Gladys
Un día cualquiera llegó Gladys, una nueva empleada de los tintos, al lugar en donde yo trabajaba. Tenía lindos ojos, en forma de óvalo pronunciado, como los de los orientales. Su cabello lo mantenía sujeto con una moña, de manera que le quedaba tirante y fijo, y daba la impresión de que era este amarre lo que le hacía ver los ojos rasgados. Yo fui hasta la cocineta por un café, pero, al ver que Gladys apenas lo estaba preparando, di media vuelta para regresarme. Entonces ella me dijo, secamente y sin mirarme:
—Si quiere, espera. Ya estoy terminando con esto.
Acepté esperar. Permanecí de pie, viéndola verter el agua sobre el café oloroso. Al cabo de un momento le dije, graciosamente, para romper el hielo:
—Sus ojos son bonitos, pero… si se suelta la moña, seguramente la forma de ellos vuelve a una posición menos achinada—. Entonces me respondió, secamente:
—No es por la moña. Mis ojos son así, naturalmente —y agregó—: Ya está el café.
—Gracias. Espero que haya quedado bueno —le dije y la miré de soslayo, notando, ahora sí, una mirada retadora que combinó con dos palabras:
—Está bueno —sentenció. Entonces me percaté de un disimulado fruncimiento de labios. Entonces seguí con mi intriga:
—¿Cómo sabe que está bueno si no lo ha probado?
—Yo solamente me tomo un café en la mañana. Durante el día tomo agua de panela con leche, que me empaca mi mamá.
—Yo tengo un poco de leche en la nevera. ¿Le provoca un café con leche?
—Está bien. Mi Dios le pague.
—No lo creo.
—¿Qué dice?
—Que no creo que su Dios me vaya a pagar un trago de leche.
Permaneció callada. Yo serví la leche y le entregué el pocillo para que ella le agregara café a su gusto. Luego le dije:
—Así que su mamá le empaca el agua de panela. ¿También le prepara el almuerzo?
—Sí. Vivo en el hotel Mamá.
—¿Por qué no se atiende Usted misma?
—Porque a mi mamá le gusta atenderme y a mí me gusta que me atienda.
—¿También le cuida los hijos? ¿Tiene hijos?
—No. No me gustan. Los hijos no son muñecos que uno pueda dejar por ahí, para que otro los cuide. Tengo un novio, pero tampoco me gusta convivir con él, al menos por ahora. No me importa que los años pasen y me quede sin hijos.
—¿Los años? Acaso, ¿cuántos tiene?
—¿Cuántos cree que tengo?
—No sé. No soy bueno para calcularle la edad a alguien.
—¿Cree que muchos más de treinta?
—No lo creo. Tal vez esos: treinta.
—Tengo cuarenta.
—¿Cuarenta? No parece.
—Nunca he aparentado la edad que tengo. Es que yo no como carne.
—Yo tampoco y…
Entonces ella miró mi rostro y sonrió, por fin.
—Si quiere, espera. Ya estoy terminando con esto.
Acepté esperar. Permanecí de pie, viéndola verter el agua sobre el café oloroso. Al cabo de un momento le dije, graciosamente, para romper el hielo:
—Sus ojos son bonitos, pero… si se suelta la moña, seguramente la forma de ellos vuelve a una posición menos achinada—. Entonces me respondió, secamente:
—No es por la moña. Mis ojos son así, naturalmente —y agregó—: Ya está el café.
—Gracias. Espero que haya quedado bueno —le dije y la miré de soslayo, notando, ahora sí, una mirada retadora que combinó con dos palabras:
—Está bueno —sentenció. Entonces me percaté de un disimulado fruncimiento de labios. Entonces seguí con mi intriga:
—¿Cómo sabe que está bueno si no lo ha probado?
—Yo solamente me tomo un café en la mañana. Durante el día tomo agua de panela con leche, que me empaca mi mamá.
—Yo tengo un poco de leche en la nevera. ¿Le provoca un café con leche?
—Está bien. Mi Dios le pague.
—No lo creo.
—¿Qué dice?
—Que no creo que su Dios me vaya a pagar un trago de leche.
Permaneció callada. Yo serví la leche y le entregué el pocillo para que ella le agregara café a su gusto. Luego le dije:
—Así que su mamá le empaca el agua de panela. ¿También le prepara el almuerzo?
—Sí. Vivo en el hotel Mamá.
—¿Por qué no se atiende Usted misma?
—Porque a mi mamá le gusta atenderme y a mí me gusta que me atienda.
—¿También le cuida los hijos? ¿Tiene hijos?
—No. No me gustan. Los hijos no son muñecos que uno pueda dejar por ahí, para que otro los cuide. Tengo un novio, pero tampoco me gusta convivir con él, al menos por ahora. No me importa que los años pasen y me quede sin hijos.
—¿Los años? Acaso, ¿cuántos tiene?
—¿Cuántos cree que tengo?
—No sé. No soy bueno para calcularle la edad a alguien.
—¿Cree que muchos más de treinta?
—No lo creo. Tal vez esos: treinta.
—Tengo cuarenta.
—¿Cuarenta? No parece.
—Nunca he aparentado la edad que tengo. Es que yo no como carne.
—Yo tampoco y…
Entonces ella miró mi rostro y sonrió, por fin.