Ilustración: Hernán Marín
“Bien enfermos doña Amparo, doña Margarita, la otra Margarita, doña Ofelia, doña Soledad, doña Yo, don Evelio, doña Matilde...para venirse a morir Marinita bien aliviada...”
La muerte, ese manifiesto de vida; esa maestra de paradojas; fenómeno natural que abre las puertas de lo sobrenatural; hecho ordinario, por lo común, y extraordinario, por lo asombroso; esa muerte que no deja de sorprendernos, sorprendió también a Marinita estando tan aliviada. ¿Hacia dónde puede llevarnos esta reflexión? Rosita no lo dijo porque sí. Lo dijo porque también reflexionaba sobre la muerte, que nos llega a todos, aunque no la estemos esperando. Es como si se hubiera preguntado: ¿por qué no me morí yo primero, que sí estaba bien enferma? Pregunta sin respuesta pero que deja entrever que hacía tiempo que ella andaba presintiendo la muerte. La esperaba, antes de que le llegara a muchos otros. La veía cercana, por sus dolores permanentes que le andaban por todo su cuerpo y no le permitían disfrutar de sus días y sus noches de manera tranquila y reposada, y sólo encontraba alivio pasajero en lo que para ella era “el dios de la tierra”: el acetaminofén. Dentro de su lógica estaba, como es natural cuando la muerte es natural, que se fueran muriendo primero los enfermos y los viejos antes que los aliviados y los jóvenes.
Hacía tiempo que daba por terminado su ciclo vital, tal vez desde cuando, seis años atrás, hubo que internarla para extraerle el tumor maligno que, muy a pesar suyo, dejó su huella. Huella viva convertida en célula dañina que viajó hasta llegar al pulmón para amañarse allí, incubándose, hasta alcanzar el desarrollo que le posibilitara mandar a sus hermanas gemelas a anidar en otras partes. Rosita empezó a sentirse acorralada y supo, porque lo supo de verdad, lo sabía desde antes, que tal vez este era su año, su último año. Fue cuando, sin que nunca sepamos por qué, se fue Marinita. Se fue primero que ella. Entonces le vino la reflexión, tal vez originada en lo azaroso de una muerte accidental como fue la de Marinita. Una reflexión que le salió a Rosita desde la barriga, que era desde donde ya sabemos que le venían, y se la manifestó a Susana: “Bien enfermos doña Amparo, doña Margarita, la otra Margarita, doña Ofelia, doña Soledad, doña Yo, don Evelio, doña Matilde...para venirse a morir Marinita bien aliviada...” Qué manera tan genuina de nombrarse a sí misma: “doña Yo”.
Pues resulta que, aunque con sospechas bien fundadas pero sin tener certeza de lo que le estaba pasando, “Doña Yo” pronto se uniría a Marinita porque de las células aquellas, las mandadas a recorrer su mundo interno, unas hicieron su nido en el intestino, otras en los pulmones y otras más salieron hacia la columna. Allí establecieron un peaje para no dejar pasar las señales que venían desde el comando central en dirección a los miembros inferiores. Rosita estaba perdida. Aquel ejército de células atacaba por diversos frentes. Ahora querían subir hasta el mando central. Ya que dominaban los movimientos, querían llegar al cerebro para tener también el dominio de los sentidos.
Entonces empezaron a atacarlo, logrando ganar algunas batallas. Era cuando “Doña Yo” deliraba. Un día tuvo una lucha tan fiera en su mando central, que salió muy mal librada. Entonces decidió llamar a su mamá para que acudiera en su ayuda. Era preciso destruir a aquel ejército y sólo había una manera de hacerlo. Entonces, a poco de esto, vino su mamá y también Marinita y trajeron a su hijo y al que fue su esposo y se unieron a todos los que estaban junto a ella, que también querían ayudar, y así fue como se acabó la guerra.
Hacía tiempo que daba por terminado su ciclo vital, tal vez desde cuando, seis años atrás, hubo que internarla para extraerle el tumor maligno que, muy a pesar suyo, dejó su huella. Huella viva convertida en célula dañina que viajó hasta llegar al pulmón para amañarse allí, incubándose, hasta alcanzar el desarrollo que le posibilitara mandar a sus hermanas gemelas a anidar en otras partes. Rosita empezó a sentirse acorralada y supo, porque lo supo de verdad, lo sabía desde antes, que tal vez este era su año, su último año. Fue cuando, sin que nunca sepamos por qué, se fue Marinita. Se fue primero que ella. Entonces le vino la reflexión, tal vez originada en lo azaroso de una muerte accidental como fue la de Marinita. Una reflexión que le salió a Rosita desde la barriga, que era desde donde ya sabemos que le venían, y se la manifestó a Susana: “Bien enfermos doña Amparo, doña Margarita, la otra Margarita, doña Ofelia, doña Soledad, doña Yo, don Evelio, doña Matilde...para venirse a morir Marinita bien aliviada...” Qué manera tan genuina de nombrarse a sí misma: “doña Yo”.
Pues resulta que, aunque con sospechas bien fundadas pero sin tener certeza de lo que le estaba pasando, “Doña Yo” pronto se uniría a Marinita porque de las células aquellas, las mandadas a recorrer su mundo interno, unas hicieron su nido en el intestino, otras en los pulmones y otras más salieron hacia la columna. Allí establecieron un peaje para no dejar pasar las señales que venían desde el comando central en dirección a los miembros inferiores. Rosita estaba perdida. Aquel ejército de células atacaba por diversos frentes. Ahora querían subir hasta el mando central. Ya que dominaban los movimientos, querían llegar al cerebro para tener también el dominio de los sentidos.
Entonces empezaron a atacarlo, logrando ganar algunas batallas. Era cuando “Doña Yo” deliraba. Un día tuvo una lucha tan fiera en su mando central, que salió muy mal librada. Entonces decidió llamar a su mamá para que acudiera en su ayuda. Era preciso destruir a aquel ejército y sólo había una manera de hacerlo. Entonces, a poco de esto, vino su mamá y también Marinita y trajeron a su hijo y al que fue su esposo y se unieron a todos los que estaban junto a ella, que también querían ayudar, y así fue como se acabó la guerra.