Ilustración: Miguel Torres
El escritor: agente de transmisión
Capítulo 12
Capítulo 12
Todas las artes bellas narran, de una manera o de otra. Pintura, talla, escultura, música, drama, cuento, novela, quieren contar cosas. Su esencia es hacerlo. Las pinturas del hombre primitivo cuentan de sus cacerías. La serie de cuadros sobre la familia real, de Goya, cuenta quiénes eran ese rey cornudo, esa reina fea y erotómana y ese par venue de Godoy.
La Piedad, de Miguel Ángel, también cuenta. Y la Quinta sinfonía de Beethoven me dice, y yo le entiendo, de un tránsito de una vida a otra.
Todas cuentan, pero las letras lo hacen con mayor propiedad. Pintura y escultura son un momento, sin antes ni después. La música anda, pero no es suficientemente adecuada para los matices. Pero en las letras cabe el hombre entero, con todas las cosas suyas contradictorias: coraje infinito, y ridiculez, ternura, ira, derrota, fracaso, triunfo, defraudaciones que dio y recibió.
Y es por eso la más difícil, la literatura. Una obra literaria completamente lograda es rara, porque en ella deberían confluir demasiados elementos, y ser autónomos (Escobar Velásquez, 2001: 68).
Sin duda, entre las principales fuentes de las que puede echar mano el escritor para la producción de textos literarios están los hechos cotidianos. El escritor, bien porque haya sido testigo del hecho o porque haya sabido de él por oídas, lo toma, lo describe y lo decora con figuras literarias, construyendo de esta manera un texto dirigido a propiciar placer al futuro lector. Pero cuando el escritor va más allá y se interesa no sólo por la cotidianidad a partir de la cual elaborará su escrito sino también por el significado del mismo, por sus causas y consecuencias, por la trascendencia del hecho con todo y los objetos y personajes que hacen parte de él, se convierte en agente de transmisión. Ha empezado a transformar, a convertir un hecho trivial y cotidiano en asunto de conocimiento. Es decir, como dice Régis Debrays (1997): “transmitimos para que lo que vivimos, creemos y pensamos no muera con nosotros” (p. 18).
Así es como, en la medida en que el escritor sea consciente del papel que juega el texto literario como transmisor de cultura, y que por consiguiente ponga en él toda su sapiencia para dejar allí una memoria escrita, podría llegar a tener mayor trascendencia su obra. Es decir que, si bien cada descubrimiento que hacemos, cada fenómeno que se nos presenta, cada guerra, en fin, cualquier aspecto de la cultura puede ser transmitido de manera involuntaria por ciertos procesos sociales, si nos ocupamos conscientemente de ello tal vez las generaciones venideras puedan sacarle a todo esto un mayor provecho. Este fenómeno de transmisión no es otra cosa que el registro de hechos, vivencias, actitudes del ser humano, como memoria escrita de una cultura o momento histórico determinado. En este sentido, el libro es un soporte de la memoria y propiciador de investigación, dada también la multiplicidad de variantes que puede llegar a tener. Estas variantes dan cuenta del carácter hipertextual de la literatura. Son como balizas que están ahí para que el lector descubra todo aquello que está implícito en el texto. Se trata entonces de apartarse de la linealidad que se supone ha caracterizado a la literatura para abrirse paso por distintos caminos en la búsqueda de otros asuntos que lleguen a enriquecer la obra. Es una búsqueda que no tiene un comienzo claramente trazado, sino que puede emprenderse desde cualquier lugar en donde el lector desee abrirse paso.
El escritor se convierte en agente de transmisión en tanto que habla de un mundo que, de otra manera, sería muy difícil que llegara a ser conocido por parte de las generaciones futuras. Es por eso que hoy podemos imaginarnos, con alto grado de certeza, aquellos tipos de vida de muchos de nuestros antepasados. En palabras de Raul Ricoeurt (1988), se trata de un imaginario literario “en el sentido de que se hace presente por lo escrito en el mismo lugar en donde el mundo era presentado por la palabra; pero este imaginario es en sí mismo una creación de la literatura” (p. 90).
Voy a atreverme a exponer un cuento corto, un cuento escrito a partir de un suceso que presencié cerca de una de las estaciones del Metro de Medellín, que puede ilustrar de qué manera un hecho cotidiano puede ser el disparador de un texto literario mediante el cual se llegue a configurar un sujeto en un momento histórico determinado. Un texto que, a su vez, pudiera ser un hecho de transmisión. El cuento dice así:
Solidaridad indígena
Puede ser que al final de la lectura del cuento, cuando se aclara que ha sido un muñeco y no un niño el que ha sufrido la caída, quede solamente un sabor dulzón. La sensación de que el amargor de la primera parte pudo pasarse al fin. Esta es una alternativa de lectura. Pero queda también la otra: la alternativa de lectura que va más allá; la del tipo de lector que se adentra, que no sólo lee lo que está escrito.
El paso del tren metropolitano por el lugar es una señal clara de que los hechos no sucedieron en el campo ni mucho menos en un resguardo indígena. Es aquí en donde, después de mucho tiempo, el lector de la época podría preguntarse: ¿Qué hacía una familia indígena en el centro de la ciudad?, ¿por qué este desplazamiento?, ¿cuál es el momento histórico?, ¿cuál es la dimensión del conflicto?, ¿en dónde podrían encontrarse otras fuentes que aclaren estos interrogantes?
Respecto a la transmisión de la cultura, Richard Feynman (1966) dice que “…un hombre no puede vivir más allá de la tumba. Cada generación debe transmitir los descubrimientos que logra a partir de su experiencia” (p.11). Y, por otro lado, en el artículo Avatares de la literatura, el escritor Mario Escobar Velásquez (2002) habla del papel que ha jugado la literatura, en este proceso de transmisión, como fiel guardadora de épocas:
Sin embargo, a pesar de haber expresado tan claramente su pensamiento acerca del papel transmisor de culturas, más adelante se lamenta de no haberlo dicho tal como lo dijo, un día cualquiera, alguien que quiso hacerle un elogio. Así lo cuenta el escritor:
Si el escritor logra dejar una huella, es bueno. Pero si logra proyectar al lector hacia otras búsquedas, es grandioso. Es así como, posiblemente, lo que estamos viviendo no morirá con nosotros: porque queda la huella, la memoria escrita. Es de esta memoria de la que nos habla Escobar Velásquez, para el caso de la Ilíada y la Odisea. Es la misma memoria que ha quedado en el Poema del Cid del cual poco importa, desde el punto de vista literario, si fue escrito a partir de un hecho real o ficticio. Al fin y al cabo, entre las libertades del escritor está la de decir una verdad utilizando una ficción. Lo cierto es que, si todavía hoy puede leerse un texto como éste, es porque el autor ha sabido dejar una huella indeleble. Por el Poema del Cid puede saberse mucho acerca de la cultura de hace más de ochocientos años. Puede saberse, por ejemplo, del tipo de vida guerrera que se llevaba, de la explotación de la que eran víctimas los habitantes de la época, de la valentía con la que se enfrentaba la humillación y, lo más especial, del incompleto proceso de formación de las palabras, a pesar del cual todavía hoy podemos leer un poema de aquella época.
Porque, cuando se desea escribir, no hace falta palabras completas: basta con que haya algunas, que las otras irán saliendo. Gracias a estas palabras, aunque en formación, podemos saber hoy que el fenómeno de violencia que vivimos no es nuevo. Esto es posible porque el texto ha sobrevivido a todo. Y, éste, ha perdurado porque fue escrito, necesariamente, en el placer. Porque solamente un texto escrito con placer puede aspirar a mantenerse incólume por tanto tiempo.
Dice Roland Barthes (1977) que el texto de placer no es obligadamente aquel que cuenta placeres, ni el texto de goce es aquel que cuenta goces. Y no es precisamente un goce lo que se cuenta en el Cantar de Mío Cid. El fenómeno de desplazamiento por el que pasamos en Colombia es el mismo que se canta en este poema:
De los hombres guerreros de aquella época, ya nada queda. Pero de las letras por ellos escritas, todo está. Como dice Escobar en el artículo citado: “la literatura, más duradera que los hombres” (s.p.)
La Piedad, de Miguel Ángel, también cuenta. Y la Quinta sinfonía de Beethoven me dice, y yo le entiendo, de un tránsito de una vida a otra.
Todas cuentan, pero las letras lo hacen con mayor propiedad. Pintura y escultura son un momento, sin antes ni después. La música anda, pero no es suficientemente adecuada para los matices. Pero en las letras cabe el hombre entero, con todas las cosas suyas contradictorias: coraje infinito, y ridiculez, ternura, ira, derrota, fracaso, triunfo, defraudaciones que dio y recibió.
Y es por eso la más difícil, la literatura. Una obra literaria completamente lograda es rara, porque en ella deberían confluir demasiados elementos, y ser autónomos (Escobar Velásquez, 2001: 68).
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Sin duda, entre las principales fuentes de las que puede echar mano el escritor para la producción de textos literarios están los hechos cotidianos. El escritor, bien porque haya sido testigo del hecho o porque haya sabido de él por oídas, lo toma, lo describe y lo decora con figuras literarias, construyendo de esta manera un texto dirigido a propiciar placer al futuro lector. Pero cuando el escritor va más allá y se interesa no sólo por la cotidianidad a partir de la cual elaborará su escrito sino también por el significado del mismo, por sus causas y consecuencias, por la trascendencia del hecho con todo y los objetos y personajes que hacen parte de él, se convierte en agente de transmisión. Ha empezado a transformar, a convertir un hecho trivial y cotidiano en asunto de conocimiento. Es decir, como dice Régis Debrays (1997): “transmitimos para que lo que vivimos, creemos y pensamos no muera con nosotros” (p. 18).
Así es como, en la medida en que el escritor sea consciente del papel que juega el texto literario como transmisor de cultura, y que por consiguiente ponga en él toda su sapiencia para dejar allí una memoria escrita, podría llegar a tener mayor trascendencia su obra. Es decir que, si bien cada descubrimiento que hacemos, cada fenómeno que se nos presenta, cada guerra, en fin, cualquier aspecto de la cultura puede ser transmitido de manera involuntaria por ciertos procesos sociales, si nos ocupamos conscientemente de ello tal vez las generaciones venideras puedan sacarle a todo esto un mayor provecho. Este fenómeno de transmisión no es otra cosa que el registro de hechos, vivencias, actitudes del ser humano, como memoria escrita de una cultura o momento histórico determinado. En este sentido, el libro es un soporte de la memoria y propiciador de investigación, dada también la multiplicidad de variantes que puede llegar a tener. Estas variantes dan cuenta del carácter hipertextual de la literatura. Son como balizas que están ahí para que el lector descubra todo aquello que está implícito en el texto. Se trata entonces de apartarse de la linealidad que se supone ha caracterizado a la literatura para abrirse paso por distintos caminos en la búsqueda de otros asuntos que lleguen a enriquecer la obra. Es una búsqueda que no tiene un comienzo claramente trazado, sino que puede emprenderse desde cualquier lugar en donde el lector desee abrirse paso.
El escritor se convierte en agente de transmisión en tanto que habla de un mundo que, de otra manera, sería muy difícil que llegara a ser conocido por parte de las generaciones futuras. Es por eso que hoy podemos imaginarnos, con alto grado de certeza, aquellos tipos de vida de muchos de nuestros antepasados. En palabras de Raul Ricoeurt (1988), se trata de un imaginario literario “en el sentido de que se hace presente por lo escrito en el mismo lugar en donde el mundo era presentado por la palabra; pero este imaginario es en sí mismo una creación de la literatura” (p. 90).
Voy a atreverme a exponer un cuento corto, un cuento escrito a partir de un suceso que presencié cerca de una de las estaciones del Metro de Medellín, que puede ilustrar de qué manera un hecho cotidiano puede ser el disparador de un texto literario mediante el cual se llegue a configurar un sujeto en un momento histórico determinado. Un texto que, a su vez, pudiera ser un hecho de transmisión. El cuento dice así:
Solidaridad indígena
Cuando la indígena trataba de acomodar a su hijito sobre la espalda sucedió que, de súbito, el pequeño quedó con la cadera por sobre los trapos que le servían de sostén, de tal suerte que se dobló involuntariamente por las rodillas. Su madre trató de sostenerlo, echando los brazos hacia atrás. Abría y cerraba las manos en un apresurado empeño por asirlo por alguna de las partes de su endeble cuerpecito. Pero fue inútil: el pequeño cayó al piso sin que la madre pudiera detener la caída. El ruido de la cabeza contra la acera fue ahogado por el del tren metropolitano que pasaba alto, por sobre el viaducto.
Vino entonces la hermana de la madre para ayudar a la desventurada. Le recibió al pequeño, que ya lo tenía en brazos, y empezó a acomodarlo en la espalda de la madre. Luego, habiendo terminado de apretar bien los trapos, tomó de la mano a su hermana y caminaron las dos, alejándose de mí. En ese momento pude ver bien el bultico que formaba el muñeco, con cuerpo de trapo y cabeza plástica, amarrado contra la espalda de la niña.
Puede ser que al final de la lectura del cuento, cuando se aclara que ha sido un muñeco y no un niño el que ha sufrido la caída, quede solamente un sabor dulzón. La sensación de que el amargor de la primera parte pudo pasarse al fin. Esta es una alternativa de lectura. Pero queda también la otra: la alternativa de lectura que va más allá; la del tipo de lector que se adentra, que no sólo lee lo que está escrito.
El paso del tren metropolitano por el lugar es una señal clara de que los hechos no sucedieron en el campo ni mucho menos en un resguardo indígena. Es aquí en donde, después de mucho tiempo, el lector de la época podría preguntarse: ¿Qué hacía una familia indígena en el centro de la ciudad?, ¿por qué este desplazamiento?, ¿cuál es el momento histórico?, ¿cuál es la dimensión del conflicto?, ¿en dónde podrían encontrarse otras fuentes que aclaren estos interrogantes?
Respecto a la transmisión de la cultura, Richard Feynman (1966) dice que “…un hombre no puede vivir más allá de la tumba. Cada generación debe transmitir los descubrimientos que logra a partir de su experiencia” (p.11). Y, por otro lado, en el artículo Avatares de la literatura, el escritor Mario Escobar Velásquez (2002) habla del papel que ha jugado la literatura, en este proceso de transmisión, como fiel guardadora de épocas:
Podemos decir que quien se adentra en las páginas de la Ilíada y de la Odisea, si es que sabe leer como se debe, cambia de época y se adentra en otra que sucedió hace tres mil años. Otra, intacta en la literatura, permanecida en ella: es de maravilla. (s.p.).
Sin embargo, a pesar de haber expresado tan claramente su pensamiento acerca del papel transmisor de culturas, más adelante se lamenta de no haberlo dicho tal como lo dijo, un día cualquiera, alguien que quiso hacerle un elogio. Así lo cuenta el escritor:
Es alto, rojo de piel, y solemne como un buey. Se me acercó a la mesa en donde estoy, y me dijo: ‘Los escritores son gente sagrada. Transmiten de una humanidad a otra’. ¡Caray!, toda una frase. Desgraciado, pensé, ¿de dónde la sacaría? (s.p.).
Si el escritor logra dejar una huella, es bueno. Pero si logra proyectar al lector hacia otras búsquedas, es grandioso. Es así como, posiblemente, lo que estamos viviendo no morirá con nosotros: porque queda la huella, la memoria escrita. Es de esta memoria de la que nos habla Escobar Velásquez, para el caso de la Ilíada y la Odisea. Es la misma memoria que ha quedado en el Poema del Cid del cual poco importa, desde el punto de vista literario, si fue escrito a partir de un hecho real o ficticio. Al fin y al cabo, entre las libertades del escritor está la de decir una verdad utilizando una ficción. Lo cierto es que, si todavía hoy puede leerse un texto como éste, es porque el autor ha sabido dejar una huella indeleble. Por el Poema del Cid puede saberse mucho acerca de la cultura de hace más de ochocientos años. Puede saberse, por ejemplo, del tipo de vida guerrera que se llevaba, de la explotación de la que eran víctimas los habitantes de la época, de la valentía con la que se enfrentaba la humillación y, lo más especial, del incompleto proceso de formación de las palabras, a pesar del cual todavía hoy podemos leer un poema de aquella época.
Porque, cuando se desea escribir, no hace falta palabras completas: basta con que haya algunas, que las otras irán saliendo. Gracias a estas palabras, aunque en formación, podemos saber hoy que el fenómeno de violencia que vivimos no es nuevo. Esto es posible porque el texto ha sobrevivido a todo. Y, éste, ha perdurado porque fue escrito, necesariamente, en el placer. Porque solamente un texto escrito con placer puede aspirar a mantenerse incólume por tanto tiempo.
Dice Roland Barthes (1977) que el texto de placer no es obligadamente aquel que cuenta placeres, ni el texto de goce es aquel que cuenta goces. Y no es precisamente un goce lo que se cuenta en el Cantar de Mío Cid. El fenómeno de desplazamiento por el que pasamos en Colombia es el mismo que se canta en este poema:
Allí pienssan de aguijar, -allí sueltan las riendas.
A la exida de Bivar-oviéron la corneja diestra,
E entrando a Burgos-oviéronla siniestra.
Meció mio Cid los hombros-y engrameó la tiesta:
¡albricia, Álvar Fáñez,-ca echados somos de tierra!
mas a grand ondra-tornaremos a Castiella.
De los hombres guerreros de aquella época, ya nada queda. Pero de las letras por ellos escritas, todo está. Como dice Escobar en el artículo citado: “la literatura, más duradera que los hombres” (s.p.)