Ilustración: Hernán Marín
Como David, el ungido
Cuando Betsabé se enteró de que Urías,
su esposo, había muerto, hizo duelo por él.
Después del luto, David mandó que se lal
levaran al palacio y la tomó por esposa…
2 Samuel 11.26-27
Cuando Betsabé se enteró de que Urías,
su esposo, había muerto, hizo duelo por él.
Después del luto, David mandó que se lal
levaran al palacio y la tomó por esposa…
2 Samuel 11.26-27
Lejos de la Capital, en una zona selvática del occidente colombiano, las lluvias permanentes habían hecho reverdecer todo cuanto se veía, oscureciéndolo.
Verde intenso era el color de la maleza que bordeaba el camino. Verde, como los racimos de plátanos verdes que habían visto aquellos hombres cuando estuvieron por el Golfo de Urabá. Verdes eran los árboles, grandes árboles cuyas ramas de follaje amplio lo cubrían todo. De la misma coloración eran sus vestimentas y sus gorras y sus rostros, que habían pintado en el cuartel momentos antes de iniciar esta incursión.
Lejos de la zona selvática, en la Capital, el sol brillante chorreaba aclarando todo cuanto se veía, iluminándolo. Blancas eran las paredes que encerraban el pequeño apartamento. Blancas, como la nieve blanca que habían visto los dos cuando estuvieron en el Nevado del Ruiz. Blancas eran las sábanas, grandes sábanas que estaban, una de ellas envolviendo el colchón y la otra cubriendo la cama toda. De la misma coloración eran sus vestimentas interiores, tiradas en desorden, y así se veían también sus cuerpos empalidecidos por la luz entrando por la ventana, que había sido abierta momentos antes de iniciar esta incursión.
En la selva, el grupo de hombres caminaba por entre la espesura, cada uno a pocos metros del otro. Sus movimientos eran acompasados y mantenían el fusil sujeto entre las manos: la derecha, abrazando la porción entre la culata y el inicio del cañón, con el índice puesto en el disparador. La izquierda, un tanto adelantada a la derecha, con sus dedos como sarmientos amarrados al contorno del cañón. Los hombres, por órdenes del Capitán, que no estaba, se entraban en terrenos de otros, considerados enemigos. Los jadeos mezclados de los hombres aumentaban en su ritmo, en tanto que sus botas entraban y salían en la tierra húmeda, que alcanzaba a cubrirlas hasta la altura de los tobillos. Había un silencio de voces.
En la habitación, los cuerpos desnudos de la pareja estaban uno pegado al otro, mientras se movían con vaivenes acompasados. Los brazos amarraban los cuerpos, las manos se pegaban a la piel de la espalda y los dedos, como patas de araña, caminaban lentamente, como para no despegarse. El hombre se entraba en terrenos de otro, que no estaba, considerado enemigo. Los jadeos mezclados de la pareja aumentaban en su ritmo en tanto que el miembro entraba y salía en la vagina húmeda, que alcanzaba a cubrirlo todo. Había un silencio de voces.
En la selva, un estallido de terror los hizo convulsionarse. Los sacudió, interrumpiendo los movimientos acompasados, al tiempo que se escucharon voces de ahogo. La explosión dejó los cuerpos extendidos, inmóviles, húmedos. Todos, sintiéndose morir. Al cabo de un rato todo había terminado y entonces el silencio se hizo presente.
En la habitación, un estallido de placer los hizo convulsionarse. Los sacudió, interrumpiendo los movimientos acompasados, al tiempo que se escucharon voces de ahogo. La explosión dejó los cuerpos extendidos, inmóviles, húmedos. Los dos, sintiéndose morir. Al cabo de un rato, todo había terminado y entonces el silencio también se hizo presente…
Hasta que, al fin, ella dijo:
― ¿Y qué pasará cuando él vuelva?
―Nada va a pasar ―respondió el hombre―: ahora debe estar muerto.―Y dirigió su mirada hacia las tres estrellas pegadas a la parte frontal del quepis, que estaba sobre la mesita de noche.
Verde intenso era el color de la maleza que bordeaba el camino. Verde, como los racimos de plátanos verdes que habían visto aquellos hombres cuando estuvieron por el Golfo de Urabá. Verdes eran los árboles, grandes árboles cuyas ramas de follaje amplio lo cubrían todo. De la misma coloración eran sus vestimentas y sus gorras y sus rostros, que habían pintado en el cuartel momentos antes de iniciar esta incursión.
Lejos de la zona selvática, en la Capital, el sol brillante chorreaba aclarando todo cuanto se veía, iluminándolo. Blancas eran las paredes que encerraban el pequeño apartamento. Blancas, como la nieve blanca que habían visto los dos cuando estuvieron en el Nevado del Ruiz. Blancas eran las sábanas, grandes sábanas que estaban, una de ellas envolviendo el colchón y la otra cubriendo la cama toda. De la misma coloración eran sus vestimentas interiores, tiradas en desorden, y así se veían también sus cuerpos empalidecidos por la luz entrando por la ventana, que había sido abierta momentos antes de iniciar esta incursión.
En la selva, el grupo de hombres caminaba por entre la espesura, cada uno a pocos metros del otro. Sus movimientos eran acompasados y mantenían el fusil sujeto entre las manos: la derecha, abrazando la porción entre la culata y el inicio del cañón, con el índice puesto en el disparador. La izquierda, un tanto adelantada a la derecha, con sus dedos como sarmientos amarrados al contorno del cañón. Los hombres, por órdenes del Capitán, que no estaba, se entraban en terrenos de otros, considerados enemigos. Los jadeos mezclados de los hombres aumentaban en su ritmo, en tanto que sus botas entraban y salían en la tierra húmeda, que alcanzaba a cubrirlas hasta la altura de los tobillos. Había un silencio de voces.
En la habitación, los cuerpos desnudos de la pareja estaban uno pegado al otro, mientras se movían con vaivenes acompasados. Los brazos amarraban los cuerpos, las manos se pegaban a la piel de la espalda y los dedos, como patas de araña, caminaban lentamente, como para no despegarse. El hombre se entraba en terrenos de otro, que no estaba, considerado enemigo. Los jadeos mezclados de la pareja aumentaban en su ritmo en tanto que el miembro entraba y salía en la vagina húmeda, que alcanzaba a cubrirlo todo. Había un silencio de voces.
En la selva, un estallido de terror los hizo convulsionarse. Los sacudió, interrumpiendo los movimientos acompasados, al tiempo que se escucharon voces de ahogo. La explosión dejó los cuerpos extendidos, inmóviles, húmedos. Todos, sintiéndose morir. Al cabo de un rato todo había terminado y entonces el silencio se hizo presente.
En la habitación, un estallido de placer los hizo convulsionarse. Los sacudió, interrumpiendo los movimientos acompasados, al tiempo que se escucharon voces de ahogo. La explosión dejó los cuerpos extendidos, inmóviles, húmedos. Los dos, sintiéndose morir. Al cabo de un rato, todo había terminado y entonces el silencio también se hizo presente…
Hasta que, al fin, ella dijo:
― ¿Y qué pasará cuando él vuelva?
―Nada va a pasar ―respondió el hombre―: ahora debe estar muerto.―Y dirigió su mirada hacia las tres estrellas pegadas a la parte frontal del quepis, que estaba sobre la mesita de noche.