Alberto Sierra
Alberto Sierra, es el fundador de Industrias Leo S.A., una empresa líder en partes eléctricas y electrónicas para motocicletas, ubicada en el municipio de Sabaneta. Es el tercero de una familia tradicional antioqueña compuesta por siete hijos. Inició sus estudios secundarios en el Liceo Fernando Vélez, en el Municipio de Bello, en donde cursó hasta el quinto grado de secundaria. En el año 1977, dadas las grandes dificultades económicas por las que atravesaba, Alberto tuvo que suspender sus estudios para ayudar a su padre con la manutención de la familia. Para él, en ese momento, el estudio pasó a un segundo plano pues la prioridad ahora era buscar empleo. Debido a que no disponía de un saber específico que le permitiera presentarse como candidato a ocupar algún empleo, se ofreció como cargador de mercados a las personas que iban a mercar diariamente a la Proveeduría de Fabricato. Fue así como, cargando mercados, se inició en la vida laboral el fundador de Industrias Leo S.A.
En vista de los escasos ingresos que obtenía en este oficio, siguió en una búsqueda que lo llevó a desempeñarse en algunos otros empleos poco estables hasta que decidió emigrar hacia Barrancabermeja, en el año 1978, en búsqueda de un tío que trabajaba con bobinados industriales en esa ciudad. Alberto estaba convencido de que necesitaba, al menos, un saber técnico para desempeñarse en la vida. Y su tío Jairo era la mejor opción. Allí empezó a trabajar como ayudante en mantenimiento de motores, licuadoras, ventiladores y demás aparatos eléctricos, a la vez que iba conociendo los principios básicos de la electricidad. Luego, en su afán de conocer también la parte electrónica, regresó a Medellín a trabajar con otro tío, Ameth Sierra, en la reparación de bobinados y circuitos electrónicos de motocicletas. Fue allí en donde aprendió qué era un diodo, una resistencia, un condensador, un filtro y demás elementos electrónicos de las motocicletas. Más adelante, este aprendizaje le serviría para empezar a reparar los reguladores y sistemas de encendido de estos vehículos. Sin saberlo aún, ese conocimiento técnico lo aprovecharía luego en su propia empresa.
En cierta ocasión, luego de una discrepancia que tuvo con su tío, Alberto decide dejar esta actividad. Pero como su trabajo era ya conocido por algunas personas de la región, empezaron a buscarlo para que les hiciera bobinas y les arreglara los sistemas de encendido de sus motocicletas. Sin embargo, por lealtad a su tío, Alberto rechazó estos trabajos. Cuando su padre se enteró de la razón por la que Alberto se resistía a hacer estas reparaciones, y sabiendo de la difícil situación económica por la que todavía atravesaba la familia, le dijo: “¿O sea que los japoneses no pueden hacer productos para motocicletas porque está su tío? ¿Y los chinos tampoco lo pueden hacer porque está su tío? Lo que ha de ser para el César es del César y lo que ha de ser para usted, es de usted.”
Fue entonces cuando empezó a tentarlo la idea de crear una empresa. Como Alberto llevaba varios días sin recibir salario, su padre le facilitó dos mil seiscientos pesos para comprar algunas libras de alambre de cobre, que es el utilizado para fabricar bobinas, “pero este dinero solamente me alcanzó para unas cuantas rueditas” ―me contó Alberto―. Sin embargo, con esas “madejas” de alambre, empezó a hacer bobinas manualmente. No tenía capital, no tenía conocimiento, pero sí contaba con la poca experiencia recogida del trabajo con sus tíos. Entonces se dedicó a visitar pueblos en búsqueda de núcleos de bobinas que fuera necesario reparar y los traía para Medellín. Aquí, junto con dos de sus hermanos, los limpiaban, les ponían cartoncitos como aislantes, los rebobinaban manualmente y volvía a llevarlos. Después empezó a venderle bobinas al Almacén Clement y Admopel. Así fue como nació la empresa unipersonal Industrias Leo. Como alguna vez lo dijo Alberto: “Industrias Leo nació de una necesidad”. Se le ocurrió este nombre, “Leo”, por el apodo que le tenían debido a la melena que llevaba en su juventud.
Con base en la experiencia que fue adquiriendo, un día se atrevió a reparar los sistemas de encendido, dada la sencillez de los diseños que existían en ese tiempo y, más adelante, quiso empezar a hacer los troqueles para los núcleos de las bobinas. Él quería fabricar estos elementos, pero de alta precisión. Sin embargo, no tenía troqueladora, y menos de estas características. Fue cuando se dio a la búsqueda de algún lugar en donde se los fabricaran, hasta que consiguió quién le hiciera troqueles coaxiales, que eran los que cumplían con las características de calidad que quería. Esto no fue fácil, debido a los escasos recursos con los que contaba la Empresa. Así me lo comentó Alberto un día:
Pasados por lo menos diez años, después de conocer muy bien la técnica de la reparación de los sistemas de encendido, Alberto tuvo la idea hacer una tarjeta electrónica, colocar los elementos, soldarlos, instalar los cables y ponerlos a funcionar: ese fue el comienzo de la fabricación de sus propios sistemas de encendido. A pesar del entusiasmo que tenía con la Empresa, todavía era un empresario inexperto. Él mismo lo reconoce al afirmar que “cuando uno no proyecta y no planifica bien el modelo a seguir, queda desorientado. Esto puede llevar a una empresa a la quiebra”. Eso fue lo que por poco le pasa durante una crisis que vivió la Empresa entre los años 85 al 94, lo cual se sumó a otra crisis de salud que tuvo él por esos años. Cuando se le pregunta por la razón que lo llevó a no cerrar la empresa, a pesar de aquella crisis, Alberto reflexiona así:
Y no hay duda de que él supo cuál era ese camino: su visión estuvo centrada en que, para el 2009, la suya tenía que ser una empresa líder en el mercado nacional en partes eléctricas y electrónicas para motocicletas. Para lograrlo, se dio a la tarea de consultar algunos libros con el propósito de ampliar el conocimiento de la electrónica y relacionar su experiencia con la teoría. Eso era necesario porque ya la electrónica era mucho más compleja. A medida que adquiría más conocimiento, su empresa iba transformándose, se volvía más eficiente. Luego, empezó a hacer innovaciones en los productos y a realizar diseños propios; a soñar, incluso, con la posibilidad de patentar un nuevo producto.
Alberto considera que la “fórmula” para permanecer en el mercado es no quedarse siempre en la inercia, haciendo lo mismo, sino buscar la sinergia con otros para tratar de innovar. Por eso anda buscando en los almacenes, con los proveedores, con los mecánicos, información sobre las necesidades que tiene el mercado para llevarla a la su empresa y diseñar soluciones. Él tiene la plena convicción de que “uno solo en la vida no progresa, uno no es un todo. Uno es un piñón que se engrana en todo el engranaje de la sociedad. Uno triunfa es con la ayuda de los demás”.
No obstante su optimismo, Alberto afirma que “en el proceso de construcción de una empresa, uno se encuentra con empleados muy buenos pero también con otros que no lo son tanto, que son una traba en el camino. Yo he tenido de ambos”, dice. Su criterio con respecto al desplazamiento laboral que pudiera traer consigo la tecnología es que ésta no va en contra sino a favor del ser humano. Por tanto, lo que debe hacerse es utilizarla para buscar oportunidades de mercado, como la creación de empresas procesadoras de productos para extraer derivados, por ejemplo. Cuando se le pregunta acerca de las razones de su éxito, dice:
Yo no soy una persona de éxito. Soy, más bien, una persona de convicciones. Porque el éxito es efímero: ¿cuánto dura el éxito? Uno no sabe: puede ser un día, puede ser una semana, un mes, un año. Entonces más bien se trata de las convicciones de uno mismo y del grupo que lo apoya a uno: los empleados, los proveedores, los distribuidores, los clientes. Esa ayuda, esa confianza, es la que se deposita en la industria y hay que devolverla. Debe ser recíproca. Yo devuelvo la confianza que nos tienen, cuidando la calidad de lo que produzco.
Hay una anécdota ocurrida a Alberto que ratifica lo importante que es tener confianza en el otro, en lo que se hace: en una ocasión, él visitó a un cliente de su empresa en Montería, quien le preguntó:
—Alberto: ¿Usted tiene tal regulador de luz?
—Sí: yo lo tengo —le respondió él.
—¿Cuántos me puede mandar? —preguntó el cliente
—Le mando uno para que ensaye” —le dijo Alberto. Entonces el cliente dijo:
—No. Mándeme dos. ¿Usted no le tiene confianza a sus productos? Si no confía en ellos, mándeme uno; si les tiene confianza, mándeme dos.
Entonces le mandó dos…
Ese es Alberto Sierra. Un hombre que, sin haber pasado por la universidad, tiene harto qué enseñarle en ética y en principios, a los estudiantes universitarios que se están formando como administradores de empresas.
En el tiempo libre Alberto sale a caminar. Le gusta la naturaleza, salir al campo, visitar pueblos los fines de semana. También le gusta jugar billar, aunque lo evita para no tener la tentación de mezclarlo con el licor, como alguna vez lo hizo. Ahora, él está en otra etapa de la vida. Aunque le gusta leer, y su hija le lleva a veces algunos libros, normalmente no lo hace porque no llega temprano a la casa. “Siempre que quiero llegar temprano, llego más tarde”, dice él. “Entonces, muchas veces, me quedo en la empresa esperando a que merme el tráfico para irme más tranquilo…”
En opinión mi opinión, tal vez sea este un pretexto para no dejar temprano lo que él más ha querido en la vida: su empresa.
En una ocasión que visité a doña Cruz en su apartamento, le pregunté por la manera como había llegado Alberto a consolidar su empresa y me confirmó el recorrido relatado anteriormente, pero resumido en la contundencia de estas pocas palabras:
—Después de que se tuvo que salir de estudiar fue que se entabló con el trabajo. Pero, aunque estudio no tuvo, es un hombre muy seguro de sí para hacer las cosas. Tiene mucha inteligencia, porque ve un aparatico de esos y va y lo desbarata para saber cómo se hace. Es que hay personas que, si no saben esto, hacen lo otro y lo otro.
Fue lo que me dijo doña Cruz, mientras se estaba sentada en una silla, en el patio de su casa.
—¿Cómo ha sido Alberto en la relación madre-hijo? —le pregunté a doña Cruz aquel día.
—Como hijo ha sido extraordinario porque dígame: si no hubiera sido por él…”
Y dejó la frase inconclusa, probablemente para no desbordarse en elogios. O para que yo le agregara las palabras con las que las madres suelen catalogar a los hijos destacados. Pero, al cabo, ella concluyó, como para que no quedaran dudas:
—Es un modelo de hijo. “Muy pocos como León”, como dicen por ahí.
—¿León? —pregunté, creyendo que había equivocado el nombre.
—Cuando él nació yo lo puse León. Ese era el nombre que me gustaba para él y así empezamos a llamarlo. Pero como a los seis meses, cuando lo llevamos a bautizar, el cura no se lo quiso poner porque, según él, León era un apellido, no un nombre. Pero como a mí me gustaba era León, así lo seguí llamando.
Esto fue lo que me refirió doña Cruz, al punto que miraba a Alberto como escudriñando su ser interno. Al fondo estaban sus matas, su jardín verde porque “así sean verdes, también es jardín”, había dicho ella: “No ve que aquí no ‘pelechan’ las matas de flores…”
En vista de los escasos ingresos que obtenía en este oficio, siguió en una búsqueda que lo llevó a desempeñarse en algunos otros empleos poco estables hasta que decidió emigrar hacia Barrancabermeja, en el año 1978, en búsqueda de un tío que trabajaba con bobinados industriales en esa ciudad. Alberto estaba convencido de que necesitaba, al menos, un saber técnico para desempeñarse en la vida. Y su tío Jairo era la mejor opción. Allí empezó a trabajar como ayudante en mantenimiento de motores, licuadoras, ventiladores y demás aparatos eléctricos, a la vez que iba conociendo los principios básicos de la electricidad. Luego, en su afán de conocer también la parte electrónica, regresó a Medellín a trabajar con otro tío, Ameth Sierra, en la reparación de bobinados y circuitos electrónicos de motocicletas. Fue allí en donde aprendió qué era un diodo, una resistencia, un condensador, un filtro y demás elementos electrónicos de las motocicletas. Más adelante, este aprendizaje le serviría para empezar a reparar los reguladores y sistemas de encendido de estos vehículos. Sin saberlo aún, ese conocimiento técnico lo aprovecharía luego en su propia empresa.
En cierta ocasión, luego de una discrepancia que tuvo con su tío, Alberto decide dejar esta actividad. Pero como su trabajo era ya conocido por algunas personas de la región, empezaron a buscarlo para que les hiciera bobinas y les arreglara los sistemas de encendido de sus motocicletas. Sin embargo, por lealtad a su tío, Alberto rechazó estos trabajos. Cuando su padre se enteró de la razón por la que Alberto se resistía a hacer estas reparaciones, y sabiendo de la difícil situación económica por la que todavía atravesaba la familia, le dijo: “¿O sea que los japoneses no pueden hacer productos para motocicletas porque está su tío? ¿Y los chinos tampoco lo pueden hacer porque está su tío? Lo que ha de ser para el César es del César y lo que ha de ser para usted, es de usted.”
Fue entonces cuando empezó a tentarlo la idea de crear una empresa. Como Alberto llevaba varios días sin recibir salario, su padre le facilitó dos mil seiscientos pesos para comprar algunas libras de alambre de cobre, que es el utilizado para fabricar bobinas, “pero este dinero solamente me alcanzó para unas cuantas rueditas” ―me contó Alberto―. Sin embargo, con esas “madejas” de alambre, empezó a hacer bobinas manualmente. No tenía capital, no tenía conocimiento, pero sí contaba con la poca experiencia recogida del trabajo con sus tíos. Entonces se dedicó a visitar pueblos en búsqueda de núcleos de bobinas que fuera necesario reparar y los traía para Medellín. Aquí, junto con dos de sus hermanos, los limpiaban, les ponían cartoncitos como aislantes, los rebobinaban manualmente y volvía a llevarlos. Después empezó a venderle bobinas al Almacén Clement y Admopel. Así fue como nació la empresa unipersonal Industrias Leo. Como alguna vez lo dijo Alberto: “Industrias Leo nació de una necesidad”. Se le ocurrió este nombre, “Leo”, por el apodo que le tenían debido a la melena que llevaba en su juventud.
Con base en la experiencia que fue adquiriendo, un día se atrevió a reparar los sistemas de encendido, dada la sencillez de los diseños que existían en ese tiempo y, más adelante, quiso empezar a hacer los troqueles para los núcleos de las bobinas. Él quería fabricar estos elementos, pero de alta precisión. Sin embargo, no tenía troqueladora, y menos de estas características. Fue cuando se dio a la búsqueda de algún lugar en donde se los fabricaran, hasta que consiguió quién le hiciera troqueles coaxiales, que eran los que cumplían con las características de calidad que quería. Esto no fue fácil, debido a los escasos recursos con los que contaba la Empresa. Así me lo comentó Alberto un día:
Nos cobraban a 10 mil pesos por cada golpe que hubiera que darle a la laminilla. Pero, a pesar de los altos costos, no nos desanimamos y empezamos a fabricar las bobinas y a llevarlas a los almacenes.
Pasados por lo menos diez años, después de conocer muy bien la técnica de la reparación de los sistemas de encendido, Alberto tuvo la idea hacer una tarjeta electrónica, colocar los elementos, soldarlos, instalar los cables y ponerlos a funcionar: ese fue el comienzo de la fabricación de sus propios sistemas de encendido. A pesar del entusiasmo que tenía con la Empresa, todavía era un empresario inexperto. Él mismo lo reconoce al afirmar que “cuando uno no proyecta y no planifica bien el modelo a seguir, queda desorientado. Esto puede llevar a una empresa a la quiebra”. Eso fue lo que por poco le pasa durante una crisis que vivió la Empresa entre los años 85 al 94, lo cual se sumó a otra crisis de salud que tuvo él por esos años. Cuando se le pregunta por la razón que lo llevó a no cerrar la empresa, a pesar de aquella crisis, Alberto reflexiona así:
La vida lo puede llevar a uno en pro o en contra de ella. Uno mismo decide cuál de los dos sentidos darle: una alternativa es actuar en contra, dejar la Empresa, sucumbir en el licor, las mujeres y todos esos vicios; otra es tomar la decisión de asumir las responsabilidades que tiene uno. Yo tomé la decisión de seguir por los caminos del conocimiento: yo quería aprender. El trabajo nos enseña que mientras más se aprende, menos se sabe. En la conducción de una empresa, personas como yo tenemos debilidades grandes: primero, porque carecemos de conocimiento y, segundo, porque no tenemos los recursos para invertir. Pero hay que buscar la forma de capacitarse para saber cuál es el camino que hay que seguir.
Y no hay duda de que él supo cuál era ese camino: su visión estuvo centrada en que, para el 2009, la suya tenía que ser una empresa líder en el mercado nacional en partes eléctricas y electrónicas para motocicletas. Para lograrlo, se dio a la tarea de consultar algunos libros con el propósito de ampliar el conocimiento de la electrónica y relacionar su experiencia con la teoría. Eso era necesario porque ya la electrónica era mucho más compleja. A medida que adquiría más conocimiento, su empresa iba transformándose, se volvía más eficiente. Luego, empezó a hacer innovaciones en los productos y a realizar diseños propios; a soñar, incluso, con la posibilidad de patentar un nuevo producto.
Alberto considera que la “fórmula” para permanecer en el mercado es no quedarse siempre en la inercia, haciendo lo mismo, sino buscar la sinergia con otros para tratar de innovar. Por eso anda buscando en los almacenes, con los proveedores, con los mecánicos, información sobre las necesidades que tiene el mercado para llevarla a la su empresa y diseñar soluciones. Él tiene la plena convicción de que “uno solo en la vida no progresa, uno no es un todo. Uno es un piñón que se engrana en todo el engranaje de la sociedad. Uno triunfa es con la ayuda de los demás”.
No obstante su optimismo, Alberto afirma que “en el proceso de construcción de una empresa, uno se encuentra con empleados muy buenos pero también con otros que no lo son tanto, que son una traba en el camino. Yo he tenido de ambos”, dice. Su criterio con respecto al desplazamiento laboral que pudiera traer consigo la tecnología es que ésta no va en contra sino a favor del ser humano. Por tanto, lo que debe hacerse es utilizarla para buscar oportunidades de mercado, como la creación de empresas procesadoras de productos para extraer derivados, por ejemplo. Cuando se le pregunta acerca de las razones de su éxito, dice:
Yo no soy una persona de éxito. Soy, más bien, una persona de convicciones. Porque el éxito es efímero: ¿cuánto dura el éxito? Uno no sabe: puede ser un día, puede ser una semana, un mes, un año. Entonces más bien se trata de las convicciones de uno mismo y del grupo que lo apoya a uno: los empleados, los proveedores, los distribuidores, los clientes. Esa ayuda, esa confianza, es la que se deposita en la industria y hay que devolverla. Debe ser recíproca. Yo devuelvo la confianza que nos tienen, cuidando la calidad de lo que produzco.
Hay una anécdota ocurrida a Alberto que ratifica lo importante que es tener confianza en el otro, en lo que se hace: en una ocasión, él visitó a un cliente de su empresa en Montería, quien le preguntó:
—Alberto: ¿Usted tiene tal regulador de luz?
—Sí: yo lo tengo —le respondió él.
—¿Cuántos me puede mandar? —preguntó el cliente
—Le mando uno para que ensaye” —le dijo Alberto. Entonces el cliente dijo:
—No. Mándeme dos. ¿Usted no le tiene confianza a sus productos? Si no confía en ellos, mándeme uno; si les tiene confianza, mándeme dos.
Entonces le mandó dos…
Ese es Alberto Sierra. Un hombre que, sin haber pasado por la universidad, tiene harto qué enseñarle en ética y en principios, a los estudiantes universitarios que se están formando como administradores de empresas.
En el tiempo libre Alberto sale a caminar. Le gusta la naturaleza, salir al campo, visitar pueblos los fines de semana. También le gusta jugar billar, aunque lo evita para no tener la tentación de mezclarlo con el licor, como alguna vez lo hizo. Ahora, él está en otra etapa de la vida. Aunque le gusta leer, y su hija le lleva a veces algunos libros, normalmente no lo hace porque no llega temprano a la casa. “Siempre que quiero llegar temprano, llego más tarde”, dice él. “Entonces, muchas veces, me quedo en la empresa esperando a que merme el tráfico para irme más tranquilo…”
En opinión mi opinión, tal vez sea este un pretexto para no dejar temprano lo que él más ha querido en la vida: su empresa.
En una ocasión que visité a doña Cruz en su apartamento, le pregunté por la manera como había llegado Alberto a consolidar su empresa y me confirmó el recorrido relatado anteriormente, pero resumido en la contundencia de estas pocas palabras:
—Después de que se tuvo que salir de estudiar fue que se entabló con el trabajo. Pero, aunque estudio no tuvo, es un hombre muy seguro de sí para hacer las cosas. Tiene mucha inteligencia, porque ve un aparatico de esos y va y lo desbarata para saber cómo se hace. Es que hay personas que, si no saben esto, hacen lo otro y lo otro.
Fue lo que me dijo doña Cruz, mientras se estaba sentada en una silla, en el patio de su casa.
—¿Cómo ha sido Alberto en la relación madre-hijo? —le pregunté a doña Cruz aquel día.
—Como hijo ha sido extraordinario porque dígame: si no hubiera sido por él…”
Y dejó la frase inconclusa, probablemente para no desbordarse en elogios. O para que yo le agregara las palabras con las que las madres suelen catalogar a los hijos destacados. Pero, al cabo, ella concluyó, como para que no quedaran dudas:
—Es un modelo de hijo. “Muy pocos como León”, como dicen por ahí.
—¿León? —pregunté, creyendo que había equivocado el nombre.
—Cuando él nació yo lo puse León. Ese era el nombre que me gustaba para él y así empezamos a llamarlo. Pero como a los seis meses, cuando lo llevamos a bautizar, el cura no se lo quiso poner porque, según él, León era un apellido, no un nombre. Pero como a mí me gustaba era León, así lo seguí llamando.
Esto fue lo que me refirió doña Cruz, al punto que miraba a Alberto como escudriñando su ser interno. Al fondo estaban sus matas, su jardín verde porque “así sean verdes, también es jardín”, había dicho ella: “No ve que aquí no ‘pelechan’ las matas de flores…”