Lía Baena Padilla
Lía es una vieja amiga y creo que también la amiga más vieja que tengo. No sé cuántos años haya vivido ella por encima de los ochenta, pero eso es lo que menos importa porque cuando pasan muchos años por la vida, como que va uno renaciendo. Es como si el útero fuera la vida misma que lo pare a uno de nuevo, y entonces volvemos a ser niños, así sea por poco tiempo. El problema es que, normalmente y contrario al niño a quien todos lo atienden, cuando llega uno a viejo empieza a estorbar. Eso también pensaba el papá de Lía. Según cuenta ella, en una ocasión su papá, siendo joven, se fue a pescar con dinamita al río Medellín ―porque, en esos tiempos, el río olía mejor que ahora y los peces se amañaban en él―. Pero se le explotó la carga antes de tiempo. Quizá fue la mejor oportunidad que tuvo él para cambiarse su propio e incómodo nombre, Deogracias Baena, pues su irreverencia nunca mostraría en él a un hombre sumiso ni devoto ni con tendencia a querer ganarse la estimación de alguien. Así que, desde ese momento, el viejo adoptó el nombre de Mocho Baena.
Quizá el Mocho Baena, luego de este accidente, pensó que sería un hombre “duro de morir”, y entonces, llegando a viejo, se consiguió un revólver para pegarse un tiro cuando estuviera estorbando mucho. Pero un día le robaron el revólver y el viejo se tuvo que resignar con su vejez, hasta cuando le llegó la muerte de manera natural.
Pero no quiero salirme del propósito de este escrito: iba a contar que Lía, mi amiga vieja y mi vieja amiga, hija de una costeña católica y de un antioqueño anticlerical, se graduó en la Universidad de Antioquia como abogada y fue designada jueza en el municipio de Segovia. Como jueza falló muchos procesos condenatorios porque la ley se lo exigía, más no porque su ser se lo dijera. Entonces, cuando fallaba en contra del acusado, fallaba también en contra de sí misma. Por eso, en mi parecer, se equivocó de profesión: o sea que aquí también falló.
Lía ha tenido dos crisis de locura: la primera fue, quizá, debido al equívoco de profesión que pudo tener, pues ocurrió luego de un desequilibrio existencial producto de la ambivalencia entre la atención al arrume de expedientes o la atención a su vida, con todo lo que la existencia implica. Fue por esos días cuando tuvo que condenar a una mujer de escasos recursos, porque se robó una máquina de coser para ganar algo con qué vivir. La misma Lía se lo afirmó a sus hijos, después de esta lamentable condena: “Ya sé qué es lo que tengo” ―les dijo―: “estoy loca”.
Sin embargo, y afortunadamente para ella, la vida le dio la oportunidad de resarcir para sí, el daño que ella misma se causó al imponer aquella condena: en cierta ocasión, llegó a su despacho el caso de un joven acusado de un robo de libros. Resulta que el muchacho se las había ingeniado para entrar de noche, por un hueco que él mismo hizo en el techo, a la biblioteca del pueblo en donde Lía trabajaba como jueza. Por las investigaciones se supo que se trataba de un joven de muy escasos recursos que, por su condición y el ardiente deseo que tenía de estudiar derecho, consideró que la mejor alternativa era estudiar de manera autodidacta hasta alcanzar un nivel que le facilitara entrar a la Universidad de Antioquia, que era en donde quería estudiar y, estando allí, “pasar casi volando” los diversos cursos de la carrera.
Viendo Lía que ésta era la oportunidad de su vida (quiero decir de la de ella y la del joven estudiante), buscó y buscó hasta encontrar los suficientes argumentos para indultarlo… y lo consiguió. Así fue como, el muchacho, que años después iría a ser el acalde de aquella población, fue absuelto.
La segunda crisis de locura le ocurrió a Lía muchos años después de sus condenas; es decir, de las de condenas de ella y las de sus condenados. Sucedió que, al final de su ciclo laboral, Lía se enloqueció otra vez: se volvió loca por escribir un libro. Entonces cerró los libros de leyes, todos, y abrió los libros de literatura. Su maestro en estas artes, Mario Escobar Velásquez, después de llevarla hasta la concreción de algunos cuentos, le dijo: “es necesario dirigir sus escritos a la producción de una novela”. Lía bregó por mucho tiempo con ello hasta que tomó una decisión: “Al diablo con la novela: voy a escribir mi vida”. Ella todavía necesitaba de alguien que la guiara, aún no podía soltarse de su maestro, necesitaba de un tutor. Pero, al poco tiempo de eso, murió su maestro y ella quedó como aturdida. Entonces vino a mí, con cierto desconsuelo y me dijo: “Ayúdeme”.
Yo no tenía mucha experiencia que digamos en la edición de textos, pero eché mano de las herramientas que encontré, recogí sus escritos, que estaban diseminados por todas partes, corregí lo necesario, cambié expresiones, eliminé lo que no servía para el propósito, hasta que le dimos cuerpo al trabajo.
Aunque Lía me había autorizado para que yo tomara decisiones con la edición del libro, me costó que aceptara cambiar algunos nombres de personas que eran reales, por nombres de personajes ficticios, para que no fuera muy evidente alguna alusión que se estuviera haciendo a hechos de los que pudiera resentirse el susodicho. Finalmente, decidimos no hacer explícito algún hecho que pudiera menoscabar la estima de alguien y, en donde fuera preciso, cambiar el nombre. Con base en esta decisión tomada, volví a revisar y a editar los textos y, cuando consideré que estaba listo, sin que ella lo supiera, imprimí artesanalmente un ejemplar y la invité a mi casa para que fuéramos al lanzamiento de un libro. No le di más detalles. Cuando llegó, la invité a sentarse en un mueble de la sala. Ella, inquieta por la invitación, me preguntó
― ¿Cuál es el libro del que se va a hacer el lanzamiento?
Entonces yo, sentado en otro mueble frente al que ella estaba, tomé el libro y se lo lancé.
Podría decirse que, en sus textos, Lía muestra su yo. No porque trate de quitarse velos (de eso ella no tiene) sino, más bien, porque hace letra lo que es sabido (y lo que no) por muchos de los que la conocemos. Siendo, como ya dije, hija de una costeña católica y un antioqueño anticlerical, Lía deja ver en sus textos una bella mezcla de estas dos filosofías. Tuvo una infancia feliz, una adolescencia tranquila y una adultez con las suficientes calenturas como para no vivir de remordimientos en ésta, su edad actual.
Su libro, Mi Cosecha, no está lleno de grandes producciones literarias. Está repleto, eso sí, de textos sinceros que reflejan la transparencia de una mujer que a sus más de ochenta años de edad deja ver, en sus escritos, la rectitud de ánimo que la acompaña, la humildad en su proceder, su candor. Lía cuenta lo que recuerda, que es casi toda su vida. Habla de su infancia, sus razones para vivir, sus amores, tenidos unos y añorados otros. De sus luchas y las luchas de su madre. De la decisión de su padre de no transigir en lo que él consideraba principios de vida. De las virtudes y las bajezas de los seres humanos que ha tenido oportunidad de conocer.
Así es que, al que no gusta de la sencillez no debe leer los textos de Lía, porque lo único que va a encontrar allí son cosas simples de la vida. Tanto como, por ejemplo, la razón por la que una niña, sin saber siquiera lo que es la guerra, pudo llegar a desear, tanto o más que el mismo Churchill o Stalin, la muerte de Hitler. O la expresión de asombro de quien, no teniendo todavía la capacidad de comprender la magnitud de los sentimientos humanos, llega a tener en frente a una pareja de homosexuales. O la sinrazón por la que los católicos pueden llegar a ser considerados antropófagos. O porqué una anciana desee ardientemente, en los últimos momentos de su vida, tener a un hombre encima.
Alguna vez su maestro, Mario Escobar Velásquez, le sugirió que para perfeccionar la escritura tenía que dejar el tiple. Lía no atendió esta insinuación. Ella prefirió escribir medianamente con tal de seguir también medio pulsando el instrumento. Así es ella. Yo creo que cuando alguien dijo que “de músico, poeta y loco todos tenemos un poco”, acababa de conocer a Lía.
Quizá el Mocho Baena, luego de este accidente, pensó que sería un hombre “duro de morir”, y entonces, llegando a viejo, se consiguió un revólver para pegarse un tiro cuando estuviera estorbando mucho. Pero un día le robaron el revólver y el viejo se tuvo que resignar con su vejez, hasta cuando le llegó la muerte de manera natural.
Pero no quiero salirme del propósito de este escrito: iba a contar que Lía, mi amiga vieja y mi vieja amiga, hija de una costeña católica y de un antioqueño anticlerical, se graduó en la Universidad de Antioquia como abogada y fue designada jueza en el municipio de Segovia. Como jueza falló muchos procesos condenatorios porque la ley se lo exigía, más no porque su ser se lo dijera. Entonces, cuando fallaba en contra del acusado, fallaba también en contra de sí misma. Por eso, en mi parecer, se equivocó de profesión: o sea que aquí también falló.
Lía ha tenido dos crisis de locura: la primera fue, quizá, debido al equívoco de profesión que pudo tener, pues ocurrió luego de un desequilibrio existencial producto de la ambivalencia entre la atención al arrume de expedientes o la atención a su vida, con todo lo que la existencia implica. Fue por esos días cuando tuvo que condenar a una mujer de escasos recursos, porque se robó una máquina de coser para ganar algo con qué vivir. La misma Lía se lo afirmó a sus hijos, después de esta lamentable condena: “Ya sé qué es lo que tengo” ―les dijo―: “estoy loca”.
Sin embargo, y afortunadamente para ella, la vida le dio la oportunidad de resarcir para sí, el daño que ella misma se causó al imponer aquella condena: en cierta ocasión, llegó a su despacho el caso de un joven acusado de un robo de libros. Resulta que el muchacho se las había ingeniado para entrar de noche, por un hueco que él mismo hizo en el techo, a la biblioteca del pueblo en donde Lía trabajaba como jueza. Por las investigaciones se supo que se trataba de un joven de muy escasos recursos que, por su condición y el ardiente deseo que tenía de estudiar derecho, consideró que la mejor alternativa era estudiar de manera autodidacta hasta alcanzar un nivel que le facilitara entrar a la Universidad de Antioquia, que era en donde quería estudiar y, estando allí, “pasar casi volando” los diversos cursos de la carrera.
Viendo Lía que ésta era la oportunidad de su vida (quiero decir de la de ella y la del joven estudiante), buscó y buscó hasta encontrar los suficientes argumentos para indultarlo… y lo consiguió. Así fue como, el muchacho, que años después iría a ser el acalde de aquella población, fue absuelto.
La segunda crisis de locura le ocurrió a Lía muchos años después de sus condenas; es decir, de las de condenas de ella y las de sus condenados. Sucedió que, al final de su ciclo laboral, Lía se enloqueció otra vez: se volvió loca por escribir un libro. Entonces cerró los libros de leyes, todos, y abrió los libros de literatura. Su maestro en estas artes, Mario Escobar Velásquez, después de llevarla hasta la concreción de algunos cuentos, le dijo: “es necesario dirigir sus escritos a la producción de una novela”. Lía bregó por mucho tiempo con ello hasta que tomó una decisión: “Al diablo con la novela: voy a escribir mi vida”. Ella todavía necesitaba de alguien que la guiara, aún no podía soltarse de su maestro, necesitaba de un tutor. Pero, al poco tiempo de eso, murió su maestro y ella quedó como aturdida. Entonces vino a mí, con cierto desconsuelo y me dijo: “Ayúdeme”.
Yo no tenía mucha experiencia que digamos en la edición de textos, pero eché mano de las herramientas que encontré, recogí sus escritos, que estaban diseminados por todas partes, corregí lo necesario, cambié expresiones, eliminé lo que no servía para el propósito, hasta que le dimos cuerpo al trabajo.
Aunque Lía me había autorizado para que yo tomara decisiones con la edición del libro, me costó que aceptara cambiar algunos nombres de personas que eran reales, por nombres de personajes ficticios, para que no fuera muy evidente alguna alusión que se estuviera haciendo a hechos de los que pudiera resentirse el susodicho. Finalmente, decidimos no hacer explícito algún hecho que pudiera menoscabar la estima de alguien y, en donde fuera preciso, cambiar el nombre. Con base en esta decisión tomada, volví a revisar y a editar los textos y, cuando consideré que estaba listo, sin que ella lo supiera, imprimí artesanalmente un ejemplar y la invité a mi casa para que fuéramos al lanzamiento de un libro. No le di más detalles. Cuando llegó, la invité a sentarse en un mueble de la sala. Ella, inquieta por la invitación, me preguntó
― ¿Cuál es el libro del que se va a hacer el lanzamiento?
Entonces yo, sentado en otro mueble frente al que ella estaba, tomé el libro y se lo lancé.
Podría decirse que, en sus textos, Lía muestra su yo. No porque trate de quitarse velos (de eso ella no tiene) sino, más bien, porque hace letra lo que es sabido (y lo que no) por muchos de los que la conocemos. Siendo, como ya dije, hija de una costeña católica y un antioqueño anticlerical, Lía deja ver en sus textos una bella mezcla de estas dos filosofías. Tuvo una infancia feliz, una adolescencia tranquila y una adultez con las suficientes calenturas como para no vivir de remordimientos en ésta, su edad actual.
Su libro, Mi Cosecha, no está lleno de grandes producciones literarias. Está repleto, eso sí, de textos sinceros que reflejan la transparencia de una mujer que a sus más de ochenta años de edad deja ver, en sus escritos, la rectitud de ánimo que la acompaña, la humildad en su proceder, su candor. Lía cuenta lo que recuerda, que es casi toda su vida. Habla de su infancia, sus razones para vivir, sus amores, tenidos unos y añorados otros. De sus luchas y las luchas de su madre. De la decisión de su padre de no transigir en lo que él consideraba principios de vida. De las virtudes y las bajezas de los seres humanos que ha tenido oportunidad de conocer.
Así es que, al que no gusta de la sencillez no debe leer los textos de Lía, porque lo único que va a encontrar allí son cosas simples de la vida. Tanto como, por ejemplo, la razón por la que una niña, sin saber siquiera lo que es la guerra, pudo llegar a desear, tanto o más que el mismo Churchill o Stalin, la muerte de Hitler. O la expresión de asombro de quien, no teniendo todavía la capacidad de comprender la magnitud de los sentimientos humanos, llega a tener en frente a una pareja de homosexuales. O la sinrazón por la que los católicos pueden llegar a ser considerados antropófagos. O porqué una anciana desee ardientemente, en los últimos momentos de su vida, tener a un hombre encima.
Alguna vez su maestro, Mario Escobar Velásquez, le sugirió que para perfeccionar la escritura tenía que dejar el tiple. Lía no atendió esta insinuación. Ella prefirió escribir medianamente con tal de seguir también medio pulsando el instrumento. Así es ella. Yo creo que cuando alguien dijo que “de músico, poeta y loco todos tenemos un poco”, acababa de conocer a Lía.