Ejercicio de puntuación
Alguna vez quise hacer un ejercicio de escritura en el que la única puntuación fueran comas, salvo un punto al final del texto. Pensé entonces en una relación de pareja que se hizo líquida y se fue yendo, como un remolino por un orificio, sin que nada pudiera detenerla. Intenté describir entonces lo que pudo haber visto un hombre en un instante, con solo echar una mirada a la habitación de su amada, estando ella desnuda. Así, traté de describir lo que pudiera abarcar el ángulo de visión de aquel hombre al quedarse pasmado mirando, quizá por última vez, todo aquello que tantas veces había visto, incluso con embeleso tratándose del cuerpo de ella, pero que ahora tendía a diluirse. Para darle al texto la impresión de remolino, describí lo que el hombre vio alrededor de la mujer para luego detener su mirada en ella, que era el centro de todo y, siéndolo, sería lo primero en desaparecer, absorbida por el remolino de la partida. Detrás de ella se iría todo lo demás. Entonces me fui regresando, describiendo hacia afuera, hasta llegar al punto de partida.
Casualmente, tiempo después leí la novela La tejedora de coronas, del escritor Germán Espinosa y se me ocurrió que un apartado de esta novela, que tenía características similares al texto que yo había escrito, tanto en puntuación como en el argumento mismo, bien podría ser la voz de aquella mujer, quien después de tres años de aquel encuentro silencioso, decidió hablar para dejar claros sus sentimientos y así ponerle un punto final a su relación.
Punto final
El hombre entró a la habitación solamente para despedirse con un beso y la vio desnuda, frente a él, con sus formas que se insinuaban porque estaba de espaldas a la ventana y la mucha luz llegaba apenas hasta el revés de la cortina que se extendía en pliegues, entre una y otra pared, así que sólo algo de aquella luz alcanzaba a entrar para regarse por la habitación e iluminar, a medias, la cama amplia con espacio suficiente para dos y sobre ella el cubre lecho y sobre él los cojines en desorden y encima sus ropas limpias, prestas a cubrir su cuerpo, y estaban también los libros esparcidos por el escritorio angosto pero suficiente para ella, la silla vacía, en espera de alguien que llegara a ocuparla, la mesita de noche, circular, con un porta retratos encima y en su interior la fotografía de ella y en ella su sonrisa y en su sonrisa su ser porque ella era así, y pudo ver el espejo alto, hasta más arriba de la altura de un adulto, contiguo a la puerta blanca, ambos frente a la ventana, de manera que en ellos rebotaba la luz hasta su cuerpo desnudo por lo que también pudo ver a medias la redondez de sus senos, las aréolas oscuras, como el pantano oscuro, contorneando los pezones que apuntaban al frente como si fueran sombreritos colocados al final de cada una de aquellas redondeces, su pubis desnudo, sus bellos vellos, cual bosque triangular, tupido, misterioso y sus piernas bien formadas que terminaban en unos pies blancos que estaban descalzos y, al subir su mirada, vio unos ojos que preguntaban los porqués del ingreso súbito a la habitación, sin llamar, y él, que no tenía respuestas, la miró con ojos de querer quedarse pero, sabiendo él que ella no quería, fingió indiferencia como para estar a tono con la indiferencia de su mirada que seguía preguntando sin preguntar, así que volvió a mirarla desde sus descalzos y blancos pies en los que terminaban sus bien formadas piernas, pasó de nuevo por el misterioso, tupido y triangular bosque de vellos bellos del desnudo pubis, por las redondeces aquellas, cada una con una especie de sombrerito apuntando al frente que eran los pezones contorneados por las oscuras aréolas, como el pantano oscuro, de sus senos redondos que a medias pudo ver, así como el resto de su desnudo cuerpo, puesto que estaban iluminados con una luz rebotada gracias a que frente a la ventana había una puerta blanca contigua a un espejo alto, más alto que la altura de un adulto, y vio su ser en su sonrisa y su sonrisa en ella y ella en la fotografía y la fotografía en el porta retratos que estaba sobre la circular mesita de noche y la vacía silla, ocupada por quien todavía no llegaba, el angosto escritorio, pero suficiente para ella, con los libros esparcidos y sus ropas limpias sobre los cojines y éstos en desorden encima del cubre lecho que decoraba la cama, la cual era suficiente para dos, amplia, iluminada a medias porque los pliegues de la cortina extendida entre una y otra pared retenían la mucha luz que se quedaba pegada a su revés luego de pasar por la ventana, que estaba tras aquella, y llegaba débilmente a insinuar sus formas, frente a él, y él, luego de verla desnuda, le dio un beso para despedirse, solamente, y salió de la habitación.
Casualmente, tiempo después leí la novela La tejedora de coronas, del escritor Germán Espinosa y se me ocurrió que un apartado de esta novela, que tenía características similares al texto que yo había escrito, tanto en puntuación como en el argumento mismo, bien podría ser la voz de aquella mujer, quien después de tres años de aquel encuentro silencioso, decidió hablar para dejar claros sus sentimientos y así ponerle un punto final a su relación.
Punto final
El hombre entró a la habitación solamente para despedirse con un beso y la vio desnuda, frente a él, con sus formas que se insinuaban porque estaba de espaldas a la ventana y la mucha luz llegaba apenas hasta el revés de la cortina que se extendía en pliegues, entre una y otra pared, así que sólo algo de aquella luz alcanzaba a entrar para regarse por la habitación e iluminar, a medias, la cama amplia con espacio suficiente para dos y sobre ella el cubre lecho y sobre él los cojines en desorden y encima sus ropas limpias, prestas a cubrir su cuerpo, y estaban también los libros esparcidos por el escritorio angosto pero suficiente para ella, la silla vacía, en espera de alguien que llegara a ocuparla, la mesita de noche, circular, con un porta retratos encima y en su interior la fotografía de ella y en ella su sonrisa y en su sonrisa su ser porque ella era así, y pudo ver el espejo alto, hasta más arriba de la altura de un adulto, contiguo a la puerta blanca, ambos frente a la ventana, de manera que en ellos rebotaba la luz hasta su cuerpo desnudo por lo que también pudo ver a medias la redondez de sus senos, las aréolas oscuras, como el pantano oscuro, contorneando los pezones que apuntaban al frente como si fueran sombreritos colocados al final de cada una de aquellas redondeces, su pubis desnudo, sus bellos vellos, cual bosque triangular, tupido, misterioso y sus piernas bien formadas que terminaban en unos pies blancos que estaban descalzos y, al subir su mirada, vio unos ojos que preguntaban los porqués del ingreso súbito a la habitación, sin llamar, y él, que no tenía respuestas, la miró con ojos de querer quedarse pero, sabiendo él que ella no quería, fingió indiferencia como para estar a tono con la indiferencia de su mirada que seguía preguntando sin preguntar, así que volvió a mirarla desde sus descalzos y blancos pies en los que terminaban sus bien formadas piernas, pasó de nuevo por el misterioso, tupido y triangular bosque de vellos bellos del desnudo pubis, por las redondeces aquellas, cada una con una especie de sombrerito apuntando al frente que eran los pezones contorneados por las oscuras aréolas, como el pantano oscuro, de sus senos redondos que a medias pudo ver, así como el resto de su desnudo cuerpo, puesto que estaban iluminados con una luz rebotada gracias a que frente a la ventana había una puerta blanca contigua a un espejo alto, más alto que la altura de un adulto, y vio su ser en su sonrisa y su sonrisa en ella y ella en la fotografía y la fotografía en el porta retratos que estaba sobre la circular mesita de noche y la vacía silla, ocupada por quien todavía no llegaba, el angosto escritorio, pero suficiente para ella, con los libros esparcidos y sus ropas limpias sobre los cojines y éstos en desorden encima del cubre lecho que decoraba la cama, la cual era suficiente para dos, amplia, iluminada a medias porque los pliegues de la cortina extendida entre una y otra pared retenían la mucha luz que se quedaba pegada a su revés luego de pasar por la ventana, que estaba tras aquella, y llegaba débilmente a insinuar sus formas, frente a él, y él, luego de verla desnuda, le dio un beso para despedirse, solamente, y salió de la habitación.
…pasados aquellos tres años en que dormimos juntos todas
las noches, como hermanos apretujados por el terror, en que
saciaste en mí tus arrebatos de mozo desolado y te asombrabas
ante la suavidad de mi piel blanca y elogiabas lo liso y pulido
de mis nalgas, mis senos, mis brazos, sin ocultar lo extraño
que el olor de mi cuerpo te resultaba, como a mí el del tuyo,
olor de negro, grajo lo llamaban mis padres, ¿cómo llamabas
tú al mío?, digamos jogra, como si fuera el inverso, que se
quede así, jogra, no sé si mi jogra, mi mador, mi transpiración
placentera te causaba algún género de contenida repulsión,
pero sí sé que me amabas, como yo nunca a ti…
las noches, como hermanos apretujados por el terror, en que
saciaste en mí tus arrebatos de mozo desolado y te asombrabas
ante la suavidad de mi piel blanca y elogiabas lo liso y pulido
de mis nalgas, mis senos, mis brazos, sin ocultar lo extraño
que el olor de mi cuerpo te resultaba, como a mí el del tuyo,
olor de negro, grajo lo llamaban mis padres, ¿cómo llamabas
tú al mío?, digamos jogra, como si fuera el inverso, que se
quede así, jogra, no sé si mi jogra, mi mador, mi transpiración
placentera te causaba algún género de contenida repulsión,
pero sí sé que me amabas, como yo nunca a ti…
(Extracto de la novela La tejedora de coronas, del escritor Germán Espinosa).