Ilustración: Hernán Marín
El pantaloncito de paño
El circo había llegado al barrio desde varios días atrás. A cada mañana y tarde recorría el barrio un viejo Willis del mismo color verdoso de la carpa circense. Anunciaba las funciones de la tarde una voz salida por un par de altoparlantes, ubicados en sentidos contrarios sobre la carpa que cubría al viejo campero. En su interior, el acompañante del conductor se emocionaba anunciando la oferta para los últimos días del espectáculo:
"Dos personas con una boleta. Dos personas con una boleta". Las gentes se detenían para esperar el paso de aquella ronca voz. Los niños trotaban tras el jeep, juguetones. Uno de ellos permanecía expectante. A sus ocho años, no había tenido la oportunidad de ver este tipo de espectáculos y sabía que no era fácil lograrlo pues también conocía la abundancia de carencias en su hogar. No le importaba entonces el anuncio de la oferta. Al cabo, tampoco tenía con qué comprarse la media boleta. Era otro anuncio el que temía escuchar.
Por eso decidió correr también al lado del Willis, que se desplazaba lento, para que la voz ronca se quedara un poco más. Y sí que se quedaba, sobre todo en el pequeño cerebro de aquel niño: "Maravíllese viendo la fantasía del Mago Fernandiny, los saltos mortales de las preciosas trapecistas, la gracia sin igual de los payasos Albóndiga y Pantufla. Dos personas con una boleta".
Y la voz calló por un momento, para dar luego el terrible aviso, aunque no inesperado por el niño: ¡"Mañana es el último día del Circo Oscardy! ¡No se quede sin verlo"!
El pequeño se detuvo. Con los ojos muy abiertos, vio alejarse al jeep. Bajó la cabeza y metió sus manos en los bolsillos del pantaloncito corto, de paño, que había sido largo cuando fue de su hermano, seis años mayor que él, y que antes le perteneció al otro hermano, quien ahora cursaba bachillerato. El pantalón se lo había donado un primo, cuando ya no quiso usarlo más, a éste último, en el momento de su ingreso al Liceo Antioqueño.
Esta prenda de paño había pasado ya en tres veces por las manos milagrosas de su madre, quien con una mera aguja y un rollo de hilo le iba dado forma para acomodarlo al cuerpo de turno. Ésta era su mejor prenda porque la otra que tenía era la pantaloneta roja que ya había empezado a perder su color por las tantas lavadas. Pero ella había sido ya desplazada por el pantaloncito de paño.
Con las manos en los bolsillos caminó despacioso hasta su casa, mirando al piso, con su corazoncito todavía galopando. Se tiró en su cama, que también era la de su hermana menor y a la vez compartían con su madre. Se quedó mirando el revés de las tejas montadas sobre las cañas. Le retumbaba en su cabecita aquel último anuncio, el esperado: "¡Último día del Circo Oscardy! ¡No se quede sin verlo!". No. No podía quedarse sin verlo. Tenía que agilizar su plan. Sabía que era imposible cruzar el tupido alambre de púas que rodeaba la inmensa carpa sin ser visto, pues durante la función permanecían dos payasos vigilando el alambrado para evitar que alguien pudiera entrar sin pagar. Esperó pacientemente hasta la llegada de la noche y fue a vagar por los alrededores de la carpa, queriendo ver algo que pudiera ayudarle en su empeño. Hasta que lo vio: al terminar la función, observó cómo las gentes iban saliendo en tumulto y, sin que terminaran de salir todos, para ganarle tiempo al intermedio, se iniciaban los ensayos para la próxima función que sería en una hora. Algunos espectadores, niños en su mayoría, se quedaban por un rato para observar a los actores, ahora muy cerca de aquellos.
Lo que vio el niño fue suficiente para realizar su plan: decidió esperar hasta el otro día, hasta el final de la función de las seis porque la noche le sería muy propicia para colarse por entre los espectadores saliendo del circo. Pensó que, ya dentro, se quedaría para ver los ensayos y para buscar la manera de esconderse hasta la próxima función.
Se fue entonces a su casa, contento por lo que acababa de planear. Se tiró en su cama y empezó a observar, como de costumbre, el revés de las tejas montadas sobre las cañas.
Llegada la tarde del día siguiente corrió hasta el circo. Allí estuvo desde las seis. Esperó pacientemente a que terminara la función, sentado en una piedra, frente a la entrada principal. Desde allí podía oír los gritos de asombro de los espectadores y entonces imaginaba a una de las trapecistas colgada con los pies del pequeño trapecio, sosteniendo a otra trapecista, balanceándose de un lado a otro de la gran carpa como si fuera un tren con sólo dos coches viajando por el aire. Así se lo había contado un vecino suyo que estuvo fanfarroneándole también sobre los malabaristas que hasta comían bolas de fuego, y del mago que era capaz de partir a una mujer en tres pedazos para aparecer luego como si nada, y otros embelecos que, claro, el niño no creyó del todo. Pensó que él mismo iría a comprobarlo durante la función de aquella noche.
Oyó luego unas risas delgaditas: entonces dedujo que el turno era para los payasos, puesto que los únicos que se reían eran los niños debido a que, a los mayores, se les iba acabando la risa a medida que se iban haciendo grandes.
Luego escuchó una lluvia de aplausos seguidos de murmullos que iban creciendo en volumen y entonces comprendió que la función había terminado. Este era su momento: fue hasta la entrada y esperó hasta cuando el tumulto cubría toda la puerta de ingreso al circo. Entonces se fue colando forzosamente por entre las gentes, sin inmutarse por los regañamientos de los que salían que, sin abrirle paso, veían cómo el niño se deslizaba como gelatina por entre ellos. Llegó hasta la propia entrada de la carpa y los vio: vio a los actores en pleno ensayo. Se embelesó con el payaso, que por su redondez debía ser "Albóndiga", haciendo malabares con cuatro aros brillantes. Más al fondo estaban las trapecistas: una de ellas caminaba en las manos, mientras la otra mantenía en su frente una vara en equilibrio, con un taburete en el extremo superior. Observó también a un perrito bailando en sus patas traseras mientras el otro payaso, que no dejaba de sonreír, le compensaba su esfuerzo con pequeños trozos de algún alimento.
Pero lo que no había visto el niño, era a uno de los payasos vigilantes que se acercaba por detrás de él, con intención de sacarlo a empellones. Un ruido lo hizo volverse en el momento justo en que el payaso estiraba su brazo para tomarlo por la nuca. Apenas tuvo tiempo de reaccionar y salir en loca carrera hacia cualquier lugar, lejos de la carpa. El golpeteo de los grandes zapatos del payaso sobre el suelo le animaba a acelerar su carrera. Vio la puerta abierta de una de las casas de enfrente y se enrumbó hacia ella, a la vez que con el rabillo del ojo miraba la sombra de colores que lo perseguía. Pero, súbitamente, se sintió frenado por muchas tunas que, en vez de hacerlo rebotar, lo retuvieron con un sacudón. Las púas del alambrado entraron y luego, en la caída, rasgaron la piel y, de paso, el pantaloncito de paño. De esta manera, el ardor producido por los rasgones de la piel se sumó al dolor por la pérdida de su pantaloncito, que ahora lo haría volver a su pantaloneta roja, aunque ya estuviera perdiendo su color. Pero mayormente fue el dolor que sintió al ver cómo se le iba corriendo la pintura al payaso, por las lágrimas que le rodaban por sus coloreadas mejillas.
"Dos personas con una boleta. Dos personas con una boleta". Las gentes se detenían para esperar el paso de aquella ronca voz. Los niños trotaban tras el jeep, juguetones. Uno de ellos permanecía expectante. A sus ocho años, no había tenido la oportunidad de ver este tipo de espectáculos y sabía que no era fácil lograrlo pues también conocía la abundancia de carencias en su hogar. No le importaba entonces el anuncio de la oferta. Al cabo, tampoco tenía con qué comprarse la media boleta. Era otro anuncio el que temía escuchar.
Por eso decidió correr también al lado del Willis, que se desplazaba lento, para que la voz ronca se quedara un poco más. Y sí que se quedaba, sobre todo en el pequeño cerebro de aquel niño: "Maravíllese viendo la fantasía del Mago Fernandiny, los saltos mortales de las preciosas trapecistas, la gracia sin igual de los payasos Albóndiga y Pantufla. Dos personas con una boleta".
Y la voz calló por un momento, para dar luego el terrible aviso, aunque no inesperado por el niño: ¡"Mañana es el último día del Circo Oscardy! ¡No se quede sin verlo"!
El pequeño se detuvo. Con los ojos muy abiertos, vio alejarse al jeep. Bajó la cabeza y metió sus manos en los bolsillos del pantaloncito corto, de paño, que había sido largo cuando fue de su hermano, seis años mayor que él, y que antes le perteneció al otro hermano, quien ahora cursaba bachillerato. El pantalón se lo había donado un primo, cuando ya no quiso usarlo más, a éste último, en el momento de su ingreso al Liceo Antioqueño.
Esta prenda de paño había pasado ya en tres veces por las manos milagrosas de su madre, quien con una mera aguja y un rollo de hilo le iba dado forma para acomodarlo al cuerpo de turno. Ésta era su mejor prenda porque la otra que tenía era la pantaloneta roja que ya había empezado a perder su color por las tantas lavadas. Pero ella había sido ya desplazada por el pantaloncito de paño.
Con las manos en los bolsillos caminó despacioso hasta su casa, mirando al piso, con su corazoncito todavía galopando. Se tiró en su cama, que también era la de su hermana menor y a la vez compartían con su madre. Se quedó mirando el revés de las tejas montadas sobre las cañas. Le retumbaba en su cabecita aquel último anuncio, el esperado: "¡Último día del Circo Oscardy! ¡No se quede sin verlo!". No. No podía quedarse sin verlo. Tenía que agilizar su plan. Sabía que era imposible cruzar el tupido alambre de púas que rodeaba la inmensa carpa sin ser visto, pues durante la función permanecían dos payasos vigilando el alambrado para evitar que alguien pudiera entrar sin pagar. Esperó pacientemente hasta la llegada de la noche y fue a vagar por los alrededores de la carpa, queriendo ver algo que pudiera ayudarle en su empeño. Hasta que lo vio: al terminar la función, observó cómo las gentes iban saliendo en tumulto y, sin que terminaran de salir todos, para ganarle tiempo al intermedio, se iniciaban los ensayos para la próxima función que sería en una hora. Algunos espectadores, niños en su mayoría, se quedaban por un rato para observar a los actores, ahora muy cerca de aquellos.
Lo que vio el niño fue suficiente para realizar su plan: decidió esperar hasta el otro día, hasta el final de la función de las seis porque la noche le sería muy propicia para colarse por entre los espectadores saliendo del circo. Pensó que, ya dentro, se quedaría para ver los ensayos y para buscar la manera de esconderse hasta la próxima función.
Se fue entonces a su casa, contento por lo que acababa de planear. Se tiró en su cama y empezó a observar, como de costumbre, el revés de las tejas montadas sobre las cañas.
Llegada la tarde del día siguiente corrió hasta el circo. Allí estuvo desde las seis. Esperó pacientemente a que terminara la función, sentado en una piedra, frente a la entrada principal. Desde allí podía oír los gritos de asombro de los espectadores y entonces imaginaba a una de las trapecistas colgada con los pies del pequeño trapecio, sosteniendo a otra trapecista, balanceándose de un lado a otro de la gran carpa como si fuera un tren con sólo dos coches viajando por el aire. Así se lo había contado un vecino suyo que estuvo fanfarroneándole también sobre los malabaristas que hasta comían bolas de fuego, y del mago que era capaz de partir a una mujer en tres pedazos para aparecer luego como si nada, y otros embelecos que, claro, el niño no creyó del todo. Pensó que él mismo iría a comprobarlo durante la función de aquella noche.
Oyó luego unas risas delgaditas: entonces dedujo que el turno era para los payasos, puesto que los únicos que se reían eran los niños debido a que, a los mayores, se les iba acabando la risa a medida que se iban haciendo grandes.
Luego escuchó una lluvia de aplausos seguidos de murmullos que iban creciendo en volumen y entonces comprendió que la función había terminado. Este era su momento: fue hasta la entrada y esperó hasta cuando el tumulto cubría toda la puerta de ingreso al circo. Entonces se fue colando forzosamente por entre las gentes, sin inmutarse por los regañamientos de los que salían que, sin abrirle paso, veían cómo el niño se deslizaba como gelatina por entre ellos. Llegó hasta la propia entrada de la carpa y los vio: vio a los actores en pleno ensayo. Se embelesó con el payaso, que por su redondez debía ser "Albóndiga", haciendo malabares con cuatro aros brillantes. Más al fondo estaban las trapecistas: una de ellas caminaba en las manos, mientras la otra mantenía en su frente una vara en equilibrio, con un taburete en el extremo superior. Observó también a un perrito bailando en sus patas traseras mientras el otro payaso, que no dejaba de sonreír, le compensaba su esfuerzo con pequeños trozos de algún alimento.
Pero lo que no había visto el niño, era a uno de los payasos vigilantes que se acercaba por detrás de él, con intención de sacarlo a empellones. Un ruido lo hizo volverse en el momento justo en que el payaso estiraba su brazo para tomarlo por la nuca. Apenas tuvo tiempo de reaccionar y salir en loca carrera hacia cualquier lugar, lejos de la carpa. El golpeteo de los grandes zapatos del payaso sobre el suelo le animaba a acelerar su carrera. Vio la puerta abierta de una de las casas de enfrente y se enrumbó hacia ella, a la vez que con el rabillo del ojo miraba la sombra de colores que lo perseguía. Pero, súbitamente, se sintió frenado por muchas tunas que, en vez de hacerlo rebotar, lo retuvieron con un sacudón. Las púas del alambrado entraron y luego, en la caída, rasgaron la piel y, de paso, el pantaloncito de paño. De esta manera, el ardor producido por los rasgones de la piel se sumó al dolor por la pérdida de su pantaloncito, que ahora lo haría volver a su pantaloneta roja, aunque ya estuviera perdiendo su color. Pero mayormente fue el dolor que sintió al ver cómo se le iba corriendo la pintura al payaso, por las lágrimas que le rodaban por sus coloreadas mejillas.