Ilustración: Hernán Marín
Un ángel llega a la cárcel
Capítulo 12
Capítulo 12
Afuera de la prisión, la fila de visitantes que iban a ver a sus seres
queridos se hacía cada vez más larga. En la medianía de la fila
estaba yo, portando una bolsa con algunas frutas.
El sol de los dos últimos días había secado a medias los pantanos del camino. Algunas pocas de las aguas estancadas, protegidas por las sombras de las ramas tupidas, se amañaban en las concavidades del suelo desafiando al inminente ciclo del agua. El Negro y yo bajábamos rápido, hacia el café del terminal de autobuses. Aunque teníamos aún media hora, nos apresurábamos para no llegar tarde. A los dos nos parecía un deshonor el hecho de incumplir a una cita.
—Así que pudiste hablar con tu amiga —dijo el Negro, aunque ya sabía de la entrevista que yo había sostenido con la Rubia. Habiendo amanecido en la casa de ella, yo había salido muy temprano hacia la cabaña. Después de informarle al Negro acerca de la firme decisión de mi amiga, estuve intercambiando experiencias con los demás hombres.
—Sí —respondí—. Fue fácil localizarla. Siempre se le encuentra en la mañana puesto que acostumbra a leer apenas se despierta, antes de ducharse. También lee por las noches, al regresar a casa.
—Eso es bueno —afirmó él, a quien ahora yo veía completamente de acuerdo con la participación de mi amiga. Por la manera de referirse a ella, yo me daba cuenta de que él sentía que la Rubia ya hacía parte de nosotros—. La mente sigue trabajando durante el sueño y estas elaboraciones mentales deben tener mucha relación con lo último que se hizo —puntualizó el Negro.
Continuamos el camino hasta llegar a las dos listas de cemento, que hacían más fácil la subida de los carros, y bajamos por sobre ellas, uno a cada lado de la vía. Al llegar al terminal de autobuses, nos dirigimos al café. Entramos. Allí, en una de las sillas del fondo, frente a la puerta de ingreso, detrás de una mesa circular, estaba ella. Yo le hice un ademán al Negro y me dirigí hacia donde la Rubia, seguido por mi amigo.
—Hola. —Se adelantó a saludarnos ella.
—Hola, Rubia: él es el Negro, de quien ya hemos hablado. —dije yo.
Ella lo miró a los ojos y repitió su apodo, como si fuera el eco:
—El Negro. Hacía tiempo que quería conocerlo.
—También yo he querido saber un poco más de usted. Aunque ya me han hablado bastante —dijo el Negro refiriéndose a mí—. He querido conocerla un poco más. Me gustaría saber de su familia, de sus gustos, de su interés por acompañarnos.
Yo fui hasta el mostrador para traer algunos refrescos. A mi regreso, la Rubia le explicaba al Negro la razón que la había llevado a tomar esta decisión:
—He decidido iniciar una vida diferente. Quiero decirle algo, Negro: mi madre murió cuando apenas me tuvo. Y mi padre fue una de las víctimas de la violencia de los años cincuenta. De la estúpida guerra civil que vivió el País por aquella época. Pero no precisamente porque hubiera participado en ella, no. Más bien por lo contrario: porque no tomó partido. Tuve una hermana, mayor que yo, a la que le ocurrió con su hijo igual que a mi madre conmigo: cuando nació él, murió ella.
En este punto la Rubia hizo una pausa que yo aproveché para entregarles los refrescos:
—Me disculpan que interrumpa: traje varios sabores para que puedan escoger.
—¿Cuál prefieres? —tuteó el Negro a mi amiga.
—Éste: me gustan los ácidos —respondió ella, a la vez que tomaba un refresco de lulo.
—Yo me quedo con la limonada —dijo el Negro, mientras me miraba como pidiendo autorización.
—Está bien: a mí me da lo mismo cualquiera —aprobé yo.
La Rubia bebió algunos tragos de su refresco y siguió hablándole:
—He aprendido a luchar la vida sola. He sabido del hambre, que cuando llega y no se atiende, hace de los músculos su propia comilona: se los devora, lentamente, desde adentro. He sabido también que el frío, hermano menor del hambre, gusta de acomodarse entre los huesos y se va quedando, se va quedando, hasta hacer doler. He sabido de la enfermedad, que reconoce al cuerpo débil para crecer en él. He sabido, en fin, de las injusticias, de las humillaciones, de los dolores. Los que se sienten dentro y los de afuera. He mordido rabias y he bebido tragos amargos. Pero también he conocido a personas que, como ustedes, no se quedan con los brazos cruzados esperando soluciones que nunca han de venir por sí solas. Personas que, si bien pueden un día no estar de cuerpo presente, seguirán estando dentro de todos aquellos que continúan la lucha. Yo daría lo que fuera, lo que fuera, para aportar en la solución a estos problemas.
—Muy bien, Rubia: ¿puedo llamarte así?
—Claro que puedes —respondió ella, uniéndose al tuteo.
—No sé hasta qué punto lo que hacemos pueda ayudar, pero esa es la intención. De todas maneras, debes saber que no es fácil lo que pretendes, que ello requiere de sacrificios, que la lucha es dura, que tiene riesgos muy altos.
—¿Qué mayor riesgo puedo tener al de perder la vida? Y ese riesgo, él lo sabe —dijo ella, a la vez que me miraba—, ya lo he tenido.
—Bien. Creo que no hace falta más. Te veo decidida a participar. Próximamente llevaremos a cabo una importante misión. Debes estar preparada.
—¿Qué debo hacer?
—Ya te lo diré. Por ahora, creo que no hay que decir más. Nos vemos pronto, yo te busco. Te deseo mucha suerte y te doy la bienvenida a esta lucha.
Nos despedimos de la Rubia y esperamos a que tomara el autobús. Cuando ella se fue, el Negro me dijo:
—Ahora entiendo tu insistencia: es una mujer decidida. No dudo de su entrega.
—Así es, Negro. Yo pongo la mano en el fuego por ella.
—Eso veo, muchacho. Pero dejemos ya a la Rubia. El próximo domingo debes llevar un mensaje a la Cárcel. Lo mejor es que vayas ahora mismo a solicitar el permiso.
—Estoy listo —dije.
El Negro me entregó el nombre de la persona por quien debía preguntar y la demás información necesaria para solicitar el permiso. Nos despedimos y cada uno salió hacia lo suyo.
Al día siguiente, en la cabaña, el Negro me informó de algunos aspectos importantes que debía tener en cuenta. Uno de ellos era que no debía decir, entre los que íbamos a participar en la actividad, el nombre de pila de la persona a quien yo visitaría. Solamente diría el alias: “Cansino”, lo cual supe después que era una paradoja de la verdadera capacidad de trabajo que éste tenía.
—Cuando te encuentres con Cansino —me dijo— debes decirle, solamente, que vas de mi parte. Él se encargará de presentarte a los demás.
—Está bien —dije, después de recibir la información.
En aquella época del año amanecía más temprano que de costumbre. El domingo, día de la visita a la cárcel, no fue la excepción. Todavía faltaba mucho por despuntar el día cuando me desperté. Me quedé en la cama pensando en lo que iría a suceder ese domingo: ¿qué era aquello tan importante que debía anunciar?, ¿cómo me iría a recibir Cansino?, ¿cuántos de los nuestros habría allí?, ¿qué penas purgaban?
La luz del día fue llegando para aclarar cada rincón de la ciudad. Pasó por la cabaña y comprobó que yo estaba despierto. —Así estará entrando la luz por la ventana de la habitación de la Rubia—, pensé. —Tal vez, como todavía estará dormida, le acariciará el rostro quedándose en él hasta hacerla despertar.
¿Y qué pasará en la cárcel? —seguí pensando yo—: creo que la luz del día demorará en llegar hasta las celdas y se irá más temprano. Sí. Las celdas deben llenarse de sombras cuando la tarde va llegando para luego, en la mañana, resistirse a salir. Todos los días, seguramente muy temprano, deben llegar los guardias acosando a los habitantes de las celdas para que salgan hacia los patios. Entonces las sombras se quedarán allí, amañadas. Probablemente hacia el mediodía irán saliendo, pero tan despacio que, cuando llegue la tarde, sin haber desalojado completamente las celdas, regresarán las que habían salido para reunirse con las otras sombras que estaban todavía escondidas. Por ello esas habitaciones deben permanecer en penumbras. Hoy no será distinto: la luz del domingo llegará cubriendo espacios, recorriendo cada rincón de la cárcel, pero al llegar a los calabozos se detendrá a la entrada y llamará insistentemente. Nadie le abrirá. Entonces decidirá quedarse allí, esperando, pegada a la reja. No tendrá afanes. Se quedará hasta el final de la tarde para luego retirarse, de a poco.
Cuando salí de la cabaña, el Negro estaba apostado en la puerta. No hablamos: nos despedimos con un apretón de manos que dijo de buenos deseos, de aprecios mutuos, de buena suerte.
Afuera de la prisión la fila de visitantes que iban a ver a sus seres queridos se hacía cada vez más larga. En la medianía de la fila estaba yo, portando una bolsa con algunas frutas. En el bolsillo de mi chaqueta, el mensaje enviado por el Negro a Cansino. Cuando la fila empezó a moverse, me dije: "Aquí vamos. Todo va a salir bien. Todo tiene que salir bien”.
En los patios, los hombres estarán esperando con ansiedad que sean llamados por los guardias, pensé. Y, cuando llegue el momento, se empezarán a oír algunos nombres, gritados por ellos. Los dueños de aquellos nombres sentirán palpitaciones aceleradas de sus corazones y correrán al encuentro de su visitante. Eso deben estar sintiendo Cansino y los demás. Tal vez estén sentados, quizá formando un círculo, en uno de los extremos del patio. ¿Sabrán que van a ser visitados en este día?
Esos eran mis pensamientos cuando llegó mi turno de entrar. Primero, lo primero:
“Cédula y permiso en la mano”, dijo un hombre uniformado que tenía un arma pendiendo del hombro. Le entregué los documentos que me pidió y, después de revisarlos, agregó, señalando un pequeño cuarto en el que esperaba otro guardia: “Deje aquí la bolsa y pase al cuarto”. Entré e hice todo cuanto me ordenó aquel hombre: saqué todo de los bolsillos, me quité las ropas, esperé a que las revisaran, me vestí. Luego me devolvió la bolsa con frutas y me hizo pasar hasta una reja que fue abierta por otro guardia, y luego hasta otra, y ya: al fondo estaba el patio y en él la masa. Sus cabezas estaban casi juntas para buscar con la mirada, desde donde se lo permitían los guardias que estaban dentro del patio, junto a la puerta, a los que llegaban. Uno de los uniformados me preguntó el nombre de la persona a quien yo visitaba y lo llamó. Fue cuando vi llegar a un hombre muy distinto al que me había figurado. Yo lo pensé musculoso y él era delgado. Lo creí con barbas crecidas y descuidadas por el encierro y estaba recién afeitado. Lucía ropas limpias y en buen estado, habiéndomelo imaginado vestido casi con harapos. Hasta sentí vergüenza por haber pretendido llevarle algunas ropas que yo no usaba y me alegré por no haber tenido tiempo para buscarlas.
—Hola —dijo, mientras me abrazaba. Yo aproveché para decirle:
—Hola: el Negro me ha enviado con un mensaje.
—Qué gusto me da verte, —dijo él, asegurándose de que el guardia lo escuchara, y nos alejamos conversando animadamente y simulando ser viejos amigos. El guardia nos siguió con la mirada.
Caminamos hasta donde había otro hombre, visiblemente flaco, pero bien presentado, quien, según lo noté, también me estaba esperando. Cuando estuvimos los tres, Cansino le dijo:
—Él es uno de los nuestros y ha venido a traernos un mensaje. —Y luego dijo en voz muy baja—: ha venido a sacarnos de acá. Entre nosotros puede hablarse con confianza. Anda, hombre, que estamos ansiosos.
—Traigo un mensaje para usted, Cansino.
Entonces saqué del bolsillo de mi chaqueta una hoja doblada, y la entregué a Cansino. Noté que los dos esperaban una señal para preparar la partida. Cansino sabía que, llegado el momento, debía recibir un mensaje que contuviera las palabras "será tal día" y, más adelante, la hora precisa de la salida.
Desdobló la hoja y empezó a leer mentalmente. El Flaco lo miraba, expectante. Los ojos de Cansino recorrían cada renglón, de izquierda a derecha, escudriñando, en busca de aquellas tres palabras que eran como el pasaporte de salida. Cuando notó la intriga de su amigo, empezó a leer de nuevo, en voz muy baja:
"Mi buen amigo" —decía el mensaje—: "Quiero que sepas que, en mí, tienes a un amigo en quien puedes confiar plenamente. Si no me había reportado antes, ha sido porque algunas dificultades me obligaron a viajar a otra ciudad, teniendo incluso que suspender los planes de construcción de la nueva casa". Cansino interrumpió la lectura, un tanto desconsolado. Sabía que el Negro se refería al ansiado túnel, sinónimo de libertad.
—Suspendieron los planes... los suspendieron. Lo siento, amigos: al parecer, las cosas se complicaron —dijo Cansino, y nos echó una mirada, como esperando alguna opinión. Luego siguió leyendo:
"Pero, ya ves, estoy de nuevo acá con muchos deseos de verte. Claro que esto sólo será el domingo”.
Aquí, los labios de Cansino no pudieron evitar plegarse en una sonrisa… en una mueca… en un puchero. Por la manera como puso la mano en su pecho, intuí que su corazón había empezado a golpearle precipitadamente dentro del cuerpo. Vi que sus ojos se abrieron mucho, como para evitar que el húmedo velo que los empezaron a cubrir fuera a resbalarse hacia sus mejillas.
—“Esta es la señal" —dijo, emocionado—. Será el domingo. Perdón por precipitarme con interpretaciones equivocadas: creí que se había cancelado el proyecto.
Cansino volvió a sonreír, ahora más calmadamente. Con dificultad, tratando de controlar la emoción, terminó de leer los últimos dos renglones:
"No creo que pueda estar a primera hora. Así es que, no me esperes temprano.
Te deseo suerte.
Tu amigo"
Cansino dobló la hoja, volvió a mirarnos a los dos, que seguíamos con los ojos clavados en él, y nos comunicó lo que ya sabíamos:
—Amigos: esta es nuestra última semana. Nos vamos de aquí. Nos vamos el domingo.
Los dos amigos se quedaron mudos, se miraron, se sonrieron. Los corazones de todos, incluyéndome, palpitaron con fuerza y los ojos se humedecieron. Aquellos dos hombres quisieron gritar, abrazarse, abrazarme. Pero sabían que era preciso contenerse. Su desmesurada alegría podía delatarlos.
La calma de Cansino salió a flote para controlar la situación:
—Ya vendrá el momento de las celebraciones. Es necesario, por ahora, guardar la calma.
Luego me dijo, mientras miraba al Flaco:
—Muchacho: dile al Negro que el Flaco no viaja con nosotros.
Yo lo miré, interrogante.
—Tranquilo —me dijo—: él se va mañana mismo. Uno de los soldados que participó en el allanamiento confesó que todo fue una trampa. El Capitán al mando de la operación le ordenó al soldado poner buena cantidad de explosivos entre algunas ropas. Luego fingieron encontrarlos y se los acomodaron como suyos. Pero al Capitán ese se le fueron las luces cuando un cargamento de armas, que estaba bajo su cuidado, desapareció sin que nadie pudiera dar cuenta de él. Días después, otro de sus subalternos lo delató. Entonces el capitancito no resistió tanta evidencia y se quitó la vida.
—¿Qué opinas de esta podredumbre? —preguntó, dirigiéndose a mí.
—Que la corrupción no tiene límites. Lo del Capitán lo leí en el periódico. Razón tenía yo en pensar que ese había sido un buen muerto.
A continuación, repartí entre los tres algunas de las frutas que llevaba y le entregué a Cansino la bolsa con las demás. Mientras comíamos, el Flaco me contó lo suficiente como para que yo pudiera saber quién era él. Fue así como supe de su otrora ansiado deseo de llegar a ser cura y de la posterior decisión de hacer algo, diferente a la prédica, para ayudar a resolver tanta problemática social. Yo lo escuché en silencio. Al final opiné:
—Me parece que esta lucha es otra manera de trabajar en bien de la humanidad.
Los dos asintieron con la cabeza. Luego, Cansino me invitó caminar con él por el patio. El Flaco comprendió que debía dejarnos solos, y fue a conversar con otro hombre. A mí me extrañaba la forma como caminábamos: era un ir y venir de un lado al otro, los cuerpos en sincronía. Viendo mi extrañeza, Cansino me contó que era lo mejor que podía hacerse para no perder la costumbre de caminar, aunque la mayoría lo hacía como mero entretenimiento. Era entonces normal que los presos caminaran desde tempranas horas, siempre el mismo recorrido, sabido de memoria. Podían hacerlo a ciegas, sin tropiezos. Uno, dos, tres… veintidós pasos, media vuelta y el regreso. Otros veintidós pasos y vuelta a empezar el corto pero interminable recorrido. Era un ir y venir de un lado a otro del patio. Lo caminaban, cuan largo era, siempre con el mismo ímpetu. Muchos lo hacían. Los que no, se quedaban sentados alrededor del patio, o jugando a los dados, o escribiendo, aunque los menos. El día anterior a la visita, según supe, muchos se entretenían lavando algunas ropas, por demás necesarias, para la visita del día siguiente. Seguíamos caminando, en tanto Cansino me llamaba la atención acerca de algunos detalles que debían tenerse en cuenta:
—Note —decía— que sobre cada una de las cuatro esquinas del patio se levanta una garita. En cada una de ellas, un guardia permanece atento a los movimientos de todos los presos, pero sin perder de vista el exterior de la cárcel. La altura de los muros es imposible de franquear. Llevo mucho tiempo observando y no he encontrado otra manera de salir de aquí que no sea por debajo de la tierra. Estando uno solo podría intentarse un soborno, por ejemplo, pero aquí de lo que se trata es de liberarnos todos. Y todos vamos a salir, se lo aseguro.
Al cabo de un rato fuimos hacia donde estaba el Flaco y el otro hombre. En ese instante, éste último le relataba al Flaco algunos pormenores de su captura. Aunque nos vieron llegar, el hombre continuó con su relato:
—No sé por qué, pero sabía que algo así iba a ocurrir —dijo el hombre—. Lo supe mientras mezclaba el almidón con agua fría, para preparar el engrudo con el que íbamos a pegar unos carteles. Me vi dando vueltas en la mezcla. Vacié ésta al agua hirviendo y agité hasta cuando empezó a hervir de nuevo. Ahí me sentí entonces como un grumo, atrapado entre el engrudo burbujeante. Y atrapado me vi después, cuando fijaba los carteles y apareció un tipo de la nada, apuntándome con una pistola. Fue cuando sentí que todo burbujeaba a mi alrededor: la gente que pasaba, los curiosos que se detenían a mirarnos, el bullicio de la ciudad.
Entonces el Flaco preguntó:
—¿Fue ese el momento en el que te maltrataron, según me habías dicho?
—Sí. Esos tipos pegan sin saber por qué. En el momento de la detención —siguió relatando el hombre—, yo me sentía muy confuso. Sin embargo, extrañamente, sonreí. Creo que fueron los nervios. Fue entonces cuando ese tipo me dijo: “¿De qué se ríe estúpido?”. Pasó la pistola para la mano izquierda y me asestó un puñetazo en el ojo con la derecha. Comprendí que él estaba más confundido que yo. Me preocupaba que, en su afán de sentirse héroe, aquel hombre llegara a apretar el gatillo. El arma le temblaba en la mano. Tenía su “yo” muy grande por haber apresado a un bandido. Y, después de todo, logró lo que quería. Ese fue apenas el comienzo. Después llegaron otras pruebas, unas falsas y otras no tanto, hasta condenarme por rebelión. Pero este encierro pronto terminará. Estoy seguro de que todo va a salir bien.
Al fondo del patio, sentados en el piso y apoyando la espalda contra la pared, estaban otros dos hombres que pronto supe que eran también de los nuestros. Cansino y yo dejamos al Flaco escuchando el cuento de aquel hombre, y fuimos hasta donde estaban los otros dos: uno de ellos escribía en unas hojas amarillentas mientras el otro, que tenía un gran bigote, lo observaba. Luego supe que era así como a éste le decían: Bigotes.
Los ojos del que escribía se iban enrojeciendo, según el lápiz se movía por la hoja. Creo que, por instantes, casi no podía ver lo que estaba escribiendo debido a las gotas detenidas en la superficie de sus ojos.
―Él es un amigo ―les dijo Cansino, a manera de presentación.
―Hola: me dijeron, al unísono ―yo hice lo propio. Todos sabíamos que era prudente evitar presentaciones.
El hombre que escribía siguió garrapateando lo que parecía un poema. Cuando Cansino le preguntó por lo que estaba escribiendo, el hombre leyó primero mentalmente mientras crispaba sus dedos. Luego arrugó el papel, cerró los ojos y enjugó una lágrima que empezaba a rodar por la mejilla, al tiempo que decía: “Procede como Dios, que nunca llora” … y rompió en sollozos. Cuando estuvo calmo desarrugó el papel, lo alisó contra su pierna y leyó para nosotros el trozo que había escrito de un poema de Almafuerte, que después supe que era el poema favorito de todos ellos:
“Procede como Dios que nunca llora,
o como Lucifer que nunca reza.
o como el robledal cuya grandeza
necesita del agua y no la implora.”
Tomó aire y continuó:
“Que muerda y vocifere vengadora
aun rodando en el polvo tu cabeza”.
Y, como si hubiera sido esto una orden dada por él mismo al interior de su ser, se limpió la humedad que le quedaba en los ojos, con el dorso de la mano, e intentó pararse. Entonces Cansino lo detuvo con una suave palmada en la espalda a la vez que le dijo, apenas como un murmullo:
—Tranquilo: tal vez muy pronto podamos irnos de aquí.
—Sí: eso es lo que esperamos todos —respondió Almafuerte, como empecé a llamarle.
―Más tarde hablaremos de eso ―les dijo Cansino a Almafuerte y a Bigotes.
Habiendo considerado que había llegado el momento de salir, me despedí de ellos dos. Se quedaron mirándome, visiblemente inquietos por las palabras de su amigo.
Cansino me acompañó hacia la salida del patio. Mientras caminábamos me dijo, refiriéndose al hombre que leyó el poema:
—El poema de Almafuerte es un reflejo de él. Tanto que se lo aprendió con apenas escucharlo una sola vez, en boca de Fede. A propósito: Fede es otro de los nuestros, que usted no ha conocido todavía; lo llevaron al calabozo por una de sus locuras: él nos enseñó esos versos de Almafuerte y ya es como un himno para nosotros.
―Es un bello poema― le dije.
Luego le indiqué que nos detuviéramos brevemente para hablarle de algo que venía pensando:
—Considero que el hombre que contó la historia de la captura cuando pegaba el cartel, exagera un poco —le dije, con timidez. Él asintió, con cierta duda en el dejo de su voz. Yo lo miré, con ojos de pregunta. Entonces aclaró:
―Me parece una buena observación la tuya. A mí, ese tipo tampoco alcanza a convencerme todavía. Aún no es de mi entera confianza, pero es necesario incluirlo en esto que nos ocupa ahora: es compañero de celda. Dudo de su honestidad, aunque no tanto para la salida sino para pretender integrarlo a la Organización. Eso ni siquiera se lo he propuesto. Aunque el Negro ya sabe algo de esto, cuéntale de tu observación, pero también le recuerdas que este hombre sale con nosotros.
—Le informaré de eso: no te preocupes.
Luego me dijo, con algo de desconsuelo:
—Cuéntale también al Negro que todavía no sabemos si Fede saldrá del calabozo antes de irnos.
―Se lo diré. Esperemos que así sea. Por otro lado, es muy importante que tengas en cuenta que lo del domingo será a las seis de la tarde. El Negro me recomendó que te lo dijera solamente a ti.
―Eso nunca se me olvidará: estoy ansioso. Gracias por tu visita, Muchacho― yo apenas le sonreí.
Luego, avancé hasta la puerta y salí, acompañado por el mismo guardia que había entrado conmigo.
queridos se hacía cada vez más larga. En la medianía de la fila
estaba yo, portando una bolsa con algunas frutas.
︎
El sol de los dos últimos días había secado a medias los pantanos del camino. Algunas pocas de las aguas estancadas, protegidas por las sombras de las ramas tupidas, se amañaban en las concavidades del suelo desafiando al inminente ciclo del agua. El Negro y yo bajábamos rápido, hacia el café del terminal de autobuses. Aunque teníamos aún media hora, nos apresurábamos para no llegar tarde. A los dos nos parecía un deshonor el hecho de incumplir a una cita.
—Así que pudiste hablar con tu amiga —dijo el Negro, aunque ya sabía de la entrevista que yo había sostenido con la Rubia. Habiendo amanecido en la casa de ella, yo había salido muy temprano hacia la cabaña. Después de informarle al Negro acerca de la firme decisión de mi amiga, estuve intercambiando experiencias con los demás hombres.
—Sí —respondí—. Fue fácil localizarla. Siempre se le encuentra en la mañana puesto que acostumbra a leer apenas se despierta, antes de ducharse. También lee por las noches, al regresar a casa.
—Eso es bueno —afirmó él, a quien ahora yo veía completamente de acuerdo con la participación de mi amiga. Por la manera de referirse a ella, yo me daba cuenta de que él sentía que la Rubia ya hacía parte de nosotros—. La mente sigue trabajando durante el sueño y estas elaboraciones mentales deben tener mucha relación con lo último que se hizo —puntualizó el Negro.
Continuamos el camino hasta llegar a las dos listas de cemento, que hacían más fácil la subida de los carros, y bajamos por sobre ellas, uno a cada lado de la vía. Al llegar al terminal de autobuses, nos dirigimos al café. Entramos. Allí, en una de las sillas del fondo, frente a la puerta de ingreso, detrás de una mesa circular, estaba ella. Yo le hice un ademán al Negro y me dirigí hacia donde la Rubia, seguido por mi amigo.
—Hola. —Se adelantó a saludarnos ella.
—Hola, Rubia: él es el Negro, de quien ya hemos hablado. —dije yo.
Ella lo miró a los ojos y repitió su apodo, como si fuera el eco:
—El Negro. Hacía tiempo que quería conocerlo.
—También yo he querido saber un poco más de usted. Aunque ya me han hablado bastante —dijo el Negro refiriéndose a mí—. He querido conocerla un poco más. Me gustaría saber de su familia, de sus gustos, de su interés por acompañarnos.
Yo fui hasta el mostrador para traer algunos refrescos. A mi regreso, la Rubia le explicaba al Negro la razón que la había llevado a tomar esta decisión:
—He decidido iniciar una vida diferente. Quiero decirle algo, Negro: mi madre murió cuando apenas me tuvo. Y mi padre fue una de las víctimas de la violencia de los años cincuenta. De la estúpida guerra civil que vivió el País por aquella época. Pero no precisamente porque hubiera participado en ella, no. Más bien por lo contrario: porque no tomó partido. Tuve una hermana, mayor que yo, a la que le ocurrió con su hijo igual que a mi madre conmigo: cuando nació él, murió ella.
En este punto la Rubia hizo una pausa que yo aproveché para entregarles los refrescos:
—Me disculpan que interrumpa: traje varios sabores para que puedan escoger.
—¿Cuál prefieres? —tuteó el Negro a mi amiga.
—Éste: me gustan los ácidos —respondió ella, a la vez que tomaba un refresco de lulo.
—Yo me quedo con la limonada —dijo el Negro, mientras me miraba como pidiendo autorización.
—Está bien: a mí me da lo mismo cualquiera —aprobé yo.
La Rubia bebió algunos tragos de su refresco y siguió hablándole:
—He aprendido a luchar la vida sola. He sabido del hambre, que cuando llega y no se atiende, hace de los músculos su propia comilona: se los devora, lentamente, desde adentro. He sabido también que el frío, hermano menor del hambre, gusta de acomodarse entre los huesos y se va quedando, se va quedando, hasta hacer doler. He sabido de la enfermedad, que reconoce al cuerpo débil para crecer en él. He sabido, en fin, de las injusticias, de las humillaciones, de los dolores. Los que se sienten dentro y los de afuera. He mordido rabias y he bebido tragos amargos. Pero también he conocido a personas que, como ustedes, no se quedan con los brazos cruzados esperando soluciones que nunca han de venir por sí solas. Personas que, si bien pueden un día no estar de cuerpo presente, seguirán estando dentro de todos aquellos que continúan la lucha. Yo daría lo que fuera, lo que fuera, para aportar en la solución a estos problemas.
—Muy bien, Rubia: ¿puedo llamarte así?
—Claro que puedes —respondió ella, uniéndose al tuteo.
—No sé hasta qué punto lo que hacemos pueda ayudar, pero esa es la intención. De todas maneras, debes saber que no es fácil lo que pretendes, que ello requiere de sacrificios, que la lucha es dura, que tiene riesgos muy altos.
—¿Qué mayor riesgo puedo tener al de perder la vida? Y ese riesgo, él lo sabe —dijo ella, a la vez que me miraba—, ya lo he tenido.
—Bien. Creo que no hace falta más. Te veo decidida a participar. Próximamente llevaremos a cabo una importante misión. Debes estar preparada.
—¿Qué debo hacer?
—Ya te lo diré. Por ahora, creo que no hay que decir más. Nos vemos pronto, yo te busco. Te deseo mucha suerte y te doy la bienvenida a esta lucha.
Nos despedimos de la Rubia y esperamos a que tomara el autobús. Cuando ella se fue, el Negro me dijo:
—Ahora entiendo tu insistencia: es una mujer decidida. No dudo de su entrega.
—Así es, Negro. Yo pongo la mano en el fuego por ella.
—Eso veo, muchacho. Pero dejemos ya a la Rubia. El próximo domingo debes llevar un mensaje a la Cárcel. Lo mejor es que vayas ahora mismo a solicitar el permiso.
—Estoy listo —dije.
El Negro me entregó el nombre de la persona por quien debía preguntar y la demás información necesaria para solicitar el permiso. Nos despedimos y cada uno salió hacia lo suyo.
Al día siguiente, en la cabaña, el Negro me informó de algunos aspectos importantes que debía tener en cuenta. Uno de ellos era que no debía decir, entre los que íbamos a participar en la actividad, el nombre de pila de la persona a quien yo visitaría. Solamente diría el alias: “Cansino”, lo cual supe después que era una paradoja de la verdadera capacidad de trabajo que éste tenía.
—Cuando te encuentres con Cansino —me dijo— debes decirle, solamente, que vas de mi parte. Él se encargará de presentarte a los demás.
—Está bien —dije, después de recibir la información.
En aquella época del año amanecía más temprano que de costumbre. El domingo, día de la visita a la cárcel, no fue la excepción. Todavía faltaba mucho por despuntar el día cuando me desperté. Me quedé en la cama pensando en lo que iría a suceder ese domingo: ¿qué era aquello tan importante que debía anunciar?, ¿cómo me iría a recibir Cansino?, ¿cuántos de los nuestros habría allí?, ¿qué penas purgaban?
La luz del día fue llegando para aclarar cada rincón de la ciudad. Pasó por la cabaña y comprobó que yo estaba despierto. —Así estará entrando la luz por la ventana de la habitación de la Rubia—, pensé. —Tal vez, como todavía estará dormida, le acariciará el rostro quedándose en él hasta hacerla despertar.
¿Y qué pasará en la cárcel? —seguí pensando yo—: creo que la luz del día demorará en llegar hasta las celdas y se irá más temprano. Sí. Las celdas deben llenarse de sombras cuando la tarde va llegando para luego, en la mañana, resistirse a salir. Todos los días, seguramente muy temprano, deben llegar los guardias acosando a los habitantes de las celdas para que salgan hacia los patios. Entonces las sombras se quedarán allí, amañadas. Probablemente hacia el mediodía irán saliendo, pero tan despacio que, cuando llegue la tarde, sin haber desalojado completamente las celdas, regresarán las que habían salido para reunirse con las otras sombras que estaban todavía escondidas. Por ello esas habitaciones deben permanecer en penumbras. Hoy no será distinto: la luz del domingo llegará cubriendo espacios, recorriendo cada rincón de la cárcel, pero al llegar a los calabozos se detendrá a la entrada y llamará insistentemente. Nadie le abrirá. Entonces decidirá quedarse allí, esperando, pegada a la reja. No tendrá afanes. Se quedará hasta el final de la tarde para luego retirarse, de a poco.
Cuando salí de la cabaña, el Negro estaba apostado en la puerta. No hablamos: nos despedimos con un apretón de manos que dijo de buenos deseos, de aprecios mutuos, de buena suerte.
Afuera de la prisión la fila de visitantes que iban a ver a sus seres queridos se hacía cada vez más larga. En la medianía de la fila estaba yo, portando una bolsa con algunas frutas. En el bolsillo de mi chaqueta, el mensaje enviado por el Negro a Cansino. Cuando la fila empezó a moverse, me dije: "Aquí vamos. Todo va a salir bien. Todo tiene que salir bien”.
En los patios, los hombres estarán esperando con ansiedad que sean llamados por los guardias, pensé. Y, cuando llegue el momento, se empezarán a oír algunos nombres, gritados por ellos. Los dueños de aquellos nombres sentirán palpitaciones aceleradas de sus corazones y correrán al encuentro de su visitante. Eso deben estar sintiendo Cansino y los demás. Tal vez estén sentados, quizá formando un círculo, en uno de los extremos del patio. ¿Sabrán que van a ser visitados en este día?
Esos eran mis pensamientos cuando llegó mi turno de entrar. Primero, lo primero:
“Cédula y permiso en la mano”, dijo un hombre uniformado que tenía un arma pendiendo del hombro. Le entregué los documentos que me pidió y, después de revisarlos, agregó, señalando un pequeño cuarto en el que esperaba otro guardia: “Deje aquí la bolsa y pase al cuarto”. Entré e hice todo cuanto me ordenó aquel hombre: saqué todo de los bolsillos, me quité las ropas, esperé a que las revisaran, me vestí. Luego me devolvió la bolsa con frutas y me hizo pasar hasta una reja que fue abierta por otro guardia, y luego hasta otra, y ya: al fondo estaba el patio y en él la masa. Sus cabezas estaban casi juntas para buscar con la mirada, desde donde se lo permitían los guardias que estaban dentro del patio, junto a la puerta, a los que llegaban. Uno de los uniformados me preguntó el nombre de la persona a quien yo visitaba y lo llamó. Fue cuando vi llegar a un hombre muy distinto al que me había figurado. Yo lo pensé musculoso y él era delgado. Lo creí con barbas crecidas y descuidadas por el encierro y estaba recién afeitado. Lucía ropas limpias y en buen estado, habiéndomelo imaginado vestido casi con harapos. Hasta sentí vergüenza por haber pretendido llevarle algunas ropas que yo no usaba y me alegré por no haber tenido tiempo para buscarlas.
—Hola —dijo, mientras me abrazaba. Yo aproveché para decirle:
—Hola: el Negro me ha enviado con un mensaje.
—Qué gusto me da verte, —dijo él, asegurándose de que el guardia lo escuchara, y nos alejamos conversando animadamente y simulando ser viejos amigos. El guardia nos siguió con la mirada.
Caminamos hasta donde había otro hombre, visiblemente flaco, pero bien presentado, quien, según lo noté, también me estaba esperando. Cuando estuvimos los tres, Cansino le dijo:
—Él es uno de los nuestros y ha venido a traernos un mensaje. —Y luego dijo en voz muy baja—: ha venido a sacarnos de acá. Entre nosotros puede hablarse con confianza. Anda, hombre, que estamos ansiosos.
—Traigo un mensaje para usted, Cansino.
Entonces saqué del bolsillo de mi chaqueta una hoja doblada, y la entregué a Cansino. Noté que los dos esperaban una señal para preparar la partida. Cansino sabía que, llegado el momento, debía recibir un mensaje que contuviera las palabras "será tal día" y, más adelante, la hora precisa de la salida.
Desdobló la hoja y empezó a leer mentalmente. El Flaco lo miraba, expectante. Los ojos de Cansino recorrían cada renglón, de izquierda a derecha, escudriñando, en busca de aquellas tres palabras que eran como el pasaporte de salida. Cuando notó la intriga de su amigo, empezó a leer de nuevo, en voz muy baja:
"Mi buen amigo" —decía el mensaje—: "Quiero que sepas que, en mí, tienes a un amigo en quien puedes confiar plenamente. Si no me había reportado antes, ha sido porque algunas dificultades me obligaron a viajar a otra ciudad, teniendo incluso que suspender los planes de construcción de la nueva casa". Cansino interrumpió la lectura, un tanto desconsolado. Sabía que el Negro se refería al ansiado túnel, sinónimo de libertad.
—Suspendieron los planes... los suspendieron. Lo siento, amigos: al parecer, las cosas se complicaron —dijo Cansino, y nos echó una mirada, como esperando alguna opinión. Luego siguió leyendo:
"Pero, ya ves, estoy de nuevo acá con muchos deseos de verte. Claro que esto sólo será el domingo”.
Aquí, los labios de Cansino no pudieron evitar plegarse en una sonrisa… en una mueca… en un puchero. Por la manera como puso la mano en su pecho, intuí que su corazón había empezado a golpearle precipitadamente dentro del cuerpo. Vi que sus ojos se abrieron mucho, como para evitar que el húmedo velo que los empezaron a cubrir fuera a resbalarse hacia sus mejillas.
—“Esta es la señal" —dijo, emocionado—. Será el domingo. Perdón por precipitarme con interpretaciones equivocadas: creí que se había cancelado el proyecto.
Cansino volvió a sonreír, ahora más calmadamente. Con dificultad, tratando de controlar la emoción, terminó de leer los últimos dos renglones:
"No creo que pueda estar a primera hora. Así es que, no me esperes temprano.
Te deseo suerte.
Tu amigo"
Cansino dobló la hoja, volvió a mirarnos a los dos, que seguíamos con los ojos clavados en él, y nos comunicó lo que ya sabíamos:
—Amigos: esta es nuestra última semana. Nos vamos de aquí. Nos vamos el domingo.
Los dos amigos se quedaron mudos, se miraron, se sonrieron. Los corazones de todos, incluyéndome, palpitaron con fuerza y los ojos se humedecieron. Aquellos dos hombres quisieron gritar, abrazarse, abrazarme. Pero sabían que era preciso contenerse. Su desmesurada alegría podía delatarlos.
La calma de Cansino salió a flote para controlar la situación:
—Ya vendrá el momento de las celebraciones. Es necesario, por ahora, guardar la calma.
Luego me dijo, mientras miraba al Flaco:
—Muchacho: dile al Negro que el Flaco no viaja con nosotros.
Yo lo miré, interrogante.
—Tranquilo —me dijo—: él se va mañana mismo. Uno de los soldados que participó en el allanamiento confesó que todo fue una trampa. El Capitán al mando de la operación le ordenó al soldado poner buena cantidad de explosivos entre algunas ropas. Luego fingieron encontrarlos y se los acomodaron como suyos. Pero al Capitán ese se le fueron las luces cuando un cargamento de armas, que estaba bajo su cuidado, desapareció sin que nadie pudiera dar cuenta de él. Días después, otro de sus subalternos lo delató. Entonces el capitancito no resistió tanta evidencia y se quitó la vida.
—¿Qué opinas de esta podredumbre? —preguntó, dirigiéndose a mí.
—Que la corrupción no tiene límites. Lo del Capitán lo leí en el periódico. Razón tenía yo en pensar que ese había sido un buen muerto.
A continuación, repartí entre los tres algunas de las frutas que llevaba y le entregué a Cansino la bolsa con las demás. Mientras comíamos, el Flaco me contó lo suficiente como para que yo pudiera saber quién era él. Fue así como supe de su otrora ansiado deseo de llegar a ser cura y de la posterior decisión de hacer algo, diferente a la prédica, para ayudar a resolver tanta problemática social. Yo lo escuché en silencio. Al final opiné:
—Me parece que esta lucha es otra manera de trabajar en bien de la humanidad.
Los dos asintieron con la cabeza. Luego, Cansino me invitó caminar con él por el patio. El Flaco comprendió que debía dejarnos solos, y fue a conversar con otro hombre. A mí me extrañaba la forma como caminábamos: era un ir y venir de un lado al otro, los cuerpos en sincronía. Viendo mi extrañeza, Cansino me contó que era lo mejor que podía hacerse para no perder la costumbre de caminar, aunque la mayoría lo hacía como mero entretenimiento. Era entonces normal que los presos caminaran desde tempranas horas, siempre el mismo recorrido, sabido de memoria. Podían hacerlo a ciegas, sin tropiezos. Uno, dos, tres… veintidós pasos, media vuelta y el regreso. Otros veintidós pasos y vuelta a empezar el corto pero interminable recorrido. Era un ir y venir de un lado a otro del patio. Lo caminaban, cuan largo era, siempre con el mismo ímpetu. Muchos lo hacían. Los que no, se quedaban sentados alrededor del patio, o jugando a los dados, o escribiendo, aunque los menos. El día anterior a la visita, según supe, muchos se entretenían lavando algunas ropas, por demás necesarias, para la visita del día siguiente. Seguíamos caminando, en tanto Cansino me llamaba la atención acerca de algunos detalles que debían tenerse en cuenta:
—Note —decía— que sobre cada una de las cuatro esquinas del patio se levanta una garita. En cada una de ellas, un guardia permanece atento a los movimientos de todos los presos, pero sin perder de vista el exterior de la cárcel. La altura de los muros es imposible de franquear. Llevo mucho tiempo observando y no he encontrado otra manera de salir de aquí que no sea por debajo de la tierra. Estando uno solo podría intentarse un soborno, por ejemplo, pero aquí de lo que se trata es de liberarnos todos. Y todos vamos a salir, se lo aseguro.
Al cabo de un rato fuimos hacia donde estaba el Flaco y el otro hombre. En ese instante, éste último le relataba al Flaco algunos pormenores de su captura. Aunque nos vieron llegar, el hombre continuó con su relato:
—No sé por qué, pero sabía que algo así iba a ocurrir —dijo el hombre—. Lo supe mientras mezclaba el almidón con agua fría, para preparar el engrudo con el que íbamos a pegar unos carteles. Me vi dando vueltas en la mezcla. Vacié ésta al agua hirviendo y agité hasta cuando empezó a hervir de nuevo. Ahí me sentí entonces como un grumo, atrapado entre el engrudo burbujeante. Y atrapado me vi después, cuando fijaba los carteles y apareció un tipo de la nada, apuntándome con una pistola. Fue cuando sentí que todo burbujeaba a mi alrededor: la gente que pasaba, los curiosos que se detenían a mirarnos, el bullicio de la ciudad.
Entonces el Flaco preguntó:
—¿Fue ese el momento en el que te maltrataron, según me habías dicho?
—Sí. Esos tipos pegan sin saber por qué. En el momento de la detención —siguió relatando el hombre—, yo me sentía muy confuso. Sin embargo, extrañamente, sonreí. Creo que fueron los nervios. Fue entonces cuando ese tipo me dijo: “¿De qué se ríe estúpido?”. Pasó la pistola para la mano izquierda y me asestó un puñetazo en el ojo con la derecha. Comprendí que él estaba más confundido que yo. Me preocupaba que, en su afán de sentirse héroe, aquel hombre llegara a apretar el gatillo. El arma le temblaba en la mano. Tenía su “yo” muy grande por haber apresado a un bandido. Y, después de todo, logró lo que quería. Ese fue apenas el comienzo. Después llegaron otras pruebas, unas falsas y otras no tanto, hasta condenarme por rebelión. Pero este encierro pronto terminará. Estoy seguro de que todo va a salir bien.
Al fondo del patio, sentados en el piso y apoyando la espalda contra la pared, estaban otros dos hombres que pronto supe que eran también de los nuestros. Cansino y yo dejamos al Flaco escuchando el cuento de aquel hombre, y fuimos hasta donde estaban los otros dos: uno de ellos escribía en unas hojas amarillentas mientras el otro, que tenía un gran bigote, lo observaba. Luego supe que era así como a éste le decían: Bigotes.
Los ojos del que escribía se iban enrojeciendo, según el lápiz se movía por la hoja. Creo que, por instantes, casi no podía ver lo que estaba escribiendo debido a las gotas detenidas en la superficie de sus ojos.
―Él es un amigo ―les dijo Cansino, a manera de presentación.
―Hola: me dijeron, al unísono ―yo hice lo propio. Todos sabíamos que era prudente evitar presentaciones.
El hombre que escribía siguió garrapateando lo que parecía un poema. Cuando Cansino le preguntó por lo que estaba escribiendo, el hombre leyó primero mentalmente mientras crispaba sus dedos. Luego arrugó el papel, cerró los ojos y enjugó una lágrima que empezaba a rodar por la mejilla, al tiempo que decía: “Procede como Dios, que nunca llora” … y rompió en sollozos. Cuando estuvo calmo desarrugó el papel, lo alisó contra su pierna y leyó para nosotros el trozo que había escrito de un poema de Almafuerte, que después supe que era el poema favorito de todos ellos:
“Procede como Dios que nunca llora,
o como Lucifer que nunca reza.
o como el robledal cuya grandeza
necesita del agua y no la implora.”
Tomó aire y continuó:
“Que muerda y vocifere vengadora
aun rodando en el polvo tu cabeza”.
Y, como si hubiera sido esto una orden dada por él mismo al interior de su ser, se limpió la humedad que le quedaba en los ojos, con el dorso de la mano, e intentó pararse. Entonces Cansino lo detuvo con una suave palmada en la espalda a la vez que le dijo, apenas como un murmullo:
—Tranquilo: tal vez muy pronto podamos irnos de aquí.
—Sí: eso es lo que esperamos todos —respondió Almafuerte, como empecé a llamarle.
―Más tarde hablaremos de eso ―les dijo Cansino a Almafuerte y a Bigotes.
Habiendo considerado que había llegado el momento de salir, me despedí de ellos dos. Se quedaron mirándome, visiblemente inquietos por las palabras de su amigo.
Cansino me acompañó hacia la salida del patio. Mientras caminábamos me dijo, refiriéndose al hombre que leyó el poema:
—El poema de Almafuerte es un reflejo de él. Tanto que se lo aprendió con apenas escucharlo una sola vez, en boca de Fede. A propósito: Fede es otro de los nuestros, que usted no ha conocido todavía; lo llevaron al calabozo por una de sus locuras: él nos enseñó esos versos de Almafuerte y ya es como un himno para nosotros.
―Es un bello poema― le dije.
Luego le indiqué que nos detuviéramos brevemente para hablarle de algo que venía pensando:
—Considero que el hombre que contó la historia de la captura cuando pegaba el cartel, exagera un poco —le dije, con timidez. Él asintió, con cierta duda en el dejo de su voz. Yo lo miré, con ojos de pregunta. Entonces aclaró:
―Me parece una buena observación la tuya. A mí, ese tipo tampoco alcanza a convencerme todavía. Aún no es de mi entera confianza, pero es necesario incluirlo en esto que nos ocupa ahora: es compañero de celda. Dudo de su honestidad, aunque no tanto para la salida sino para pretender integrarlo a la Organización. Eso ni siquiera se lo he propuesto. Aunque el Negro ya sabe algo de esto, cuéntale de tu observación, pero también le recuerdas que este hombre sale con nosotros.
—Le informaré de eso: no te preocupes.
Luego me dijo, con algo de desconsuelo:
—Cuéntale también al Negro que todavía no sabemos si Fede saldrá del calabozo antes de irnos.
―Se lo diré. Esperemos que así sea. Por otro lado, es muy importante que tengas en cuenta que lo del domingo será a las seis de la tarde. El Negro me recomendó que te lo dijera solamente a ti.
―Eso nunca se me olvidará: estoy ansioso. Gracias por tu visita, Muchacho― yo apenas le sonreí.
Luego, avancé hasta la puerta y salí, acompañado por el mismo guardia que había entrado conmigo.