
Ilustración: Hernán Marín
El túnel
Capítulo 13
Capítulo 13
Extendí el alambre en el túnel y puse una bombilla
de baja potencia para evitar el exceso de calor.
Salí de la cárcel y fui directamente hacia la cabaña, según lo que había acordado con el Negro. Cuando llegué, me sorprendí mucho, al punto de conmoverme, al ver que la Rubia estaba allí. Era como una especie de emoción miedosa. Saludé a todos y la abracé a ella. No sé por qué, sentí que la inminencia de su participación podría llegar a separarnos. Entonces el Negro me dijo:
―Decidí integrarla de una vez porque tenemos que ganar tiempo. Hoy vamos a conocer todos los pormenores del trabajo y el papel que cada uno jugará en esta actividad.
Después de esta breve explicación, el Negro me pidió que le contara todo lo que había conversado con Cansino, así como lo que había visto en cárcel y cualquier otra cosa que me hubiera llamado la atención de los demás compañeros de celda. Así lo hice. Entonces el Negro llamó a los demás:
—Ya estamos todos: vamos a reunirnos un momento.
Cuando todos estuvimos sentados en torno a la mesa, dijo:
—Pasado mañana ocuparemos la casa. Esta es la última oportunidad para que alguno de ustedes manifieste sus dudas acerca de su participación en este trabajo.
Todos callamos. Entonces puso sobre la mesa el plano de la casa que ocuparíamos. Luego dio las instrucciones necesarias: al día siguiente nos recogería un camión, en un lugar cercano a la casa, para llevar algunos enseres. En él vendría otro hombre para unirse al grupo:
―Solamente uno más ―dijo el Negro―. Es un camionero: así le gusta a él que lo llamen.
El trabajo se distribuyó de manera que cada uno de nosotros tendría una función específica: yo debía instalar el sistema de iluminación y ventilación a medida que avanzara el túnel, pero también alternarme con el Negro, el Fornido y el Camionero para excavar en el interior del túnel. El joven del tren trasladaría la tierra a la habitación contigua. El Fornido, además, también se encargaría de las relaciones con el exterior de la casa, dada su condición de arrendatario, y sería el contacto con la Rubia. Para este propósito usaría unas ropas adecuadas, que mantendría debajo del overol de trabajo, y debía salir o entrar cuando fuera necesario. La Rubia se ubicaría en un sitio predeterminado, cercano a la cárcel, como vendedora de frutas. Tenía la misión de informarle al Fornido acerca de los movimientos del mundo exterior. Ambos utilizarían un pequeño equipo de comunicación inalámbrica de mediano alcance: ella lo encendería, a bajo volumen, cuando fuera necesario; el Fornido, en cambio, lo mantendría encendido, salvo cuando fuera a salir de la casa por alguna circunstancia.
Ella mantendría también una pequeña libreta para anotar, durante cada uno de los días de esa semana, las horas en las que despegaban los aviones más grandes. Su participación no podía ir más allá de eso, y tenía que retirarse del lugar en el momento en que se iniciara la fuga. Como desde la casa se alcanzaba a ver la esquina en donde estaría la Rubia, el fornido la iba a observar, de cuando en cuando, a través de los binoculares. De esta manera ella estaría más tranquila.
Cuando el Negro terminó su exposición algunos pidieron claridad sobre uno que otro punto. Luego él sugirió:
—Vamos todos a dormir. Es el primer y último descanso completo de los próximos siete días.
Todos obedecimos.
Al martes fuimos a esperar el camión en el sitio acordado. El camión llegó en punto y, después de subirnos, siguió el recorrido hacia la casa. La Rubia tomó otro rumbo, según lo que le había indicado el Negro, y llegaría por su cuenta hasta el sitio en el que se debía apostar con las frutas. Cuando entramos a la casa pudimos ver que los planos de la obra estaban pegados a la pared del pasillo para que fueran revisados permanentemente por todos. El propio Negro se encargaría de vigilar el desarrollo de la obra. Dispusimos todo lo que bajamos del camión en uno de los cuartos de la casa y extendimos en el piso de otra habitación algunos colchones.
—Este será nuestro dormitorio —dijo el Negro. Y tomando una bolsa que había en un rincón, empezó a sacar algunas armas que nos iba entregando a cada uno: yo recibí una pistola. Revisé el cargador y comprobé que estaba lleno de balas. Los demás hicieron lo propio. Instintivamente, todos guardamos el arma entre la pretina del pantalón. El Negro estaba muy serio.
—Iniciaremos los trabajos en aquella habitación —dijo, invitándonos a ir hasta allá. Cuando entramos vimos, junto a otra copia de los planos del túnel, tres pequeñas metralletas.
—Estas se mantendrán ahí. A menos que yo diga otra cosa, solamente las tomaremos, en el momento de la fuga, el Fornido, Cansino y yo. ¿Alguna pregunta? —Todos permanecimos callados—. Entonces iniciemos los trabajos de una vez —finalizó el Negro.
Así empezamos, desde la primera habitación, los trabajos de excavación de lo que sería “la ruta de la libertad”, según había nombrado alguien al túnel. El primer día, tal vez por la inercia, no fue fácil pegarle a la tierra ni tampoco fue mucho lo que avanzamos. Al segundo día concluimos la pendiente de treinta grados con respecto a la horizontal y cinco metros de longitud. Al tercero avanzamos el túnel, paralelo al piso, hacia el otro lado de la vía. Conforme avanzaba el túnel íbamos colocando tablas, para sostener el techo, apoyadas en robustos maderos. Yo extendí el alambre en el túnel y puse una bombilla de baja potencia para evitar el exceso de calor. Avanzando en este sentido, el túnel recorrió otros cinco metros antes de iniciar el ascenso con la misma inclinación inicial. En este punto terminamos en la tarde del tercer día, listos para el ascenso.
Estábamos exhaustos. Entonces el Negro decidió que lo mejor era descansar hasta las primeras horas del otro día:
—Estamos listos para el ascenso, así que tenemos suficiente tiempo para hacer contacto con el otro túnel. A las seis de la mañana continuaremos —terminó el Negro, y fuimos todos hacia la cocina para preparar la cena. Después de ducharme, me tiré en un colchón y no supe a qué horas me dormí. De pronto, me despertaron unos golpes suaves en la puerta. Cogí mi arma y miré al lado. No estaba el Negro ni el Fornido. Los demás sí y también se habían alarmado. Entonces escuchamos la voz del Negro.
—Llegó visita.
La puerta se abrió y vimos al Negro y al Fornido, acompañados por el Flaco, a quien yo había conocido en la cárcel. Al ver que yo estaba allí, se adelantó a abrazarme.
—No creí que fueras a salir tan pronto —le dije.
—Yo también estaba incrédulo. Pero ya ves, las cosas salieron bien.
Como todavía estaba temprano, cursamos una breve conversación con el recién llegado, y el Negro lo actualizó acerca de los avances de la obra.
―Tú reemplazarás al Fornido en el interior del túnel ―le dijo, y éste manifestó su acuerdo.
Según la información suministrada por el Flaco, podíamos inferir que los cálculos que teníamos para alcanzar el túnel que venía de la celda, eran correctos. Así que el Negro ordenó reiniciar los trabajos. Era viernes.
—Ya falta poco —dijo el joven del tren, aprovechando que todos estábamos reunidos. Yo apenas asentí con la cabeza. En esos momentos entró el Fornido mordiendo un mango que destilaba su jugo a través del antebrazo. Portaba, en la otra mano, una hoja de la libreta que tenía la Rubia. Se la entregó al Negro. Yo me entusiasmé esperando razones de ella.
—Acabo de estar con la Rubia —dijo el Fornido—: no se han presentado movimientos extraños. Todo parece estar en calma.
Según nos dijo, no eran muchas las ventas que realizaba la Rubia, lo cual era un punto a favor. Se entretenía entonces viendo los aviones, que se levantaban por encima de la cárcel enviando una onda que le hería los oídos y que sentía también en las posaderas, cuando estaba sentada en su banco. Yo me tranquilicé. “Al menos ha sabido entretenerse”, me dije. Cuando el Fornido terminó su informe acerca de la actividad de la Rubia, el Negro le ordenó:
―Tú vas a aumentar la frecuencia del contacto con la Rubia. A partir de ahora aumentan los riesgos. El Flaco te reemplazará en el túnel.
―De acuerdo, Negro ―le respondió aquel.
En la mañana de este cuarto día iniciamos la perforación en una diagonal con pendiente de subida, luego de darle forma a la cámara que estaba prevista. De acuerdo con el plano, nos encontrábamos a dos y medio metros de profundidad y debíamos subir, con la misma pendiente de treinta grados que habíamos iniciado, hasta estar aproximadamente a un metro, con respecto a la vía. Esto equivalía a un recorrido del túnel de unos tres metros de longitud. Habiendo avanzado escasos noventa centímetros, dimos con un muro de piedra y concreto que se resistía a los golpes de las herramientas manuales. El Negro ordenó salir del túnel y fue por un pequeño envoltorio que había dentro de una de las cajas que bajamos del camión.
—¿Qué es? —pregunté.
—Explosivos. Los hice traer, aunque esperaba que no fuera necesario utilizarlos.
—¡Con eso van a descubrirnos fácilmente! —protestó el Camionero.
—No, si lo hacemos bien. Además, no tiene gran potencia rompedora y la carga no será mucha: apenas la suficiente para hacerle una pequeña perforación al muro. La explosión se hará como a la una de la tarde, justo cuando esté pasando uno de los aviones robustos. Uno de esos grandes que despega a esa hora. Espero que el ruido y la vibración que vamos a hacer no sea mayor cosa.
—¿Y cómo haremos para que coincida el encendido de la mecha con el paso del avión? —pregunté.
—No habrá mecha, muchacho. Utilizaremos un detonador eléctrico —me respondió el Negro, mientras se sonreía.
El Negro se encargó de realizar un pequeño hueco para la ubicación del explosivo y de disponer todo lo necesario para la voladura. Luego tomamos posiciones y preparamos las armas. El Fornido fue a darle algunas instrucciones a la Rubia, y regresó pronto. Ella debía estar en alerta máxima. Su principal atención debía estar puesta en la garita más cercana al sitio donde se había calculado que se encontraba el túnel. Su papel consistía en enviar por radio un “¡ahora!”, en el instante en el que el avión fuera a pasar por sobre nosotros. Después de la detonación, el Fornido saldría de nuevo hacia donde la Rubia para inspeccionar el terreno.
Quedamos a la espera del ruido de las turbinas del avión y a la llamada simultánea de la Rubia. El Negro mantenía en su mano derecha el interruptor, que estaba conectado al detonador de la carga, mientras que con la izquierda asía firmemente la empuñadura de una pistola. El Fornido, estando junto al Negro, sostenía el radio con su mano izquierda a la altura del pecho; en la derecha, su pistola. Los demás nos manteníamos atentos, con el arma en la mano.
De pronto empezó a escucharse el ruido de las turbinas de un avión, que aumentaba en intensidad. Cuando el ruido iba estando por sobre nuestras cabezas, se escuchó la voz de la Rubia en el radio: “¡Ahora!”. Entonces el Negro accionó el interruptor: el piso vibró con la explosión y el ruido se nos metió a todos por los oídos. Quedamos expectantes. El Fornido guardó su pistola entre la pretina del pantalón y salió de la casa. Yo corrí a mirar a través de los binoculares: todo parecía normal. Cuando él llegó donde la Rubia, vi como ella trataba inútilmente de retirarle la cáscara a un mango: el temblor la sacudía como si tuviera un motor encendido en el interior de su cuerpo. Hablaron por un momento y luego él se regresó. Al llegar contó lo que había pasado: “El guardia de la garita se puso inquieto” —le había dicho ella— “Él miraba a todos lados como queriendo hallar respuesta a lo que había pasado. Después se quedó observando al avión que se alejaba”.
“Está bien, amiga”, nos contó el Fornido que le había dicho a la Rubia: “Puede dejar de temblar, que ya todo pasó”. Y regresó a la casa.
Después de enterarse de la situación, el Negro dijo al grupo:
—Voy a explorar el terreno. Esperen aquí hasta cuando yo salga. —Y entró al túnel. Todos lo vimos alejarse y nos quedamos en silencio. No queríamos hablar. No queríamos hacer conjeturas sobre lo que podía haber pasado. Al cabo de un rato, el Negro regresó.
—Todo salió bien —dijo—: la explosión logró abrir un boquete en el muro; pequeño pero suficiente para empezar. Hoy hemos superado la primera prueba y, según lo que falta y el tiempo que tenemos, creo que podemos descansar. Mañana haremos contacto.
Todos nos miramos, pero ninguno habló. Creo que la emoción congela las cuerdas bucales, a la vez que hace erizar la piel. La emoción y el miedo, porque también lo sentíamos. Emoción por estar tan cerca de nuestro objetivo y miedo por lo que iría a pasar al día siguiente.
Llegó el sábado y con él llegaron las inquietudes. Muy temprano reanudamos el trabajo, para el cual, como todos los días, el Negro distribuyó las actividades:
—Tenemos que apresurarnos porque no sabemos qué otra cosa vamos a encontrar. Nada puede salir mal por nuestra culpa. Les diré lo que haremos: el muchacho y yo vamos a entrar al túnel para continuar con la excavación —dijo, refiriéndose a mí, que era como ya todos me llamaban—. Cuando salgamos, entran el Flaco y el Camionero —agregó él, señalándolos.
—Vamos —me dijo.
Estando dentro, el Negro terminó de ampliar, con una barra de hierro, el boquete que había abierto la explosión. Entre tanto, yo llenaba con tierra hasta la mitad de un costal de cabuya. Luego lo arrastraba por el piso del túnel, yendo yo adelante del costal y de espaldas a la entrada. Tenía que arrastrarme sentado para no pegar mi cabeza contra las tablas que soportaban el techo. Cuando llegaba a la boca del túnel, el joven del tren me recibía el costal con tierra, me entregaba uno vacío y llevaba el otro hasta la habitación de al lado. Así lo hicimos hasta sacar toda la tierra. Entonces el Negro ordenó:
—Creo que es mejor descansar: salgamos.
Salimos y, de nuevo, entraron el Flaco y el Camionero. Al cabo de unas dos horas volvimos a entrar el Negro y yo. El avance se había vuelto lento por la dificultad de cavar hacia arriba. Cuando habíamos avanzado cerca de dos metros más, empezamos a sentir pequeños terroncitos que caían del techo. El Negro golpeó hacia arriba hasta que la barra se dejó ir. Entonces la retiró despacio y me hizo una señal, poniendo el índice derecho perpendicular a los labios. Luego pegó el oído a la pequeña perforación que había hecho con la barra y esperó, como tratando de escuchar algo. Finalmente me dijo:
—Creo que lo hemos logrado —me lo dijo muy quedamente, al tiempo que me revolcaba el cabello con las dos manos—. No sabemos qué vamos a encontrar, así que prepárese para cubrirme.
Yo tomé mi pistola y apunté hacia el agujero. El Negro empezó a golpear con su herramienta, haciendo caer la tierra. El hueco iba ensanchándose con el golpeteo, y una tenue luz ingresó a la cueva. El Negro miró su reloj: eran las dos de la tarde.
—Tenemos muchas horas de ventaja. Hasta mañana no se inicia la salida. Vamos: es necesario preparar pormenores.
de baja potencia para evitar el exceso de calor.
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Salí de la cárcel y fui directamente hacia la cabaña, según lo que había acordado con el Negro. Cuando llegué, me sorprendí mucho, al punto de conmoverme, al ver que la Rubia estaba allí. Era como una especie de emoción miedosa. Saludé a todos y la abracé a ella. No sé por qué, sentí que la inminencia de su participación podría llegar a separarnos. Entonces el Negro me dijo:
―Decidí integrarla de una vez porque tenemos que ganar tiempo. Hoy vamos a conocer todos los pormenores del trabajo y el papel que cada uno jugará en esta actividad.
Después de esta breve explicación, el Negro me pidió que le contara todo lo que había conversado con Cansino, así como lo que había visto en cárcel y cualquier otra cosa que me hubiera llamado la atención de los demás compañeros de celda. Así lo hice. Entonces el Negro llamó a los demás:
—Ya estamos todos: vamos a reunirnos un momento.
Cuando todos estuvimos sentados en torno a la mesa, dijo:
—Pasado mañana ocuparemos la casa. Esta es la última oportunidad para que alguno de ustedes manifieste sus dudas acerca de su participación en este trabajo.
Todos callamos. Entonces puso sobre la mesa el plano de la casa que ocuparíamos. Luego dio las instrucciones necesarias: al día siguiente nos recogería un camión, en un lugar cercano a la casa, para llevar algunos enseres. En él vendría otro hombre para unirse al grupo:
―Solamente uno más ―dijo el Negro―. Es un camionero: así le gusta a él que lo llamen.
El trabajo se distribuyó de manera que cada uno de nosotros tendría una función específica: yo debía instalar el sistema de iluminación y ventilación a medida que avanzara el túnel, pero también alternarme con el Negro, el Fornido y el Camionero para excavar en el interior del túnel. El joven del tren trasladaría la tierra a la habitación contigua. El Fornido, además, también se encargaría de las relaciones con el exterior de la casa, dada su condición de arrendatario, y sería el contacto con la Rubia. Para este propósito usaría unas ropas adecuadas, que mantendría debajo del overol de trabajo, y debía salir o entrar cuando fuera necesario. La Rubia se ubicaría en un sitio predeterminado, cercano a la cárcel, como vendedora de frutas. Tenía la misión de informarle al Fornido acerca de los movimientos del mundo exterior. Ambos utilizarían un pequeño equipo de comunicación inalámbrica de mediano alcance: ella lo encendería, a bajo volumen, cuando fuera necesario; el Fornido, en cambio, lo mantendría encendido, salvo cuando fuera a salir de la casa por alguna circunstancia.
Ella mantendría también una pequeña libreta para anotar, durante cada uno de los días de esa semana, las horas en las que despegaban los aviones más grandes. Su participación no podía ir más allá de eso, y tenía que retirarse del lugar en el momento en que se iniciara la fuga. Como desde la casa se alcanzaba a ver la esquina en donde estaría la Rubia, el fornido la iba a observar, de cuando en cuando, a través de los binoculares. De esta manera ella estaría más tranquila.
Cuando el Negro terminó su exposición algunos pidieron claridad sobre uno que otro punto. Luego él sugirió:
—Vamos todos a dormir. Es el primer y último descanso completo de los próximos siete días.
Todos obedecimos.
Al martes fuimos a esperar el camión en el sitio acordado. El camión llegó en punto y, después de subirnos, siguió el recorrido hacia la casa. La Rubia tomó otro rumbo, según lo que le había indicado el Negro, y llegaría por su cuenta hasta el sitio en el que se debía apostar con las frutas. Cuando entramos a la casa pudimos ver que los planos de la obra estaban pegados a la pared del pasillo para que fueran revisados permanentemente por todos. El propio Negro se encargaría de vigilar el desarrollo de la obra. Dispusimos todo lo que bajamos del camión en uno de los cuartos de la casa y extendimos en el piso de otra habitación algunos colchones.
—Este será nuestro dormitorio —dijo el Negro. Y tomando una bolsa que había en un rincón, empezó a sacar algunas armas que nos iba entregando a cada uno: yo recibí una pistola. Revisé el cargador y comprobé que estaba lleno de balas. Los demás hicieron lo propio. Instintivamente, todos guardamos el arma entre la pretina del pantalón. El Negro estaba muy serio.
—Iniciaremos los trabajos en aquella habitación —dijo, invitándonos a ir hasta allá. Cuando entramos vimos, junto a otra copia de los planos del túnel, tres pequeñas metralletas.
—Estas se mantendrán ahí. A menos que yo diga otra cosa, solamente las tomaremos, en el momento de la fuga, el Fornido, Cansino y yo. ¿Alguna pregunta? —Todos permanecimos callados—. Entonces iniciemos los trabajos de una vez —finalizó el Negro.
Así empezamos, desde la primera habitación, los trabajos de excavación de lo que sería “la ruta de la libertad”, según había nombrado alguien al túnel. El primer día, tal vez por la inercia, no fue fácil pegarle a la tierra ni tampoco fue mucho lo que avanzamos. Al segundo día concluimos la pendiente de treinta grados con respecto a la horizontal y cinco metros de longitud. Al tercero avanzamos el túnel, paralelo al piso, hacia el otro lado de la vía. Conforme avanzaba el túnel íbamos colocando tablas, para sostener el techo, apoyadas en robustos maderos. Yo extendí el alambre en el túnel y puse una bombilla de baja potencia para evitar el exceso de calor. Avanzando en este sentido, el túnel recorrió otros cinco metros antes de iniciar el ascenso con la misma inclinación inicial. En este punto terminamos en la tarde del tercer día, listos para el ascenso.
Estábamos exhaustos. Entonces el Negro decidió que lo mejor era descansar hasta las primeras horas del otro día:
—Estamos listos para el ascenso, así que tenemos suficiente tiempo para hacer contacto con el otro túnel. A las seis de la mañana continuaremos —terminó el Negro, y fuimos todos hacia la cocina para preparar la cena. Después de ducharme, me tiré en un colchón y no supe a qué horas me dormí. De pronto, me despertaron unos golpes suaves en la puerta. Cogí mi arma y miré al lado. No estaba el Negro ni el Fornido. Los demás sí y también se habían alarmado. Entonces escuchamos la voz del Negro.
—Llegó visita.
La puerta se abrió y vimos al Negro y al Fornido, acompañados por el Flaco, a quien yo había conocido en la cárcel. Al ver que yo estaba allí, se adelantó a abrazarme.
—No creí que fueras a salir tan pronto —le dije.
—Yo también estaba incrédulo. Pero ya ves, las cosas salieron bien.
Como todavía estaba temprano, cursamos una breve conversación con el recién llegado, y el Negro lo actualizó acerca de los avances de la obra.
―Tú reemplazarás al Fornido en el interior del túnel ―le dijo, y éste manifestó su acuerdo.
Según la información suministrada por el Flaco, podíamos inferir que los cálculos que teníamos para alcanzar el túnel que venía de la celda, eran correctos. Así que el Negro ordenó reiniciar los trabajos. Era viernes.
—Ya falta poco —dijo el joven del tren, aprovechando que todos estábamos reunidos. Yo apenas asentí con la cabeza. En esos momentos entró el Fornido mordiendo un mango que destilaba su jugo a través del antebrazo. Portaba, en la otra mano, una hoja de la libreta que tenía la Rubia. Se la entregó al Negro. Yo me entusiasmé esperando razones de ella.
—Acabo de estar con la Rubia —dijo el Fornido—: no se han presentado movimientos extraños. Todo parece estar en calma.
Según nos dijo, no eran muchas las ventas que realizaba la Rubia, lo cual era un punto a favor. Se entretenía entonces viendo los aviones, que se levantaban por encima de la cárcel enviando una onda que le hería los oídos y que sentía también en las posaderas, cuando estaba sentada en su banco. Yo me tranquilicé. “Al menos ha sabido entretenerse”, me dije. Cuando el Fornido terminó su informe acerca de la actividad de la Rubia, el Negro le ordenó:
―Tú vas a aumentar la frecuencia del contacto con la Rubia. A partir de ahora aumentan los riesgos. El Flaco te reemplazará en el túnel.
―De acuerdo, Negro ―le respondió aquel.
En la mañana de este cuarto día iniciamos la perforación en una diagonal con pendiente de subida, luego de darle forma a la cámara que estaba prevista. De acuerdo con el plano, nos encontrábamos a dos y medio metros de profundidad y debíamos subir, con la misma pendiente de treinta grados que habíamos iniciado, hasta estar aproximadamente a un metro, con respecto a la vía. Esto equivalía a un recorrido del túnel de unos tres metros de longitud. Habiendo avanzado escasos noventa centímetros, dimos con un muro de piedra y concreto que se resistía a los golpes de las herramientas manuales. El Negro ordenó salir del túnel y fue por un pequeño envoltorio que había dentro de una de las cajas que bajamos del camión.
—¿Qué es? —pregunté.
—Explosivos. Los hice traer, aunque esperaba que no fuera necesario utilizarlos.
—¡Con eso van a descubrirnos fácilmente! —protestó el Camionero.
—No, si lo hacemos bien. Además, no tiene gran potencia rompedora y la carga no será mucha: apenas la suficiente para hacerle una pequeña perforación al muro. La explosión se hará como a la una de la tarde, justo cuando esté pasando uno de los aviones robustos. Uno de esos grandes que despega a esa hora. Espero que el ruido y la vibración que vamos a hacer no sea mayor cosa.
—¿Y cómo haremos para que coincida el encendido de la mecha con el paso del avión? —pregunté.
—No habrá mecha, muchacho. Utilizaremos un detonador eléctrico —me respondió el Negro, mientras se sonreía.
El Negro se encargó de realizar un pequeño hueco para la ubicación del explosivo y de disponer todo lo necesario para la voladura. Luego tomamos posiciones y preparamos las armas. El Fornido fue a darle algunas instrucciones a la Rubia, y regresó pronto. Ella debía estar en alerta máxima. Su principal atención debía estar puesta en la garita más cercana al sitio donde se había calculado que se encontraba el túnel. Su papel consistía en enviar por radio un “¡ahora!”, en el instante en el que el avión fuera a pasar por sobre nosotros. Después de la detonación, el Fornido saldría de nuevo hacia donde la Rubia para inspeccionar el terreno.
Quedamos a la espera del ruido de las turbinas del avión y a la llamada simultánea de la Rubia. El Negro mantenía en su mano derecha el interruptor, que estaba conectado al detonador de la carga, mientras que con la izquierda asía firmemente la empuñadura de una pistola. El Fornido, estando junto al Negro, sostenía el radio con su mano izquierda a la altura del pecho; en la derecha, su pistola. Los demás nos manteníamos atentos, con el arma en la mano.
De pronto empezó a escucharse el ruido de las turbinas de un avión, que aumentaba en intensidad. Cuando el ruido iba estando por sobre nuestras cabezas, se escuchó la voz de la Rubia en el radio: “¡Ahora!”. Entonces el Negro accionó el interruptor: el piso vibró con la explosión y el ruido se nos metió a todos por los oídos. Quedamos expectantes. El Fornido guardó su pistola entre la pretina del pantalón y salió de la casa. Yo corrí a mirar a través de los binoculares: todo parecía normal. Cuando él llegó donde la Rubia, vi como ella trataba inútilmente de retirarle la cáscara a un mango: el temblor la sacudía como si tuviera un motor encendido en el interior de su cuerpo. Hablaron por un momento y luego él se regresó. Al llegar contó lo que había pasado: “El guardia de la garita se puso inquieto” —le había dicho ella— “Él miraba a todos lados como queriendo hallar respuesta a lo que había pasado. Después se quedó observando al avión que se alejaba”.
“Está bien, amiga”, nos contó el Fornido que le había dicho a la Rubia: “Puede dejar de temblar, que ya todo pasó”. Y regresó a la casa.
Después de enterarse de la situación, el Negro dijo al grupo:
—Voy a explorar el terreno. Esperen aquí hasta cuando yo salga. —Y entró al túnel. Todos lo vimos alejarse y nos quedamos en silencio. No queríamos hablar. No queríamos hacer conjeturas sobre lo que podía haber pasado. Al cabo de un rato, el Negro regresó.
—Todo salió bien —dijo—: la explosión logró abrir un boquete en el muro; pequeño pero suficiente para empezar. Hoy hemos superado la primera prueba y, según lo que falta y el tiempo que tenemos, creo que podemos descansar. Mañana haremos contacto.
Todos nos miramos, pero ninguno habló. Creo que la emoción congela las cuerdas bucales, a la vez que hace erizar la piel. La emoción y el miedo, porque también lo sentíamos. Emoción por estar tan cerca de nuestro objetivo y miedo por lo que iría a pasar al día siguiente.
Llegó el sábado y con él llegaron las inquietudes. Muy temprano reanudamos el trabajo, para el cual, como todos los días, el Negro distribuyó las actividades:
—Tenemos que apresurarnos porque no sabemos qué otra cosa vamos a encontrar. Nada puede salir mal por nuestra culpa. Les diré lo que haremos: el muchacho y yo vamos a entrar al túnel para continuar con la excavación —dijo, refiriéndose a mí, que era como ya todos me llamaban—. Cuando salgamos, entran el Flaco y el Camionero —agregó él, señalándolos.
—Vamos —me dijo.
Estando dentro, el Negro terminó de ampliar, con una barra de hierro, el boquete que había abierto la explosión. Entre tanto, yo llenaba con tierra hasta la mitad de un costal de cabuya. Luego lo arrastraba por el piso del túnel, yendo yo adelante del costal y de espaldas a la entrada. Tenía que arrastrarme sentado para no pegar mi cabeza contra las tablas que soportaban el techo. Cuando llegaba a la boca del túnel, el joven del tren me recibía el costal con tierra, me entregaba uno vacío y llevaba el otro hasta la habitación de al lado. Así lo hicimos hasta sacar toda la tierra. Entonces el Negro ordenó:
—Creo que es mejor descansar: salgamos.
Salimos y, de nuevo, entraron el Flaco y el Camionero. Al cabo de unas dos horas volvimos a entrar el Negro y yo. El avance se había vuelto lento por la dificultad de cavar hacia arriba. Cuando habíamos avanzado cerca de dos metros más, empezamos a sentir pequeños terroncitos que caían del techo. El Negro golpeó hacia arriba hasta que la barra se dejó ir. Entonces la retiró despacio y me hizo una señal, poniendo el índice derecho perpendicular a los labios. Luego pegó el oído a la pequeña perforación que había hecho con la barra y esperó, como tratando de escuchar algo. Finalmente me dijo:
—Creo que lo hemos logrado —me lo dijo muy quedamente, al tiempo que me revolcaba el cabello con las dos manos—. No sabemos qué vamos a encontrar, así que prepárese para cubrirme.
Yo tomé mi pistola y apunté hacia el agujero. El Negro empezó a golpear con su herramienta, haciendo caer la tierra. El hueco iba ensanchándose con el golpeteo, y una tenue luz ingresó a la cueva. El Negro miró su reloj: eran las dos de la tarde.
—Tenemos muchas horas de ventaja. Hasta mañana no se inicia la salida. Vamos: es necesario preparar pormenores.