Ilustración: Hernán Marín
Terremoto
Carabarí es el dios que es dueño deeste mundo. Él lo sostiene en su manoderecha y cuando quiere descansar lopasa a la izquierda y tiembla la tierra.
Mitología Embera. Museo Quimbaya, Armenia (Quindío)
Carabarí es el dios que es dueño deeste mundo. Él lo sostiene en su manoderecha y cuando quiere descansar lopasa a la izquierda y tiembla la tierra.
Mitología Embera. Museo Quimbaya, Armenia (Quindío)
La ciudad se levantó muy temprano porque en aquellos días el sol se había vuelto muy madrugador y la noche, que era envidiosa, se presentaba también más rápido que antes como para cobrarle al astro el tiempo que éste le robaba. El cielo de aquel día estaba despejado de nubes y su color azuloso era como una gran pantalla que reflejaba enormes cantidades de luz. Los edificios se alzaban desafiando la pequeñez de las casas vecinas. La ciudad se iba agitando conforme avanzaba la mañana, y el tránsito vehicular aumentaba, y los empleados se dirigían apresurados a sus lugares de trabajo, y los estudiantes también corrían a los colegios. La temperatura subía prometiendo calores y perezas, y los más pesimistas se atrevían a pronosticar enojos de la tierra que muchas veces se manifestaba con temblores.
La mañana fue pasando y toda la gente de la ciudad estuvo ocupada en lo suyo: la colegiala en el colegio, atendiendo sus clases; el jubilado, conversando con sus amigos en el bar de uno de los edificios del centro de la ciudad; afuera, un pordiosero, repitiendo sin cansancio las mismas palabras, en tanto hacía sonar algunas monedas dentro de una vasija metálica; el joven en el apartamento marcado 401, tecleando informes para su jefe; y así, todos los habitantes estuvieron entretenidos, cada uno queriendo escondérsele al calor del día sin poder lograrlo.
En las primeras horas de la tarde, la colegiala llegó a su casa y entró en su habitación para cambiarse el uniforme. El jubilado terminó de tomarse el último tinto que le sirviera el tabernero, y se dirigió a la puerta del bar. El joven atendió el llamado de su madre para que fuera al comedor. El pordiosero contó las monedas que tenía en la vasija, quizá para sopesar su valor con el tiempo que llevaba allí, y luego la puso a un lado y se acostó en la acera.
De pronto, todos ellos empezaron a sentir como si los sacudieran desde abajo. En la casa de la colegiala se oyó un lamento:
― ¡Ay Dios mío! ¡Ay Dios mío!
―Hija, hijita: ¡corra que está temblando la tierra! ¡Salga de la pieza!, ¡rápido!
Cuando la joven oyó estas palabras ya estaba tratando de abrir la cerradura, pero sin lograrlo porque el marco había aprisionado la puerta. El movimiento de la tierra aumentaba, haciendo golpear los cuadros contra las paredes. Empezaron a caer arenitas sobre el cuerpo de la muchacha.
―¡Mamá!: ¡esta puerta no me abre! ―gritó ella con desespero.El jubilado apenas pudo dar algunos pasos cuando un estruendo lo hizo volverse. Al estruendo lo siguieron gritos de auxilio y vidrios que caían en pedazos y muros que se doblegaban ante fuerzas invisibles.
El joven del apartamento iba por la mitad de su almuerzo cuando sintió los primeros sacudones. Se quedó quieto por un momento, viendo cómo se movía el jugo que estaba en el vaso.
― ¡Está temblando, hijo! ―salió la voz de su madre desde la cocina.
―Ya lo sentí, mamá. Pero solamente es un temblorcito.
―No lo crea: se está sacudiendo fuerte. ¡Salgamos!, ¡salgamos!
El pordiosero sintió como si la acera lo acariciara y se sentó para mirar, atónito, cómo las monedas se movían, aparentemente solas, dentro de la vasija. Miró hacia el edificio, oyó los gritos de los que allí estaban y vio las carreras de los transeúntes.
La madre de la colegiala corrió hasta la habitación de su hija y le gritó:
― ¡Retírese que voy a empujar! ―Luego se dejó ir con todo su cuerpo contra la puerta y ésta se abrió tan bruscamente que la mujer cayó dentro de la habitación. La muchacha corrió a ayudarla, pero la madre se paró presurosa, sin reparar en los rasguños que empezaban a pintarse de rojo.
― ¡Salgamos, salgamos! ―le dijo.
―Me está cayendo tierra, mamá. ¡Ay!
― ¡Por Dios!: ¡se te cayó ese palo encima! ¿Estás bien?
―Me duele la cabeza.
― ¡Corramos, corramos! ¡Uy!: otro pedazo de techo.
― ¡Se nos va a caer la casa encima, mamá! ―gritó la muchacha.
―Ya salimos, hija. Ya estamos afuera. ¡Gracias, Dios mío! ―dijo la madre, mirando al cielo.
― ¡Mire ese edificio, mamá! ―dijo la joven, señalando hacia un edificio cercano a su casa, justo en donde en se encontraba el jubilado.
― ¡Por Dios, que se está desarmando!El jubilado vio cuando un pedazo de muro caía sobre el cuerpo de uno de sus amigos, pero cuando quiso ayudarle se percató de que el edificio empezó a inclinarse… a inclinarse… hasta que se detuvo, como si estuviera sostenido por gigantes invisibles.Entretanto, el joven parecía no escuchar a su madre, quien le suplicaba:
― ¡Bajemos, hijo, que nos vamos a morir aquí!El muchacho permanecía atónito, mirando por el balcón las nubes de polvo que empezaban a cubrir la ciudad. El movimiento de la tierra paró tan de improviso como había empezado. Varios de los edificios del centro de la ciudad estaban convertidos en escombros y la gente gritaba y se oían voces pidiendo auxilio. Al fondo, entre los edificios que quedaban en pie, se destacaba uno: el inclinado.
―Ya paró de temblar, mamá. ¡Mire aquél edificio como quedó! ―le dijo el joven a su madre.
El pordiosero miró hacia un helicóptero que pasaba justo por encima de donde él estaba. El jubilado entraba y salía del edificio, dando gritos para que más voluntarios fueran a ayudar a sacar a los heridos. En ese momento llegó al sitio la colegiala con su madre, ambas queriendo ayudar. Había mucha gente agolpada junto al edificio. Todos miraban con ojos de pregunta. Además del jubilado, de la colegiala y de la mamá de ésta última, también se agregó el pordiosero a los voluntarios que ayudaban a sacar los heridos que había en el interior del edificio.
El joven seguía en el balcón de su casa, mirando a la ciudad convertida en escombros. Su madre lo acompañaba, silenciosa. De pronto sintieron un fuerte sacudón, al tiempo que oyeron un grito ahogado, unísono, salido de muchas gargantas. Miraron hacia el centro de la ciudad, y vieron que se levantaba una especie de hongo de polvo. Cuando desapareció el polvo vieron, atónitos, que el edificio inclinado ya no estaba más.
La mañana fue pasando y toda la gente de la ciudad estuvo ocupada en lo suyo: la colegiala en el colegio, atendiendo sus clases; el jubilado, conversando con sus amigos en el bar de uno de los edificios del centro de la ciudad; afuera, un pordiosero, repitiendo sin cansancio las mismas palabras, en tanto hacía sonar algunas monedas dentro de una vasija metálica; el joven en el apartamento marcado 401, tecleando informes para su jefe; y así, todos los habitantes estuvieron entretenidos, cada uno queriendo escondérsele al calor del día sin poder lograrlo.
En las primeras horas de la tarde, la colegiala llegó a su casa y entró en su habitación para cambiarse el uniforme. El jubilado terminó de tomarse el último tinto que le sirviera el tabernero, y se dirigió a la puerta del bar. El joven atendió el llamado de su madre para que fuera al comedor. El pordiosero contó las monedas que tenía en la vasija, quizá para sopesar su valor con el tiempo que llevaba allí, y luego la puso a un lado y se acostó en la acera.
De pronto, todos ellos empezaron a sentir como si los sacudieran desde abajo. En la casa de la colegiala se oyó un lamento:
― ¡Ay Dios mío! ¡Ay Dios mío!
―Hija, hijita: ¡corra que está temblando la tierra! ¡Salga de la pieza!, ¡rápido!
Cuando la joven oyó estas palabras ya estaba tratando de abrir la cerradura, pero sin lograrlo porque el marco había aprisionado la puerta. El movimiento de la tierra aumentaba, haciendo golpear los cuadros contra las paredes. Empezaron a caer arenitas sobre el cuerpo de la muchacha.
―¡Mamá!: ¡esta puerta no me abre! ―gritó ella con desespero.El jubilado apenas pudo dar algunos pasos cuando un estruendo lo hizo volverse. Al estruendo lo siguieron gritos de auxilio y vidrios que caían en pedazos y muros que se doblegaban ante fuerzas invisibles.
El joven del apartamento iba por la mitad de su almuerzo cuando sintió los primeros sacudones. Se quedó quieto por un momento, viendo cómo se movía el jugo que estaba en el vaso.
― ¡Está temblando, hijo! ―salió la voz de su madre desde la cocina.
―Ya lo sentí, mamá. Pero solamente es un temblorcito.
―No lo crea: se está sacudiendo fuerte. ¡Salgamos!, ¡salgamos!
El pordiosero sintió como si la acera lo acariciara y se sentó para mirar, atónito, cómo las monedas se movían, aparentemente solas, dentro de la vasija. Miró hacia el edificio, oyó los gritos de los que allí estaban y vio las carreras de los transeúntes.
La madre de la colegiala corrió hasta la habitación de su hija y le gritó:
― ¡Retírese que voy a empujar! ―Luego se dejó ir con todo su cuerpo contra la puerta y ésta se abrió tan bruscamente que la mujer cayó dentro de la habitación. La muchacha corrió a ayudarla, pero la madre se paró presurosa, sin reparar en los rasguños que empezaban a pintarse de rojo.
― ¡Salgamos, salgamos! ―le dijo.
―Me está cayendo tierra, mamá. ¡Ay!
― ¡Por Dios!: ¡se te cayó ese palo encima! ¿Estás bien?
―Me duele la cabeza.
― ¡Corramos, corramos! ¡Uy!: otro pedazo de techo.
― ¡Se nos va a caer la casa encima, mamá! ―gritó la muchacha.
―Ya salimos, hija. Ya estamos afuera. ¡Gracias, Dios mío! ―dijo la madre, mirando al cielo.
― ¡Mire ese edificio, mamá! ―dijo la joven, señalando hacia un edificio cercano a su casa, justo en donde en se encontraba el jubilado.
― ¡Por Dios, que se está desarmando!El jubilado vio cuando un pedazo de muro caía sobre el cuerpo de uno de sus amigos, pero cuando quiso ayudarle se percató de que el edificio empezó a inclinarse… a inclinarse… hasta que se detuvo, como si estuviera sostenido por gigantes invisibles.Entretanto, el joven parecía no escuchar a su madre, quien le suplicaba:
― ¡Bajemos, hijo, que nos vamos a morir aquí!El muchacho permanecía atónito, mirando por el balcón las nubes de polvo que empezaban a cubrir la ciudad. El movimiento de la tierra paró tan de improviso como había empezado. Varios de los edificios del centro de la ciudad estaban convertidos en escombros y la gente gritaba y se oían voces pidiendo auxilio. Al fondo, entre los edificios que quedaban en pie, se destacaba uno: el inclinado.
―Ya paró de temblar, mamá. ¡Mire aquél edificio como quedó! ―le dijo el joven a su madre.
El pordiosero miró hacia un helicóptero que pasaba justo por encima de donde él estaba. El jubilado entraba y salía del edificio, dando gritos para que más voluntarios fueran a ayudar a sacar a los heridos. En ese momento llegó al sitio la colegiala con su madre, ambas queriendo ayudar. Había mucha gente agolpada junto al edificio. Todos miraban con ojos de pregunta. Además del jubilado, de la colegiala y de la mamá de ésta última, también se agregó el pordiosero a los voluntarios que ayudaban a sacar los heridos que había en el interior del edificio.
El joven seguía en el balcón de su casa, mirando a la ciudad convertida en escombros. Su madre lo acompañaba, silenciosa. De pronto sintieron un fuerte sacudón, al tiempo que oyeron un grito ahogado, unísono, salido de muchas gargantas. Miraron hacia el centro de la ciudad, y vieron que se levantaba una especie de hongo de polvo. Cuando desapareció el polvo vieron, atónitos, que el edificio inclinado ya no estaba más.