Mario H. Valencia Alzate


Reseña autobiográfica


Cuentos
Capablancas
Como David, el ungido
Regalo de cumpleaños
El pantaloncito de paño
Terremoto
Encuentro de dos mundos
Florentina Quintero
Solidaridad indígena
Huellas de guerra


Novelas
Procede como dios, que nunca llora

Notas preliminares
  1. Pensamientos de un preso
  2. Rabiosamente fiel
  3. Un premio a la fidelidad
  4. Una disputa entre dioses
  5. Escupitajos malditos
  6. Ya se me fueron los miedos
  7. Primeros acercamientos
  8. El plan
  9. Sensación ambivalente
  10. Suicidios inquietantes
  11. El triunfo de los cuerpos
  12. Un ángel llega a la cárcel
  13. El túnel
  14. Sueños de libertad
  15. La fuga


Ensayos
Disertaciones de un aprendiz, acerca de la novela

Notas preliminares
  1. Sobre la técnica
  2. El inicio
  3. La diferencia: ¿novela o cuento?
  4. La estructura
  5. El personaje
  6. El pensamiento
  7. El tiempo
  8. El espacio
  9. La analogía
  10. El entramado
  11. La verdad y la mentira
  12. El escritor: agente de transmisión
  13. El lector: el que cierra el ciclo
  14. El título
Referencias


Poesías

1.  Versos prisioneros
2.  Prosas poéticas
3.  Versos libres


Memorias
Acercándome a las letras
Cuando salí de Bello
Mi mamá y yo


Opiniones
Acerca de la competencia
De gustos y disgustos literarios


Crónicas
Ausencias y silencios obligados

Notas preliminares
  1. El principio
  2. De pueblo en pueblo
  3. La entrada al infierno
  4. Huir para seguir viviendo
  5. Después, llegué yo
  6. Mi tío y su mundo
  7. Cuando yo conocí ese monte
  8. El final de lo vivido


Dichos
Prólogo
Epílogo
El libro


Escritos de ocasión

1.  Ejercicios

2.  Divagaciones
3.  Paliques

4.  Semblanzas 


Contacto ︎



Ilustración: Miguel Torres


El personaje
Capítulo 5
Pensándolo bien, hallo que en mis personajes nunca ha sido dominante el aspecto físico. Tienen una entidad y un nombre y una presencia que es de fuerza interior, de carácter, sin mucho asidero a un cuerpo físico. Tereso era un defecto: sobre él creció. Chucho Cardona el valor. Nila, un pasado. El viejo de las canoas una vida anterior, y Mello una obsesión. Así quise que fueran. Así me gustan. Pero físicamente no sabría describir al de las canoas, salvo unos brochazos elementales. Es apenas un venir de otra existencia y un brochazo ad-hoc. Lo físico no cuenta demasiado, salvo, claro, en cuanto tenga que ver con el carácter. Por ejemplo, fuerza y agilidad de Mi negro tenían que estar sustentadas y así se le dieron. Porque los prolijos detalles de una anatomía son una carga, y fatigan. Con las palabras adecuadas se induce al lector a que acepte una premisa, y que sobre ella imagine al personaje. Uno entrega nada más que la premisa, y deja al lector a cargo de lo demás. Manuelón, le dije al lector del Viejo de las canoas, y nada más (Escobar Velásquez, 2001: 46).

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La creación de los personajes es una de las partes fundamentales durante la planificación de la novela y es, por demás, una de las que más empeño requiere. Es un trabajo arduo, planeado, como se planea la novela toda. Sólo esto garantiza que van a ser creados los suficientes para cada uno de los papeles, de acuerdo con este plan previsto. Ya lo decía Gullón (1983): “La creación del personaje es el primer esfuerzo de la imaginación noveladora, y esto aún si para hacerlo parte el autor de un ser real. El acto de conversión del dato en texto es un proceso transfigurativo (sic)” (p.70). Ahora bien, independientemente de que sean buenos o malos, a los personajes es necesario crearlos con la convicción de que nos enamoraremos de ellos, sin tomar partido por ninguno, dejándolos que sean tal como son.

No otra cosa que un texto enamorado es lo que se lee cuando el escritor se las ingenia para presentar el carácter de sus personajes, incluso siendo animales, como es el caso de la gata Rufa, uno de los personajes de En las lindes del monte que, además de “malgeniada y arisca”, era parca:

“Parca en manifestar amor. Quizá no lo sintiera su corazón montaraz. Quizá en todos los años en que convivió conmigo, unos ocho, apenas en unas cuatro veces se me acercó a las piernas a frotar contra ellas toda su longitud (p. 18).

Pero ese enamoramiento que sintió el escritor —y también, sin duda, el lector— por Rufa, a pesar de su carácter malgeniado y arisco, es similar al que siente el lector —y también, sin duda, sintió el mismo escritor— por El Tuerto, a pesar de su carácter vengativo. El Tuerto es uno de los personajes de la novela Toda esa gente, a quien nombraban con este apodo porque uno de los ojos tenía un ligero estrabismo, y su párpado caía cubriendo el ojo a medias “en tal forma que para ver bien el cuitado tuviera que levantar la cara al cielo y mirar de soslayo” (p. 102). Esta descripción, a más del sombrero que siempre llevaba “El Tuerto”, son prácticamente los únicos detalles físicos del personaje con los que cuenta el lector. Pero son ellos también los rasgos que tienen que ver con el carácter de aquel. Luego de esta breve descripción, el escritor empieza a mostrar el carácter vengativo del tuerto Martín Emilio. Todavía siendo un niño, El Tuerto empieza a hacer de las suyas: en una ocasión, luego de haber sido castigado por el maestro por alguna de sus travesuras, el Tuerto Martín se agenció un avispero y lo tiró al salón de clases, cuando estaba allí el maestro solo, cerrando inmediatamente la puerta por fuera. Cuando el maestro regresó de la incapacidad originada por las hinchazones, Martín Emilio lo atacó utilizando un conjunto de flecha y arco que, con engaños, se hizo prestar de su padre. Más adelante, siendo ya joven, le dio “a guardar” un cuchillo, dentro del estómago, a un carnicero que lo había amenazado sin razón alguna. Pasado un tiempo, cuando se dedicaba a las ventas de chucherías, pero también de marihuana, en un tabuco que compró en Guayaquil, fue maltratado por un cabo de la policía, quien más adelante recibió también su puñalada. En esta oportunidad, el Tuerto Martín se perdió por varios años. Pero, al regreso, repitió la puñalada a un ladronzuelo que trató de robarlo.

No obstante, el carácter vengativo y delincuencial de El Tuerto, esta serie de hechos que lo caracterizan están dotados de un contexto tal que llevan al lector, lo mismo que a sus tías en la novela —y sin duda al escritor cuando lo creó— a asumir una cierta complicidad con el personaje hasta casi llegar a amarlo. En Reportajes a la literatura colombiana, Escobar Velásquez cuenta cómo creó a algunos de sus personajes:

Algunos de mis personajes, como Nila, por ejemplo, son una mixtificación. Nila es como cinco mujeres distintas, mezcladas en ella. La Nila de la novela no existió como fue escrita y estructurada. Tereso sí existió. Lo metí en la novela, pero modificado y adicionado. Chucho también. Pero fue modificado para meterse en Cuando pase el ánima sola (p. 69).

Y luego, en Diario de un escritor, explica lo que para él significa la creación de un personaje:

En realidad, crece como un feto, y es uno la matriz en donde lo hace. El feto se alimenta de todo lo que uno sabe, de los sentimientos que tiene: es uno, ligeramente barnizado de “otro” o de “algo”. Es “uno” en un molde diferente, artificioso, pero cuyo artificio sólo percibe el creador. Si el personaje es bueno, el lector tendrá que descifrar a un ser autónomo, tanto mejor cuanto mejor haya sido su elaboración (p. 45).

Según lo planteado hasta ahora, podría decirse entonces que los personajes no salen de la nada. No se puede ir creando personajes sin criterio alguno, poniéndolos a desempeñar cualquier papel, sin tener en cuenta la pertinencia de su personalidad, de su carácter, de su pensamiento. En el taller de escritores, Escobar Velásquez solía enfatizar en una serie de aspectos que le ayudan al escritor en su tarea creadora. Primero, responder a las preguntas: ¿qué personajes van a participar en la novela?, ¿quiénes son? Segundo: hacer un listado grande de personajes, aunque no tengan relación con la novela, con el propósito de hacer luego, de todos ellos, unos pocos. Tercero, escogerlos: ponerles nombres, costumbres y todo lo que se considere importante. Se está hablando de una novela: por tanto, hay que hacer de la ficción algo creíble. Es necesario escribir semblanzas de los personajes, que vayan dando una idea de su temperamento, sus gustos, sus inclinaciones. En la semblanza debe estar la filosofía del personaje, lo cual le permite a uno dominarlo a él y dominar el tema. Puede formarse un personaje de varias personas conocidas, adornándolas con asuntos distintos a aquellos que los caracterizan, porque la novela es creación. Determinar, en forma aproximada, qué va a ocurrir y con quienes en cada uno de los capítulos. Y, por último, algo fundamental: escribir hechos que muestren el temperamento de los personajes: hechos de bondad, de maldad, de ingratitud, de gratitud, pero, de todas maneras, evitar describir estos temperamentos. Es decir que, en lugar de describir el temperamento o carácter de un personaje, “pintárselo” al lector, obrando de tal o cual manera para que sea este último quien lo interprete.

En la novela Cucarachita nadie, el escritor presenta un interesante ejercicio de cómo se muestra el carácter de los personajes mediante las acciones que se desarrollan. El ejercicio lo hace uno de los personajes de la novela, Miguel Garzón, un taxista que quiere ser escritor, para lo cual apunta en un diario todo cuanto le pasa durante su trabajo. Para este caso, y por lo interesante del ejercicio, me parece que amerita el atrevimiento de hacer la transcripción, tanto de lo dicho por el personaje narrador como de lo que escribe el taxista:

A medida que las páginas progresaban los relatos se hacían más coherentes, y más claros los retratos de los personajes, yendo más hacia el carácter de éstos y dejando de lado la anécdota: Como si el ejercicio de escribir se premiara a sí mismo con la maestría. El que sigue es un ejemplo:

“Las vi de lejos a las cuatro de la tarde. Tenían el sol a la espalda y tiraban una sombra larga entre las dos. La más joven soportaba de veras a la mayor, muy viejecita. Parecían necesitadas de un taxi. Caminaban despacio, y llevaban una talega con ropas. Me les acerqué, y parando pregunté:

—¿Taxi, señoras?

La menor preguntó:

—¿Por cuánto nos lleva al hospital de San Vicente?

Le contesté que lo que marcara el taxímetro, que serían setenta centavos. Ellas se miraron, consultándose con las miradas si podían darse ese gusto, y las empujé a decidirse abriéndoles la puerta de atrás. Se montaron con trabajo: la mayor no se valía mucho. Casi me bajé a ayudarle a la menor con la talega. Iban muy juntas, la menor arropando y protegiendo a la otra, sin soltar la talega que puso encima de sus piernas. Vestían ropas largas; serían gentecita de algún pueblo. Yo las miraba por el espejo panorámico, y les pregunté:

—¿Y es que iban a caminar hasta el Hospital? Siempre es lejos…

La menor contestó como disculpándose:

—Sí. Es que también se conoce un poquito.

Se les veía que era por otra cosa. Se les veía que no iban a ser capaces de llegar. Les dije:

—También hay buses. ¿Por qué no cogieron uno?

La menor, ella siempre, contestó:

—Es que no sabemos muy bien cómo es la cosa.

Dejé de hablarles. A la vieja se le salía la saliva por un lado de la boca. La menor se la secaba cuidadosa con un pañuelo, temerosa de que me ensuciara el taxi. No me hubiera importado de esa vieja: a mí lo que me enverraca (sic) es la puercada de los borrachos.

La vieja dijo de pronto:

—Con todo lo trabajoso que es vivir, mija, una creía que era fácil morirse. Y vea que no: morirse es también muy trabajoso.

La otra no contestó, sino que la abrazó más.

Quizá, luego de esta transcripción, no sea necesario decir más acerca de la importancia que tiene narrar acciones para mostrar el carácter de los personajes.

También, en su taller, Escobar Velásquez enseñaba, respecto a los personajes, que hay dos maneras de escribir una novela: una es con un personaje principal, al cual llegan otros en cada capítulo y vuelven a salir; otra es con personajes que van apareciendo y se quedan durante todo el recorrido de la novela. Estos personajes, en la novela, van creciendo, se van desarrollando. No quiere decir esto que haya que llevar a un personaje desde niño hasta cuando llegue a sus últimos días, aunque sí hay que agotarlo desde el punto de vista de la función que desempeña. Hay novelas que se desarrollan en unos pocos días, que cuentan lo que ocurre en un pequeño espacio de tiempo. Pero en ese escaso tiempo se suceden cambios importantes en la vida de los personajes, quienes van presentándose al lector según lo que van haciendo, en forma discontinua. Es por los hechos que llega a conocérseles, por las acciones, no por lo que se diga de ellos. Por eso es que hay una pregunta que conviene hacerse para presentarlos: “¿Qué hace cada personaje en la novela, qué acción realiza para demostrar su función?” (Kohan, 1998: 134).

En este sentido, cabe decir que es en el personaje principal en quien se pone el mayor énfasis, protagoniza hechos muy importantes para el desarrollo de la novela y se destaca por la mayor frecuencia de aparición en los escenarios narrados. No sucede lo mismo con los personajes secundarios, los cuales se presentan con menor frecuencia. Sus acciones no son tan importantes como las de los principales, permanecen en un segundo plano. Sin embargo, son un complemento fundamental para los primeros, los cuales no pueden vivir sin ellos, como tampoco éstos tendrían razón para existir sin la presencia de los principales. La relación que existe entre unos y otros es lo que le da cuerpo a la novela.

Ahora bien, la posición central del personaje principal no se marca por su aparición en el título, ni por su carácter. Son más bien las ideas las que logran definir mejor al personaje. Las ideas y con ellas, claro está, las acciones que derivan. Es por eso que el pensamiento del personaje es un aspecto vital para su creación.

Es lo que, en últimas, lo mueve. Pero este tema, por su importancia, será el fundamento un capítulo aparte.

Por lo pronto, cabe mencionar aquí también la importancia que tiene la creación de un personaje que es fundamental en la novela; tanto, que podría decirse que es la primera decisión que debe tomar el novelista: esto es, el narrador. Algunas personas suelen confundir al narrador con el autor, pero nada más alejado de la realidad: el narrador es un personaje de ficción, inventado por el autor, quien arbitrariamente decide si lo hace partícipe de la historia (como narrador personaje), o si lo sitúa fuera de ella, como narrador que todo lo sabe (narrador omnisciente). Así, la situación del narrador dependerá de la persona gramatical que le asigne el autor: en el primer caso, el narrador está en primera persona (un yo); y, en el segundo caso, se trata de un narrador puesto en tercera persona (un él). Estas son las dos alternativas más comunes. No obstante, en la novela contemporánea también se presenta la opción del narrador en segunda persona (un tu), aunque es menos usada. En este caso, se trata de un narrador ambiguo, que puede estar a veces dentro y otras veces fuera de la narración; también puede ser como una voz que da órdenes a los demás personajes: “Ey, tú: ¿qué esperas para decir lo que estás pensando?”, por ejemplo. Pero, esté en donde esté el narrador, siempre será el encargado de conducir el curso de la historia. Y de la manera como éste se comporte dependerá, en gran medida, que las relaciones existentes entre las diversas acciones narradas en la novela, logren conectarse de tal manera que persuadan al lector de que lo que está leyendo hace parte de la realidad.

En sus novelas, Escobar Velásquez siempre utilizó la primera o la tercera persona para situar al narrador. Nunca incursionó en la segunda persona. Así, en el caso de la novela Música de aguas o en Muy Caribe está, por ejemplo, creó un personaje narrador para que hablara desde un yo, para que narrara solamente lo que este supiera desde su condición de ser humano que hace parte de la historia que se cuenta. Pero en la novela Un hombre llamado Todero, o en Toda esa gente, o también en Cucarachita nadie, optó por crear un narrador omnisciente para que hablara desde un él, que estuviera por fuera, viendo todo lo que pasaba; un narrador que lo supiera todo, como es la condición de los dioses.

En los dos primeros casos, los narradores se identifican desde las dos primeras líneas, y se quedan instalados en esa situación durante toda la obra. Así puede leerse en la primera frase de Música de aguas: “Allá arriba, casi que debajo de las nubes, mi pueblo es un pueblo de frío”. Y, en las dos primeras frases de Muy Caribe está se lee: “Este año será, seguramente, ese en el cual deba morir. Ya he cumplido noventa años, que es una edad engorrosa”. Desde ese momento de la lectura de estas dos novelas, uno sabe que se trata de un narrador personaje.

Así mismo, uno cree identificar al narrador que está hablando desde fuera de la historia, en las primeras líneas de Toda esa gente: “Cuando Cuatro Perros decidió no pasar la vida con la vejiga siempre llena estallándole las entrañas…”; pero, por las dudas, cuando el lector se va tres páginas más adelante, encuentra lo que solamente un narrador omniscio pudiera decir: “Lo sexual, pues, en los religiosos, estaba relegado al sueño. Tenían dormidos los que otros despiertos, y sus mujeres eran de nébula y de ensueño, y cumplían con ellas nupcias irreales que los descargaban cuando sus glándulas iban al rebose”. Por otro lado, en la novela Cucarachita nadie, también hay que avanzar hasta el comienzo de la tercera página para encontrar una frase que le diga a uno que este narrador también lo sabe todo: “El primer cliente de la noche había resultado pronto, y ella estaba pensando en el alquiler del cuartucho…”. Y, como último ejemplo de narrador en tercera persona, después de avanzar como una docena de páginas de la novela Un hombre llamado Todero sin tener la certeza del tipo de narrador que fue creado allí, el lector encuentra la frase que le confirma que también se trata de un narrador omnisciente: “Todero estaba pensando que las pilas no iban a durarle a la linterna para otra limpieza de esas”.

Por otro lado, en las novelas Tierra de cementerio y Cuando pase el ánima sola, Escobar Velásquez crea un narrador personaje, que hace parte de la historia que cuenta, pero que se muda, se cambia en otro personaje ―que también hace parte de la historia― cuando es necesario narrar alguna circunstancia o pensamiento que es propio de este último. Mediante este artificio, el narrador personaje original “le da la palabra” a otro para que exponga lo que está pensando, ya que aquel, desde su posición, nunca podrá conocer lo que se mueve en el interior del otro, precisamente por carecer de la facultad de omnisciencia.

Estas variaciones en el narrador, que hacen parte de las libertades del escritor, tienen sentido y justificación siempre que sean planeados y necesarios para enriquecer el texto sin que aparezcan al lector como cambios forzados, sino que, por el contrario, pueda pasarse por ellos sin que sean notados ni se pierda de vista el hilo conductor de la narración. Al respecto, el personaje de la novela Cartas a un joven novelista, del escritor Mario Vargas Llosa (1997), expresa lo siguiente: “Si estas mudas son justificadas, pues contribuyen a dotar de mayor densidad y riqueza anímica, de más vivencias a la ficción, esas mudas resultan invisibles al lector, atrapado por la excitación y curiosidad que despierta en él la historia” (p. 37).