectura hasta cuando yo le interrumpí para señalarle que ya estábamos por llegar a la estación de destino. Apenas en ese momento se percató de que se había apropiado de la lectura de mi libro. Entonces hizo un gesto de vergüenza, a la vez que me dijo:
―Qué pena: se lo robé.
―No se preocupe: yo se lo regalo.
― ¿No ve que ya no soy capaz de leer un libro completo? Ni siquiera he terminado de leer el que me regaló de… ¿cómo se llama el autor?
―Jairo Aníbal Niño.
―Eso es: el libro está bueno, pero yo no sé si lo termine, mijito.
―No importa.
―Pero el suyo sí lo leí.
―Me alegra, mamá: ¿le gustó?
―Sí: le quedó bien escrito. Es triste: veces la gente sufre mucho, ¿cierto?
―Así es, mamá: gracias a Dios.
― ¿Por qué dice eso?
―Porque solamente pasa lo que Dios quiere: usted me lo ha dicho.
―Lo que pasa es que a usted le gusta enredarme.
Aunque ya no leyera mucho, entretenciones siempre tuvo ella: desde pegar un botón, hasta recoger una cosecha, no le faltaba ánimo. Siempre tuvo disposición para cuantas actividades se le plantearan, bien que fuera el cuidado de una hija durante el posparto o la ayuda en la trasteada de cualquier familiar.
A propósito de partos: suponiendo que ella se casó de dieciocho años, prácticamente estuvo como catorce años en embarazo porque yo fui el octavo hijo y, cuando nací, ella tenía treinta y dos años de edad. Treinta y dos años y, para ese momento, ocho hijos: ¡qué fortaleza la del supuesto “sexo débil”!
Cada uno de sus hijos tenemos, por lo menos, otros dos. Y muchos de estos nietos también tienen hijos, de manera que ya puede verse cuán numerosa es su descendencia. Normalmente, en su cumpleaños, ese gentío solía reunirse en la casa de mi hermana menor, que fue en donde vivió mi mamá sus últimos años, y se armaba qué jolgorio hasta muy avanzada la noche. Yo también asistía, por lo menos un rato, pero, cuando tenía oportunidad, prefería salir a algún lugar con ella.
En estos encuentros solíamos conversar acerca de su vida, de su manera de pensar, de la religión y, algunas veces, también de política. Confieso que me gustaba verla cómo se irritaba cuando yo anteponía mi ateísmo a su catolicismo, mi izquierdismo a su derechismo, pero, de ninguna manera pretendía yo convencerla de mi manera de pensar. Quizá haya sido ésta, la manifestación de una de mis perversiones. Lo mejor era que siempre terminábamos tomados de la mano.
En una ocasión ella me regaló una biblia, lo cual le agradecí sinceramente. Al cabo de algún tiempo, durante una visita que me hizo, me preguntó, en el tono de quien espera una respuesta negativa:
―Usted no ha abierto la biblia, ¿cierto?
―Claro que la he abierto, mamá.
― ¿Pero la ha abierto apenas, o también la ha leído?
―Por supuesto que también la he leído.
Era cierta mi afirmación porque, la verdad, a mí sí me ha gustado leer algunos pasajes bíblicos, pero como fuente literaria y como pretexto para la escritura. Entonces ella me preguntó, desconfiada:
―A ver: ¿qué ha leído?
Yo entonces fui por la biblia y empecé a leer algunos pasajes con los que tengo serias objeciones: así, leí las cartas de Pablo a Timoteo y conversamos acerca de la afirmación de Pablo en cuanto a que la mujer debe estar en donde esté el hombre, y otras tantas manifestaciones machistas que expresa él en estas cartas; leí la parábola del hijo pródigo y discutimos si valía la pena premiar a quien ha despilfarrado lo que buenamente se le entregó para su manutención; conversamos sobre el bello erotismo del Cantar de los cantares, como paradoja del tabú sexual predicado por la Iglesia; cuestioné la perversión de David, el ungido por Dios, al llevar a Betzabé a la cama y, posteriormente, mandar a matar Urías, el marido de ella.
Ese día no alcanzamos a considerar la injusticia de ese mismo Dios, al ordenarle a Abraham que matara a su hijo Isaac para que le demostrara su amor, como si su omnisciencia no le alcanzara para confirmar la incondicionalidad de la fe de este hombre. Pero sí divagamos acerca de la posibilidad de que hubiera sido Jesús quien se casó en las bodas de Caná. Luego, como para cerrar una conversación que quizá no tenía objeto, me dijo:
―Yo creo que usted, ni en sueños ha pensado en Dios: ¿cierto?
Entonces, como respuesta, le recité estos versos de Proverbios y cantares, de Antonio Machado:
Tal vez ese día mi mamá quedó un poco confundida, pero siguió en lo suyo. Al fin y al cabo, los errores humanos son de humanos y los de Dios no son errores, sino que obedecen a esa voluntad divina que no puede ser cuestionada.
Creo no equivocarme si digo que lo que más la entretenía era la costura. Cierta vez me preguntó si me gustaban las colchas de retazos y yo le dije que sí, pero que las prefería de retazos pequeños. Entonces se dio a la tarea de buscarlos y, a medida que iba consiguiéndolos, los unía y unía, hasta que la terminó y me la regaló. “Es muy bella”: así se lo dije y, en verdad, es una de las que prefiero como tendido para mi cama.
En cuanto a las posiciones políticas, ella y yo teníamos una apuesta palabreada: en la vuelta final de las elecciones presidenciales del año 2014, cuando quedaban solamente los candidatos Santos y Zuluaga, yo me hubiera podido abstener de votar puesto que ninguno de los dos era de mi confianza. Sin embargo, Santos, aunque marcadamente de derecha, estaba cada vez más comprometido con su propuesta política de negociar con las FARC, propuesta con la cual yo simpatizaba. De Zuluaga yo opinaba que, desde su ideología de extrema derecha, arreciaba su posición guerrerista contra esta guerrilla, no obstante, la experiencia histórica de inutilidad de este tipo de prácticas. Mi mamá se identificaba con este último, lo que a mi entender se debía a una especie de alienación producto de la gran presión social que se vivía en ese momento. Entonces, para cerrar la discusión, apostamos: ella decía que Santos nunca iba a lograr negociar con las FARC; yo decía que sí. Ella decía que Zuluaga acabaría con la guerrilla; yo decía que eso no se lograba tan fácil. Apostamos, y aunque no concretamos lo que ganaría el que tuviera la razón, le dije que, si yo ganaba, le cobraba: “Le cobro, aunque sea una cerveza para celebrar” ―le dije, pero también le prometí―: “Y, si pierdo, le pago. Le pago, aunque sea con una malta, de las que le gustan tanto”. Es decir que, al final del gobierno de Santos, uno cobraba y otro pagaba. Eso, si todavía estábamos vivos.
Aclaro que, luego de la firma de los acuerdos de paz entre el gobierno de Santos y las FARC, mi mamá mencionó la apuesta: una muestra más de su buena memoria, a pesar de que ya habían pasado varios años desde aquel día. Entonces me preguntó, a la vez que mantenía esa mirada indagadora que acostumbraba en estos casos:
—¿Recuerda la apuesta que hicimos al final de las pasadas elecciones?
—Claro que lo recuerdo, mamá —le respondí—. Yo dije que Santos lograría negociar con las FARC, y usted dijo que eso nunca iba a suceder.
Yo estaba contento por el hecho de que fuera ella quien lo mencionara y, además, porque parecía que estaba reconociendo que yo era el ganador. Sin embargo, me causó mucha gracia lo que me dijo a continuación:
—Ahí está la apuesta… pero usted no ha ganado, mijito.
—¿Cómo que no mamá? ¿Acaso no era la firma de los acuerdos lo que estaba en juego?
—Sí, pero hay que ver si las FARC cumplen.
—Entonces, ¿hasta cuándo tengo que esperar?
—Ah yo no sé.
Hay que anotar que mi mamá tenía su gracia, sobre todo por la rapidez y oportunidad para responder a cuanto se le peguntaba. Más aún si se trataba de una pregunta intencional, como las que yo solía hacerle. En una oportunidad, por ejemplo, ella intentaba partir en dos una tabla, agrandando una grieta que ésta tenía, con el propósito de clavar las dos en la tierra, junto a una planta de uchuvas, y sostener así sus gajos que tendían a caerse. Al verla, fui hasta donde ella y le pregunté:
—¿Puedo ayudarle, mamá?
—Sí —me respondió—. No sé por qué no he podido partir esa tabla.
Yo tomé la tabla y, al hacerle presión en sentidos contrarios, la madera cedió. Al punto, ella me dijo:
—¿Sí ve cómo siempre le hace falta a uno un hombre al lado? Y hace días que yo estoy como descuidada con eso.
Su comentario me causó mucha risa. Cuando pude, le dije:
—Pues yo puedo conseguirle un viejo para que la acompañe.
—¿Un viejo? ¿Para que tengamos que conseguir quién nos ayude a los dos?
Después de reírnos, le propuse:
—Entonces adopte un muchacho de dieciocho.
—¿Sí? ¿Para que yo tenga que velar por él?
Volvimos a reírnos.
Aunque, como ya lo dije, mi mamá se mantenía muy aliviada, a veces le aparecía algún trastorno que llevaba a los médicos a ordenar su hospitalización, como ocurrió cierta vez por un sangrado anal que resultó ser diverticulitis. Yo fui a visitarla y la encontré vestida con una bata hospitalaria y leyendo una revista de farándula. Tenía, sobre la cama, otra revista de sopas de letras. La vi animada y muy bien, al menos en apariencia. Mientras conversábamos, noté que a la raíz de su cabello empezaba a vérsele pinticas blancas. Entonces le pregunté:
—¿A usted no le gusta dejarse el cabello sin tinturar?
Su respuesta fue inmediata:
—No mijo. A mí no me gusta.
—¿Por qué? —volví a preguntarle. Me respondió riendo y en voz baja:
—Porque me veo muy viejita.
Después de reírnos los dos de su respuesta, traté de persuadirla con estas palabras:
—Si deja de tinturarse va a causar mucha más admiración en la gente, al ver a una “viejita” tan animada, con tanta soltura y una columna tan recta.
Pero ella se mantuvo en lo suyo:
—¿Sí?, ¿y después qué quiere?: ¿un bastón, unas chanclas y una bata larga?
Me reí mucho, pero ella permaneció seria. Al rato, cuando me despedí, le dije:
—Le queda bien esa bata: parece una viejita loca.
Se quedó riéndose de su vejez.
Por aquellos días yo solía pensar en tres personajes, todos vivos en aquella época y contemporáneos entre sí, los cuales me significaban mucho, aunque por diferentes razones. En primer lugar, estaba ella: mi mamá, por una suficiente e indiscutible razón: fue quien me parió. El segundo personaje significativo para mí, y contemporáneo con ella, era Fidel Castro. No importa cuál sea la opinión que se tenga de él, nadie podrá negar su magnificencia: estaba hecho para llevar a cabo grandes empresas, como una revolución “en las mismas narices de Estados Unidos”, como él mismo lo dijo alguna vez. El tercer personaje que me significaba era Gabriel García Márquez, por la calidad de su narrativa, tanto en novela como en cuento. Además, me identifico con él en la escogencia de ciertas lecturas, y por el gusto que tuvo y tengo por la escritura. Aunque sé que nunca llegaré a parecérmele en eso.
Además de la significación que los tres tuvieron, y aún tienen para mí, me causaba cierta curiosidad su contemporaneidad, lo que hizo que me preguntara, estando los tres vivos, cómo moriría cada uno de ellos y quién duraría más: y resulta que los tres personajes murieron de manera inversa a como fue su vida. Fidel murió calmadamente, a diferencia de su estruendosa vida. Gabriel murió abrumado por los olvidos de los sucesos cotidianos que fueron el sostén de sus escritos. Y mi mamá, que siempre llevó una vida silenciosa, calmada y poco notoria, al morir cayó estruendosamente, pues la mató un infarto que no la alcanzó en la cama sino estando de pie.
Ahora, con respecto a la curiosidad que yo tenía acerca de quién de los tres duraría más, hago el siguiente cálculo: mi mamá nació en 1925, Fidel en 1926 y Gabriel en 1927. Aunque no es razón aquí aquello de que los últimos serán los primeros, García Márquez murió primero, en el año 2014; le siguió Fidel Castro, en el año 2016; y finalmente mi mamá, en el 2019. Así que, por lo menos en cuanto a resistencia vital, ella fue la ganadora.
En una oportunidad en la que hablamos de lo que había sido su vida hasta ese momento, y del balance que podía hacer de la misma, le pregunté:
― ¿Qué le duele de la vida?
―Nada ―me respondió ella―. Porque cualquier carencia que tuvimos, eso se supera.
Ciertamente, hubo una época de carencias en su vida, mas no en sus primeros años de casada, cuando lo único que le pedía a mi papá era libros para entretenerse leyendo, porque sus demás necesidades estaban satisfechas.
Aunque sus lecturas fueron menguando a medida que nacían los hijos, aún en su ancianidad ella aprovechaba cuanta cosa con letras le cayera en la mano: periódico, revista, biblia o un libro cualquiera, sin importarle si iría a terminarlo o no. Leía hasta donde se cansara y lo devolvía a su lugar. Le entretenían, incluso, las revistas con sopas de letras en francés que le regalaba una de sus nietas, así no supiera el idioma.
Cierto día, mientras viajábamos en el Metro, ella sentada y yo de pie, noté que estaba tratando de leer el título del libro que yo tenía abierto. Cuando interrumpí la lectura para mirarla, me dijo:
―A ver: ¿Qué está leyendo?
Entonces yo le pasé el libro, que creo que era una antología de cuentos, y ella no se volvió a despegar de la lectura hasta cuando yo le interrumpí para señalarle que ya estábamos por llegar a la estación de destino. Apenas en ese momento se percató de que se había apropiado de la lectura de mi libro. Entonces hizo un gesto de vergüenza, a la vez que me dijo:
―Qué pena: se lo robé.
―No se preocupe: yo se lo regalo.
― ¿No ve que ya no soy capaz de leer un libro completo? Ni siquiera he terminado de leer el que me regaló de… ¿cómo se llama el autor?
―Jairo Aníbal Niño.
―Eso es: el libro está bueno, pero yo no sé si lo termine, mijito.
―No importa.
―Pero el suyo sí lo leí.
―Me alegra, mamá: ¿le gustó?
―Sí: le quedó bien escrito. Es triste: veces la gente sufre mucho, ¿cierto?
―Así es, mamá: gracias a Dios.
― ¿Por qué dice eso?
―Porque solamente pasa lo que Dios quiere: usted me lo ha dicho.
―Lo que pasa es que a usted le gusta enredarme.
Aunque ya no leyera mucho, entretenciones siempre tuvo ella: desde pegar un botón, hasta recoger una cosecha, no le faltaba ánimo. Siempre tuvo disposición para cuantas actividades se le plantearan, bien que fuera el cuidado de una hija durante el posparto o la ayuda en la trasteada de cualquier familiar.
A propósito de partos: suponiendo que ella se casó de dieciocho años, prácticamente estuvo como catorce años en embarazo porque yo fui el octavo hijo y, cuando nací, ella tenía treinta y dos años de edad. Treinta y dos años y, para ese momento, ocho hijos: ¡qué fortaleza la del supuesto “sexo débil”!
Cada uno de sus hijos tenemos, por lo menos, otros dos. Y muchos de estos nietos también tienen hijos, de manera que ya puede verse cuán numerosa es su descendencia. Normalmente, en su cumpleaños, ese gentío solía reunirse en la casa de mi hermana menor, que fue en donde vivió mi mamá sus últimos años, y se armaba qué jolgorio hasta muy avanzada la noche. Yo también asistía, por lo menos un rato, pero, cuando tenía oportunidad, prefería salir a algún lugar con ella.
En estos encuentros solíamos conversar acerca de su vida, de su manera de pensar, de la religión y, algunas veces, también de política. Confieso que me gustaba verla cómo se irritaba cuando yo anteponía mi ateísmo a su catolicismo, mi izquierdismo a su derechismo, pero, de ninguna manera pretendía yo convencerla de mi manera de pensar. Quizá haya sido ésta, la manifestación de una de mis perversiones. Lo mejor era que siempre terminábamos tomados de la mano.
En una ocasión ella me regaló una biblia, lo cual le agradecí sinceramente. Al cabo de algún tiempo, durante una visita que me hizo, me preguntó, en el tono de quien espera una respuesta negativa:
―Usted no ha abierto la biblia, ¿cierto?
―Claro que la he abierto, mamá.
― ¿Pero la ha abierto apenas, o también la ha leído?
―Por supuesto que también la he leído.
Era cierta mi afirmación porque, la verdad, a mí sí me ha gustado leer algunos pasajes bíblicos, pero como fuente literaria y como pretexto para la escritura. Entonces ella me preguntó, desconfiada:
―A ver: ¿qué ha leído?
Yo entonces fui por la biblia y empecé a leer algunos pasajes con los que tengo serias objeciones: así, leí las cartas de Pablo a Timoteo y conversamos acerca de la afirmación de Pablo en cuanto a que la mujer debe estar en donde esté el hombre, y otras tantas manifestaciones machistas que expresa él en estas cartas; leí la parábola del hijo pródigo y discutimos si valía la pena premiar a quien ha despilfarrado lo que buenamente se le entregó para su manutención; conversamos sobre el bello erotismo del Cantar de los cantares, como paradoja del tabú sexual predicado por la Iglesia; cuestioné la perversión de David, el ungido por Dios, al llevar a Betzabé a la cama y, posteriormente, mandar a matar Urías, el marido de ella.
Ese día no alcanzamos a considerar la injusticia de ese mismo Dios, al ordenarle a Abraham que matara a su hijo Isaac para que le demostrara su amor, como si su omnisciencia no le alcanzara para confirmar la incondicionalidad de la fe de este hombre. Pero sí divagamos acerca de la posibilidad de que hubiera sido Jesús quien se casó en las bodas de Caná. Luego, como para cerrar una conversación que quizá no tenía objeto, me dijo:
―Yo creo que usted, ni en sueños ha pensado en Dios: ¿cierto?
Entonces, como respuesta, le recité estos versos de Proverbios y cantares, de Antonio Machado:
Ayer soñé que veía
A Dios y que a Dios hablaba;
Y soñé que Dios me oía…
Después soñé que soñaba.
Tal vez ese día mi mamá quedó un poco confundida, pero siguió en lo suyo. Al fin y al cabo, los errores humanos son de humanos y los de Dios no son errores, sino que obedecen a esa voluntad divina que no puede ser cuestionada.
Creo no equivocarme si digo que lo que más la entretenía era la costura. Cierta vez me preguntó si me gustaban las colchas de retazos y yo le dije que sí, pero que las prefería de retazos pequeños. Entonces se dio a la tarea de buscarlos y, a medida que iba consiguiéndolos, los unía y unía, hasta que la terminó y me la regaló. “Es muy bella”: así se lo dije y, en verdad, es una de las que prefiero como tendido para mi cama.
En cuanto a las posiciones políticas, ella y yo teníamos una apuesta palabreada: en la vuelta final de las elecciones presidenciales del año 2014, cuando quedaban solamente los candidatos Santos y Zuluaga, yo me hubiera podido abstener de votar puesto que ninguno de los dos era de mi confianza. Sin embargo, Santos, aunque marcadamente de derecha, estaba cada vez más comprometido con su propuesta política de negociar con las FARC, propuesta con la cual yo simpatizaba. De Zuluaga yo opinaba que, desde su ideología de extrema derecha, arreciaba su posición guerrerista contra esta guerrilla, no obstante, la experiencia histórica de inutilidad de este tipo de prácticas. Mi mamá se identificaba con este último, lo que a mi entender se debía a una especie de alienación producto de la gran presión social que se vivía en ese momento. Entonces, para cerrar la discusión, apostamos: ella decía que Santos nunca iba a lograr negociar con las FARC; yo decía que sí. Ella decía que Zuluaga acabaría con la guerrilla; yo decía que eso no se lograba tan fácil. Apostamos, y aunque no concretamos lo que ganaría el que tuviera la razón, le dije que, si yo ganaba, le cobraba: “Le cobro, aunque sea una cerveza para celebrar” ―le dije, pero también le prometí―: “Y, si pierdo, le pago. Le pago, aunque sea con una malta, de las que le gustan tanto”. Es decir que, al final del gobierno de Santos, uno cobraba y otro pagaba. Eso, si todavía estábamos vivos.
Aclaro que, luego de la firma de los acuerdos de paz entre el gobierno de Santos y las FARC, mi mamá mencionó la apuesta: una muestra más de su buena memoria, a pesar de que ya habían pasado varios años desde aquel día. Entonces me preguntó, a la vez que mantenía esa mirada indagadora que acostumbraba en estos casos:
—¿Recuerda la apuesta que hicimos al final de las pasadas elecciones?
—Claro que lo recuerdo, mamá —le respondí—. Yo dije que Santos lograría negociar con las FARC, y usted dijo que eso nunca iba a suceder.
Yo estaba contento por el hecho de que fuera ella quien lo mencionara y, además, porque parecía que estaba reconociendo que yo era el ganador. Sin embargo, me causó mucha gracia lo que me dijo a continuación:
—Ahí está la apuesta… pero usted no ha ganado, mijito.
—¿Cómo que no mamá? ¿Acaso no era la firma de los acuerdos lo que estaba en juego?
—Sí, pero hay que ver si las FARC cumplen.
—Entonces, ¿hasta cuándo tengo que esperar?
—Ah yo no sé.
Hay que anotar que mi mamá tenía su gracia, sobre todo por la rapidez y oportunidad para responder a cuanto se le peguntaba. Más aún si se trataba de una pregunta intencional, como las que yo solía hacerle. En una oportunidad, por ejemplo, ella intentaba partir en dos una tabla, agrandando una grieta que ésta tenía, con el propósito de clavar las dos en la tierra, junto a una planta de uchuvas, y sostener así sus gajos que tendían a caerse. Al verla, fui hasta donde ella y le pregunté:
—¿Puedo ayudarle, mamá?
—Sí —me respondió—. No sé por qué no he podido partir esa tabla.
Yo tomé la tabla y, al hacerle presión en sentidos contrarios, la madera cedió. Al punto, ella me dijo:
—¿Sí ve cómo siempre le hace falta a uno un hombre al lado? Y hace días que yo estoy como descuidada con eso.
Su comentario me causó mucha risa. Cuando pude, le dije:
—Pues yo puedo conseguirle un viejo para que la acompañe.
—¿Un viejo? ¿Para que tengamos que conseguir quién nos ayude a los dos?
Después de reírnos, le propuse:
—Entonces adopte un muchacho de dieciocho.
—¿Sí? ¿Para que yo tenga que velar por él?
Volvimos a reírnos.
Aunque, como ya lo dije, mi mamá se mantenía muy aliviada, a veces le aparecía algún trastorno que llevaba a los médicos a ordenar su hospitalización, como ocurrió cierta vez por un sangrado anal que resultó ser diverticulitis. Yo fui a visitarla y la encontré vestida con una bata hospitalaria y leyendo una revista de farándula. Tenía, sobre la cama, otra revista de sopas de letras. La vi animada y muy bien, al menos en apariencia. Mientras conversábamos, noté que a la raíz de su cabello empezaba a vérsele pinticas blancas. Entonces le pregunté:
—¿A usted no le gusta dejarse el cabello sin tinturar?
Su respuesta fue inmediata:
—No mijo. A mí no me gusta.
—¿Por qué? —volví a preguntarle. Me respondió riendo y en voz baja:
—Porque me veo muy viejita.
Después de reírnos los dos de su respuesta, traté de persuadirla con estas palabras:
—Si deja de tinturarse va a causar mucha más admiración en la gente, al ver a una “viejita” tan animada, con tanta soltura y una columna tan recta.
Pero ella se mantuvo en lo suyo:
—¿Sí?, ¿y después qué quiere?: ¿un bastón, unas chanclas y una bata larga?
Me reí mucho, pero ella permaneció seria. Al rato, cuando me despedí, le dije:
—Le queda bien esa bata: parece una viejita loca.
Se quedó riéndose de su vejez.
Por aquellos días yo solía pensar en tres personajes, todos vivos en aquella época y contemporáneos entre sí, los cuales me significaban mucho, aunque por diferentes razones. En primer lugar, estaba ella: mi mamá, por una suficiente e indiscutible razón: fue quien me parió. El segundo personaje significativo para mí, y contemporáneo con ella, era Fidel Castro. No importa cuál sea la opinión que se tenga de él, nadie podrá negar su magnificencia: estaba hecho para llevar a cabo grandes empresas, como una revolución “en las mismas narices de Estados Unidos”, como él mismo lo dijo alguna vez. El tercer personaje que me significaba era Gabriel García Márquez, por la calidad de su narrativa, tanto en novela como en cuento. Además, me identifico con él en la escogencia de ciertas lecturas, y por el gusto que tuvo y tengo por la escritura. Aunque sé que nunca llegaré a parecérmele en eso.
Además de la significación que los tres tuvieron, y aún tienen para mí, me causaba cierta curiosidad su contemporaneidad, lo que hizo que me preguntara, estando los tres vivos, cómo moriría cada uno de ellos y quién duraría más: y resulta que los tres personajes murieron de manera inversa a como fue su vida. Fidel murió calmadamente, a diferencia de su estruendosa vida. Gabriel murió abrumado por los olvidos de los sucesos cotidianos que fueron el sostén de sus escritos. Y mi mamá, que siempre llevó una vida silenciosa, calmada y poco notoria, al morir cayó estruendosamente, pues la mató un infarto que no la alcanzó en la cama sino estando de pie.
Ahora, con respecto a la curiosidad que yo tenía acerca de quién de los tres duraría más, hago el siguiente cálculo: mi mamá nació en 1925, Fidel en 1926 y Gabriel en 1927. Aunque no es razón aquí aquello de que los últimos serán los primeros, García Márquez murió primero, en el año 2014; le siguió Fidel Castro, en el año 2016; y finalmente mi mamá, en el 2019. Así que, por lo menos en cuanto a resistencia vital, ella fue la ganadora.