Ilustración: Miguel Torres
El título
Capítulo 14
Capítulo 14
Acabada la novela. No sé cómo va a llamarse. Y de inmediato me copa el vacío. La obra en ejecución pide todo lo de un escritor: sus días, sus ratos desvelados en la noche, sus sueños, y hasta sus actos de amor o de pasión. La obra es un camino hacia ella misma y el caminarlo la sola razón de ser de quien la escribe.
Cuando uno la termina, se pregunta de inmediato, carente ya de camino: ¿y ahora qué? ¿Qué quiero ahora?
El vacío es que no sé qué quiero. Ando buscándolo, pero todavía no lo hallo (Escobar Velásquez, 2001: 79).
El título, primer contacto que se tiene con el texto, es la puerta de ingreso a la novela. Es con el título que al lector se le forma el primer vacío, el cual tratará de llenar, si es que se siente lo suficientemente atraído para iniciar su lectura. Empezará a buscar su significado, el cual encontrará en el camino o, muchas veces, sólo al final de la novela. De esta manera el título es un signo, una señal que se pone al comienzo del texto para que el lector vaya adentro, a buscar su sentido. Por eso es que “el título es al libro lo que la dirección a la carta. Su objeto principal es acercar el libro a quienes puedan tener interés en su contenido” (Schopenhauer, 1987 [citado por Pineda Botero (p. 53)]).
El título entonces, por ser esta puerta de ingreso, debe despertar en el lector un deseo: el deseo de hallar la razón de ser. Y este primer deseo se mantiene hasta tanto no haya sido develada la verdad, que es su significado completo. Para lograr que el lector desee leer la novela que tiene ante sus ojos, el escritor tiene que crear un título que sea lo suficientemente sugestivo. Y esta destreza solamente se logra con la práctica. Escobar Velásquez solía decir, en el taller de escritores de la Universidad de Antioquia, que es necesario escribir veinte o más títulos hasta llegar a uno que sea preciso al texto, que encierre lo que es la novela, que dé cuenta de su contenido.
El hecho de que el lector asocie el título al texto lo tiene en cuenta el novelista y es por eso que, antes que considerarlos elementos independientes, los integra. “El título de la novela forma parte del texto: es de hecho la primera parte de él con la que nos encontramos” (Lodge, 1998: 284) y, en la medida en que avanza en la lectura, el lector va interpretándolo. Pero a veces, como se dijo, para hallar su completo significado tendrá que ir hasta el final porque siempre quedará como un velo que no deja ver claramente lo que hay después, aunque sí lo insinúe. Es este semi develar lo que hace que el lector continúe en la búsqueda del significado del título, una búsqueda de la cual Barthes (1982) dice:
David Lodge (1998) habla del proceso que ha tenido el título desde los comienzos de la novela, en los que era de gran importancia poner como título el nombre del protagonista, por cuanto la novela misma era como una biografía de aquel. Luego se incluyeron títulos que indicaban un tema o un misterio, que se desarrollaría a través del relato. En este sentido, en la novela Cucarachita Nadie, el autor hace una especie de mixtura de estos dos conceptos, de manera que el título deja ver una especie de biografía que a la vez se constituye en un velo por la aparente falta de relación lógica o congruencia entre los dos términos que lo conforman. Es aquello que está oculto detrás del título lo que el lector “sale” a buscar en el interior de esta novela. Es así como encuentra que Gilda, que es un nombre copiado de uno de los personajes de la actriz Rita Hayworth, es Márgara, como la llama el viejo, y es Sandra, según el lugar en donde se encuentre prestando sus servicios sexuales, pero es también la misma Cucarachita Nadie, nombre que se puso para sí por cuanto ni ella recuerda bien cómo es nombrada en la cédula. Pero cuando el lector logra esclarecer la razón del título, aun estando en las primeras páginas, ya está inmerso en una historia, si se quiere biográfica, de un bello personaje del cual poco importa cuál es su verdadero nombre, aunque en el fondo el lector espera saberlo. Así es que, cuando Gilda, o Márgara, o Sandra, o Cucarachita Nadie se presentó: “Rosmira Peláez, viuda de Mejía. Para servirle”, el lector resuelve un asunto importante, aunque ahora secundario y, libre de otros amarres, se va a buscar el desenlace de lo que el escritor ha convertido en la lucha tesonera de una mujer humilde por sacar adelante a su hijo, a su madre y, por supuesto, a ella misma.
Por tanto, la connotación del título, con esa especie de apelativo que tiene, es lo primero que va a buscar el lector. Y es la primera búsqueda por ser también la primera imagen que se forma del texto. Cuando el título deja una intriga que atrae, que invita a la lectura, el lector toma cada una de las palabras que lo forman y, sin abrir todavía el libro, trata de interpretarlo. Pero no encuentra interpretación posible porque, como plantea Pineda Botero (1987), el título crea un abismo y un puente: un abismo, porque la interpretación del mismo sólo será posible mediante la inmersión en la lectura; un puente, porque es una invitación a sumergirse. Es un puente que también se pone allí para pasar a dilucidar luego su significado. El hecho de estar a la entrada es como una invitación a pasarlo. Pero el título apenas se unta del texto, de la narración, para atraer la atención del lector para que se adentre en la lectura hasta llegar a develar lo que se ha “ocultado”. Con el título, entonces, apenas se da una idea de lo que podrá encontrarse en la novela, pero también se deja con él un vacío bastante grande como para que el lector se sienta tentado a introducirse en el texto, en busca de lo que ha quedado faltando, de lo que no se dijo. En este sentido, el título es el inicio, es la puerta, el vacío, el puente que conduce hacia la dilucidación de la intriga.
En la novela Toda esa gente, el escritor “embadurnó” el título del texto para que el lector saliera a “limpiarlo”, a develarlo. Con el mero título de “Toda esa gente”, ya tiene uno la idea de lo que viene. Es cuando el escritor va soltando el hilo que amarra a sus personajes y lo recobra de nuevo. Suelta y recobra. Suelta para presentar a Cuatro Perros y a su esposa Luisa, con caracteres apenas suficientes para que el lector se haga a una primera idea de ellos, y los amara un tanto para mostrar a los hermanos de esta última: el doctor Lemos, Amalia y Lola, quienes aparecen meramente untados de sus respectivas personalidades. De Alaín, apenas sí se sabe algo, pero es que tan solo va corrida la primera página de la novela. Más adelante aparece Marina, Luis Eduardo, el Hermano Superior, Enrique, el Hermano Teodoro, Teresita Velásquez, Francisco José, Soledad, Arcángel, Martín Emilio, don Quico, Josefina, Graciela, Amanda, Libardo, Margarita, Rita, Gerardo, Hugo, Julián… Para entonces, hace rato que el lector comparte con el escritor que el título preciso, el que encierra lo más de la novela, no puede ser otro que Toda esa gente. Hay tanta, que hasta se anima uno a construir el árbol genealógico para no perder de vista a cada uno de los personajes y poder comprender tan diversos caracteres. Pero si bien el título quedó resuelto tempranamente, también con cada personaje apareció la intriga del papel que en la novela cumplirá Toda esa gente. En este momento el escritor ya ha logrado su propósito, puesto que el lector ahora está definitivamente pegado al texto. Imposible soltar la novela sin haber resuelto esta suma de intrigas. Ahí se quedará hasta el final porque tiene bastantes personajes por saber de sus andanzas.
De la misma manera, el lector de Un hombre llamado Todero encuentra el sentido del título cuando apenas ha leído la primera veintena de páginas. Mas no por ello soltará la novela porque, habiendo sabido que Todero, estando en alta mar, se las ingenia para desvarar el motor de una canoa, extraer la pus a un brazo infectado por una mordedura de babilla, evitar un naufragio al darse cuenta de que el tapón de drenaje que tenía la canoa se había soltado, separar la gasolina que ha sido mezclada con agua por efecto de la inundación y, en fin, habiendo esclarecido ya lo que lo ataba al título, ahora su interés está puesto en saber qué otros intríngulis se le presentarán a Todero y de qué manera los resolverá.
Lograda la destreza de poner un título que dé cuenta de lo que viene pero que a la vez cree el vacío, el escritor podría darse ciertos lujos como, por ejemplo, llevar al lector a escudriñamientos que vayan más allá de la lectura de la novela misma. ¿Será posible entonces que estas rasgaduras de las que habla Barthes pudieran ir, incluso, más allá del final de la novela? Pues valga decir que, en ocasiones, al terminar de leer la novela, siente uno que hay algo más que todavía no ha sido descubierto. Es cuando el lector podría seguir, si así lo quisiera, buscando coincidencias, visitando sitios, comparando situaciones, atando cabos que pudieran llevarlo a sacar conclusiones que satisfagan completamente su deseo. Así, por ejemplo, tras la lectura de la novela titulada por Escobar Velásquez Música de aguas y haberse develado su título en el sonido musical de los riachuelos y el producido por la fuente del parque de la población en donde creció el escritor, pudiera creer uno que este develamiento está todavía en falta. Y, aunque solamente sean conjeturas del lector, se siente cierto placer al encontrar lo que probablemente estaba todavía oculto respecto al origen del título. Resulta que, en el año 1717, George Frideric Handel estrenó su obra Música del agua que escribiera para acompañar un paseo del rey Jorge I de Inglaterra, que éste realizó con parte de la nobleza, a través del río Támesis. Y, curiosamente, aquella población en donde Escobar Velásquez sintió por primera vez el encanto de la música del agua fue, sin lugar a dudas, el Municipio de Támesis, en Antioquia, lugar éste en donde nació y vivió el escritor su primera infancia: meras especulaciones de uno, como lector.
Queda claro entonces que, así como el novelista es creador de su novela, también éste crea el título a voluntad. Esta es la razón más válida que puede exponer un escritor para la escogencia de un determinado título para su obra: la arbitrariedad del mismo. Una arbitrariedad que, por serlo, solamente obedece al gusto del autor, como decía Escobar Velásquez en Diario de un escritor: “Es asunto de mi gusto. Está aprobado por mí, y tiene mi impronta” (p. 23). Y es que, ¿quién más que el creador de la obra puede tener derecho a crear también el título? ¿Acaso ponerle nombre a una novela no hace parte también de su creación? El vacío del cual habla Escobar Velásquez cuando termina la novela (vacío que se acrecienta por no saber cómo llamarla, qué nombre ponerle) tiene sentido en tanto que, como dice Pineda Botero (1987), “un texto sin nombre es un lenguaje sin frontera, materia indeterminada, bien mostrenco. Su función, su historicidad están en duda” (p. 60).
Valga decir que, no obstante lo anterior, este derecho arbitrario del escritor es asaltado, en ocasiones, por el hecho de que el libro ha sido violentamente convertido en mercancía. Esto hace a veces que la potestad del autor para nombrar se vea usurpada por el editor que desea un título tal para el libro, que llame al lector incauto prometiéndole verdades que no son contenidas en el texto o títulos que no son correspondientes con el contenido del libro. David Lodge (1998) llama la atención sobre este problema cuando apunta: “Las novelas han sido mercancías además de obras de arte y las consideraciones comerciales pueden afectar a los títulos, u obligar a cambiarlos” (p. 287). Que el escritor pueda poner el título a su albedrío, que pueda nombrar su novela a voluntad, que establezca este puente según el camino que haya decidido tender al lector, es un derecho que reclaman todos los escritores. Así es como lo reclama Escobar Velásquez: “¡Qué putos diablos! Uno debe tener un material en el cual creer, y elaborarlo lo mejor que sepa” (p. 23).
Cuando uno la termina, se pregunta de inmediato, carente ya de camino: ¿y ahora qué? ¿Qué quiero ahora?
El vacío es que no sé qué quiero. Ando buscándolo, pero todavía no lo hallo (Escobar Velásquez, 2001: 79).
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El título, primer contacto que se tiene con el texto, es la puerta de ingreso a la novela. Es con el título que al lector se le forma el primer vacío, el cual tratará de llenar, si es que se siente lo suficientemente atraído para iniciar su lectura. Empezará a buscar su significado, el cual encontrará en el camino o, muchas veces, sólo al final de la novela. De esta manera el título es un signo, una señal que se pone al comienzo del texto para que el lector vaya adentro, a buscar su sentido. Por eso es que “el título es al libro lo que la dirección a la carta. Su objeto principal es acercar el libro a quienes puedan tener interés en su contenido” (Schopenhauer, 1987 [citado por Pineda Botero (p. 53)]).
El título entonces, por ser esta puerta de ingreso, debe despertar en el lector un deseo: el deseo de hallar la razón de ser. Y este primer deseo se mantiene hasta tanto no haya sido develada la verdad, que es su significado completo. Para lograr que el lector desee leer la novela que tiene ante sus ojos, el escritor tiene que crear un título que sea lo suficientemente sugestivo. Y esta destreza solamente se logra con la práctica. Escobar Velásquez solía decir, en el taller de escritores de la Universidad de Antioquia, que es necesario escribir veinte o más títulos hasta llegar a uno que sea preciso al texto, que encierre lo que es la novela, que dé cuenta de su contenido.
El hecho de que el lector asocie el título al texto lo tiene en cuenta el novelista y es por eso que, antes que considerarlos elementos independientes, los integra. “El título de la novela forma parte del texto: es de hecho la primera parte de él con la que nos encontramos” (Lodge, 1998: 284) y, en la medida en que avanza en la lectura, el lector va interpretándolo. Pero a veces, como se dijo, para hallar su completo significado tendrá que ir hasta el final porque siempre quedará como un velo que no deja ver claramente lo que hay después, aunque sí lo insinúe. Es este semi develar lo que hace que el lector continúe en la búsqueda del significado del título, una búsqueda de la cual Barthes (1982) dice:
¿El lugar más erótico de un cuerpo no está acaso allí donde la vestimenta se abre?… Lo que me gusta de un relato no es directamente su contenido ni su estructura sino más bien las rasgaduras que le impongo a su bella envoltura (p. 20).
David Lodge (1998) habla del proceso que ha tenido el título desde los comienzos de la novela, en los que era de gran importancia poner como título el nombre del protagonista, por cuanto la novela misma era como una biografía de aquel. Luego se incluyeron títulos que indicaban un tema o un misterio, que se desarrollaría a través del relato. En este sentido, en la novela Cucarachita Nadie, el autor hace una especie de mixtura de estos dos conceptos, de manera que el título deja ver una especie de biografía que a la vez se constituye en un velo por la aparente falta de relación lógica o congruencia entre los dos términos que lo conforman. Es aquello que está oculto detrás del título lo que el lector “sale” a buscar en el interior de esta novela. Es así como encuentra que Gilda, que es un nombre copiado de uno de los personajes de la actriz Rita Hayworth, es Márgara, como la llama el viejo, y es Sandra, según el lugar en donde se encuentre prestando sus servicios sexuales, pero es también la misma Cucarachita Nadie, nombre que se puso para sí por cuanto ni ella recuerda bien cómo es nombrada en la cédula. Pero cuando el lector logra esclarecer la razón del título, aun estando en las primeras páginas, ya está inmerso en una historia, si se quiere biográfica, de un bello personaje del cual poco importa cuál es su verdadero nombre, aunque en el fondo el lector espera saberlo. Así es que, cuando Gilda, o Márgara, o Sandra, o Cucarachita Nadie se presentó: “Rosmira Peláez, viuda de Mejía. Para servirle”, el lector resuelve un asunto importante, aunque ahora secundario y, libre de otros amarres, se va a buscar el desenlace de lo que el escritor ha convertido en la lucha tesonera de una mujer humilde por sacar adelante a su hijo, a su madre y, por supuesto, a ella misma.
Por tanto, la connotación del título, con esa especie de apelativo que tiene, es lo primero que va a buscar el lector. Y es la primera búsqueda por ser también la primera imagen que se forma del texto. Cuando el título deja una intriga que atrae, que invita a la lectura, el lector toma cada una de las palabras que lo forman y, sin abrir todavía el libro, trata de interpretarlo. Pero no encuentra interpretación posible porque, como plantea Pineda Botero (1987), el título crea un abismo y un puente: un abismo, porque la interpretación del mismo sólo será posible mediante la inmersión en la lectura; un puente, porque es una invitación a sumergirse. Es un puente que también se pone allí para pasar a dilucidar luego su significado. El hecho de estar a la entrada es como una invitación a pasarlo. Pero el título apenas se unta del texto, de la narración, para atraer la atención del lector para que se adentre en la lectura hasta llegar a develar lo que se ha “ocultado”. Con el título, entonces, apenas se da una idea de lo que podrá encontrarse en la novela, pero también se deja con él un vacío bastante grande como para que el lector se sienta tentado a introducirse en el texto, en busca de lo que ha quedado faltando, de lo que no se dijo. En este sentido, el título es el inicio, es la puerta, el vacío, el puente que conduce hacia la dilucidación de la intriga.
En la novela Toda esa gente, el escritor “embadurnó” el título del texto para que el lector saliera a “limpiarlo”, a develarlo. Con el mero título de “Toda esa gente”, ya tiene uno la idea de lo que viene. Es cuando el escritor va soltando el hilo que amarra a sus personajes y lo recobra de nuevo. Suelta y recobra. Suelta para presentar a Cuatro Perros y a su esposa Luisa, con caracteres apenas suficientes para que el lector se haga a una primera idea de ellos, y los amara un tanto para mostrar a los hermanos de esta última: el doctor Lemos, Amalia y Lola, quienes aparecen meramente untados de sus respectivas personalidades. De Alaín, apenas sí se sabe algo, pero es que tan solo va corrida la primera página de la novela. Más adelante aparece Marina, Luis Eduardo, el Hermano Superior, Enrique, el Hermano Teodoro, Teresita Velásquez, Francisco José, Soledad, Arcángel, Martín Emilio, don Quico, Josefina, Graciela, Amanda, Libardo, Margarita, Rita, Gerardo, Hugo, Julián… Para entonces, hace rato que el lector comparte con el escritor que el título preciso, el que encierra lo más de la novela, no puede ser otro que Toda esa gente. Hay tanta, que hasta se anima uno a construir el árbol genealógico para no perder de vista a cada uno de los personajes y poder comprender tan diversos caracteres. Pero si bien el título quedó resuelto tempranamente, también con cada personaje apareció la intriga del papel que en la novela cumplirá Toda esa gente. En este momento el escritor ya ha logrado su propósito, puesto que el lector ahora está definitivamente pegado al texto. Imposible soltar la novela sin haber resuelto esta suma de intrigas. Ahí se quedará hasta el final porque tiene bastantes personajes por saber de sus andanzas.
De la misma manera, el lector de Un hombre llamado Todero encuentra el sentido del título cuando apenas ha leído la primera veintena de páginas. Mas no por ello soltará la novela porque, habiendo sabido que Todero, estando en alta mar, se las ingenia para desvarar el motor de una canoa, extraer la pus a un brazo infectado por una mordedura de babilla, evitar un naufragio al darse cuenta de que el tapón de drenaje que tenía la canoa se había soltado, separar la gasolina que ha sido mezclada con agua por efecto de la inundación y, en fin, habiendo esclarecido ya lo que lo ataba al título, ahora su interés está puesto en saber qué otros intríngulis se le presentarán a Todero y de qué manera los resolverá.
Lograda la destreza de poner un título que dé cuenta de lo que viene pero que a la vez cree el vacío, el escritor podría darse ciertos lujos como, por ejemplo, llevar al lector a escudriñamientos que vayan más allá de la lectura de la novela misma. ¿Será posible entonces que estas rasgaduras de las que habla Barthes pudieran ir, incluso, más allá del final de la novela? Pues valga decir que, en ocasiones, al terminar de leer la novela, siente uno que hay algo más que todavía no ha sido descubierto. Es cuando el lector podría seguir, si así lo quisiera, buscando coincidencias, visitando sitios, comparando situaciones, atando cabos que pudieran llevarlo a sacar conclusiones que satisfagan completamente su deseo. Así, por ejemplo, tras la lectura de la novela titulada por Escobar Velásquez Música de aguas y haberse develado su título en el sonido musical de los riachuelos y el producido por la fuente del parque de la población en donde creció el escritor, pudiera creer uno que este develamiento está todavía en falta. Y, aunque solamente sean conjeturas del lector, se siente cierto placer al encontrar lo que probablemente estaba todavía oculto respecto al origen del título. Resulta que, en el año 1717, George Frideric Handel estrenó su obra Música del agua que escribiera para acompañar un paseo del rey Jorge I de Inglaterra, que éste realizó con parte de la nobleza, a través del río Támesis. Y, curiosamente, aquella población en donde Escobar Velásquez sintió por primera vez el encanto de la música del agua fue, sin lugar a dudas, el Municipio de Támesis, en Antioquia, lugar éste en donde nació y vivió el escritor su primera infancia: meras especulaciones de uno, como lector.
Queda claro entonces que, así como el novelista es creador de su novela, también éste crea el título a voluntad. Esta es la razón más válida que puede exponer un escritor para la escogencia de un determinado título para su obra: la arbitrariedad del mismo. Una arbitrariedad que, por serlo, solamente obedece al gusto del autor, como decía Escobar Velásquez en Diario de un escritor: “Es asunto de mi gusto. Está aprobado por mí, y tiene mi impronta” (p. 23). Y es que, ¿quién más que el creador de la obra puede tener derecho a crear también el título? ¿Acaso ponerle nombre a una novela no hace parte también de su creación? El vacío del cual habla Escobar Velásquez cuando termina la novela (vacío que se acrecienta por no saber cómo llamarla, qué nombre ponerle) tiene sentido en tanto que, como dice Pineda Botero (1987), “un texto sin nombre es un lenguaje sin frontera, materia indeterminada, bien mostrenco. Su función, su historicidad están en duda” (p. 60).
Valga decir que, no obstante lo anterior, este derecho arbitrario del escritor es asaltado, en ocasiones, por el hecho de que el libro ha sido violentamente convertido en mercancía. Esto hace a veces que la potestad del autor para nombrar se vea usurpada por el editor que desea un título tal para el libro, que llame al lector incauto prometiéndole verdades que no son contenidas en el texto o títulos que no son correspondientes con el contenido del libro. David Lodge (1998) llama la atención sobre este problema cuando apunta: “Las novelas han sido mercancías además de obras de arte y las consideraciones comerciales pueden afectar a los títulos, u obligar a cambiarlos” (p. 287). Que el escritor pueda poner el título a su albedrío, que pueda nombrar su novela a voluntad, que establezca este puente según el camino que haya decidido tender al lector, es un derecho que reclaman todos los escritores. Así es como lo reclama Escobar Velásquez: “¡Qué putos diablos! Uno debe tener un material en el cual creer, y elaborarlo lo mejor que sepa” (p. 23).